Para leer este relato es necesario leer «Relatos de Pharodie» desde el principio, pues los relatos están encadenados y se autoreferencian unos a otros
Pharodie, como toda ciudad que se precie, está compuesta por varias capas. La primera es el Faro, que flota, inerte e inaccesible, como un monstruoso centinela sobre la ciudad con sus más de siete kilómetros de altura y sus quinientos metros de ancho. Alrededor de su sombra crece Pharodie. Enorme, caótica y milenaria. Pero bajo sus atareadas gentes y sus apelotonados edificios se encuentran las cloacas y el alcantarillado, usados, sobre todo, por traficantes, maleantes y todo tipo de gente que quiere moverse sin ser vista.
Aunque hay una capa más.
Mucho más abajo hay una ciudad antigua, anterior a Pharodie. Su nombre se ha perdido, así como el conocimiento de su misma existencia, y no son más que ruinas sepultadas. Pero, en algunas zonas, el techo crea grandes grutas naturales que deja a la vista los restos de antiguos edificios y calles abandonadas.
Y aquí, sin que nadie lo sepa, crece sin freno una pequeña civilización de roedores. No son ratas comunes, claro. No, estas poseen una inteligencia muy superior. Pueden hablar, por supuesto, y caminan, visten y se comportan no de una forma muy diferente de los patas largas que pululan por la superficie.
Llaman a su oscuro hábitat Bajomundo. Se lo han ido repartiendo en cuatro reinos, que siempre andan guerreando entre ellos. Viven a base de cultivar hongos, la cría de escarabajos y de los milagrosos sacos de grano que el Altísimo suele dejar, de cuando en cuando, en Santuario, una zona neutral conectada a todos los reinos. La inmensa mayoría de ratas de Bajomundo, nacen, crecen se reproducen y mueren sin tener contacto alguno con las capas superiores de Pharodie o, como las llaman, Altomundo. Y, por lo general, nada de la superficie se aventura tan profundo. Por eso, quizás, no estaban preparados para asumir el mal que una serie de casualidades encadenadas en la superficie habían desatado sobre ellos.
Aerian fue el último rey en llegar al Salón de Los Primeros, donde entró dando un airado portazo. Sus pequeños ojos barrieron la sala, volando sobre la apretada multitud que aguardaba nerviosa la comparecencia del Primero.
—¿Dónde está? ––gritó, furioso—. ¿Dónde se esconde ese sucio cuatro patas de Odën?
—Tranquilo, Aerian —dijo Broil, rey de Lagofrío, abriéndose paso entre la multitud hasta encararse con el furioso señor de Caminolargo—. Este no es momento ni el lugar.
—Quizás no sea el lugar, pero desde luego es el peor de los momentos. ¿Cómo se atreve el Primero a convocarnos a una Asamblea justo cuando ese sucio de Odën ha arrasado los pueblos de nuestra frontera? ¡No puede esperar que estemos bajo el mismo techo como si nada en lugar de cruzar nuestros alfileres! —exclamó, intentando desenfundar el suyo. Sus generales y nobles, que habían entrado tras su señor, se replegaron tras él con lentitud, con los ojos fijos en los allí congregados y las patas en las empuñaduras de sus armas.
—¡Basta! ¡No es lo que piensas! —gritó entonces Rior, regente de Pradohongo —. Guarda eso, estamos en Santuario, maldita sea.
—Es como dice Rior —intervino Broil —. Odën no te ha atacado. De hecho… —comenzó, pero no pudo continuar porque un nudo le cerró la garganta.
—De hecho, ¿qué? —exclamó Areian, impaciente. Estaba tan enfadado que pasó por alto el tenso silencio que de repente se había apoderado del salón.
—De hecho —dijo una voz rota desde el fondo, rompiendo el silencio —, el reino de Tunelancho ya no tiene por qué preocuparte más, porque ya no existe.
Las ratas se removieron inquietas, alejándose entre ellas hasta dejar un pasillo entre el rey de Caminolargo y Odën, señor de Tunelancho. Este se apoyaba contra la pared, sentado en un banco. Tenía la mitad de la cara quemada y unos apretados vendajes, manchados de sangre, ceñían su maltrecho cuerpo. Le faltaban las patas de la parte derecha.
—Por el Altísimo… —susurró Aerian, estupefacto —¿Cómo que no existe?
—Algo la ha arrasado a fuego y sangre —susurró Broil a su lado —Apenas quedan supervivientes, y los que quedan hablan de una sombra que destruía todo a su paso.
—¿De… de qué estás hablando? ¿Qué sombra? ¿Quién…?
—No lo sabemos —dijo entonces la voz del Primero desde una puerta al fondo del inmenso salón. —Y por eso os he convocado.
Las ratas bajaron la cabeza en señal de respeto. Karinak era el más viejo de Bajomundo, él último, sin contar al Altísimo, de la Primera Nidada, de aquella que cobró inteligencia y conquistó la olvidada ciudad fantasma. Hacía años que se había quedado totalmente calvo, desde la punta del hocico hasta la raíz de la cola, y necesitaba de un bastón para caminar. Pero su mirada seguía siendo lúcida y su mente afilada.
—¿Qué vamos a hacer, mi señor? —preguntó Rior, suplicante —. Por lo que dicen los supervivientes de Tunelancho no pudieron hacer absolutamente nada por frenarle. ¿Qué haremos si ataca a los demás reinos?
—Para detenerlo no creo que podamos hacer nada —respondió Karinak, cerrando los ojos y suspirando con pesadumbre —. Al principio pensé que podría ser un patas largas de Altomundo, pero desde que llegó noto una oscuridad que cubre mi corazón y roe mis huesos. Esa Sombra es algo maligno, demoniaco, y dudo que podamos hacerle un rasguño si quiera. Pero lo importante para nosotros no es cómo enfrentarlo, sino cómo no llamar su atención.
—¿Qué quiere decir?
—Sé, porque he mandado a ratas valientes a Tunelancho para que lo vigilen, que lo que le llevaba al reino de Odën era el Pilar.
Un quedo murmullo flotó en el cargado aire del salón tras las palabras del anciano. El Pilar era un vestigio de la antigua ciudad que ahora ocupaban, un trozo rectangular de piedra blanca, de apenas un metro y medio de alto, que emitía una suave luz blanca. Tunelancho había crecido alrededor del Pilar para aprovecharse de su luz, tal y como Pharodie crecía alrededor del Faro en la superficie.
—Hasta donde sé, la Sombra sigue plantada allí, frente al Pilar. Desconozco qué espera de él, pero creo que arrasó la ciudad sólo por llegar al mismo.
—Hay otro Pilar en Pradohongo —susurró Rior, lívido.
—Y por eso vamos a evacuar a toda tu gente hacia el punto más alejado de vuestro reino y de Tunelancho. De hecho, espero que Broil acepte cobijar, durante un tiempo, a todo Bajomundo en sus fértiles tierras.
Todas las miradas se clavaron en el señor de Lagofrío.
—Sea —dijo al tiempo —. Que no se diga que los míos dieron la espalda a Bajomundo en estos momentos de necesidad.
—¡Pero habría que movilizar a miles de los nuestros! —exclamó Aerian.
—Pues ya podéis empezar —ordenó Karinak, mientras daba media vuelta.
—Pero, ¿y si así nos ataca? Si estamos todos juntos… — exclamó Rior, asustado.
—Por eso voy a buscar ayuda a Altomundo —respondió entonces Karinak. Un silencio sepulcral siguió a sus palabras.
—El Altísimo —susurró alguien, con fervor.
—Sí. Es hora de hablar con mi hermano menor. Es hora de hablar con Chirrido.
Karinak abandonó la habitación dejando silencio a su espalda. Había mucho trabajo que hacer, y las ratas, sabiendo como saben que sus vidas son tan cortas como rápidas, corrieron a realizarlo.
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