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El Comerciante de Muerte
Relatos de Pharodie - 6. Ejercicio de Narrativa I. El tema era "Escribir un relato usando el estilo de otro autor." Elegí a Andrezj Sapkowski. (2019)
Por Frandalf Publicado en Curso Narrativa I, Fantasía, Relatos de Pharodie, Revisado en 2 de agosto de 2020 Un comentario 7 min lectura
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Para leer este relato es necesario leer «Relatos de Pharodie» desde el principio, pues los relatos están encadenados y se autoreferencian unos a otros

¡Oh, ha sido increíble! —exclamó, eufórica.


—Siempre lo es.

La mujer se volvió a mirarle, entre ofendida y divertida.

—Vale que ha sido un buen polvo, pero no ha sido el mejor —mintió.

—No me refería a eso —dijo él, con la vista clavada en el techo —. Pero no importa; eres fantástica.

Tras unos instantes en el que ambos intentaban recuperar el aliento, se giró hacia ella. Los ojos del hombre se clavaban como dagas. Eran marrones y profundos. Tristes. Ella recorrió con una mano su áspera mejilla, con extrema delicadeza. Él sonrió bajo la caricia, pero sólo con los labios.

—Eres un hombre extraño, Deyrsent —susurró.

—¿En qué sentido?

—En todos los sentidos. Sé leer en los ojos de la gente; llámalo un don, si quieres. Sé qué mueve a los hombres, qué les aterra, qué les gusta y qué les disgusta. Pero tú… eres inaccesible. Todo un reto.

—¿Eso soy para ti? ¿Un reto?

—Así es, en muchos sentidos. Nunca antes me…—calló unos segundos, antes de continuar—. Pareces conocerme mejor que yo misma. Me lo acabas de demostrar—añadió, sonriendo con picardía.

—Digamos que tengo experiencia—dijo él con una sonrisa torcida. Ella rió brevemente.

—Eso no lo pongo en duda. De todas formas, lo único que sé de ti es que eres un hombre peligroso —dijo, bajando la voz lentamente hasta que la última palabra fue poco más que un susurro.

—¿Por qué lo crees, exactamente?

—Las cicatrices, claro está —respondió, divertida, paseando su dedo por una de las muchas de ellas en su pecho. Los brazaletes de su muñeca tintinearon, emitiendo una canción dulce—.  No creo que seas el comerciante que afirmas ser.

—Quizás no soy del tipo que crees, pero soy un comerciante de todas formas.

—¿Y con qué se supone que comercia alguien como tú?

Deyrsent se tumbó de espaldas y clavó la mirada en el techo de madera de la habitación del prostíbulo. Odiaba lo que venía a continuación.

—Muerte. Comercio con muerte.

La caricia de la mujer sobre su pecho se detuvo de golpe.

—No sé qué…

—Oh, sí lo sabes, Karin. Sabes perfectamente quién soy. Lo sé todo sobre ti y los motivos que te han llevado a acostarte conmigo. ¿Que cómo lo sé? —añadió, adivinando la pregunta que cruzaba por la mente de la mujer—. Verás, es fácil saber lo que va a pasar cuando eres capaz de volver atrás en tu propio tiempo.

—¿Qué? —dijo ella, sorprendida—. Vale que sea una puta, pero no soy estúpida.

—Oh, no pienso que seas estúpida. Tampoco que seas una puta—añadió él, y antes de que ella hablase, continuó sin despegar la vista del techo—. Puedo viajar atrás en mi propia vida hasta un máximo de tres días. Al hacerlo, puedo evitar, por ejemplo, ser apuñalado mientras duermo tras acostarme con una ramera que la madame de la casa no ha me dejado de recomendar desde días atrás. Sabiendo esto, podría haber no sólo evitado morir a manos de esa asesina aficionada, sino que podría tomarme todo el tiempo del mundo para interrogarla. Al principio, quizás, la mujer resistiría estoicamente, pero tras la oportuna tortura acabaría por contarlo todo.

—Lo que dices no tiene sentido —dijo ella, alejándose del hombre, como si de repente pudiese empezar a arder.

—Te lo puedo demostrar, si quieres, Karin; ya te he dicho que lo sé todo sobre ti, porque ya me lo has contado. Muchas veces, de hecho. Verás, sé que fuiste vendida por una deuda contraída por tus padres al Gremio de Rosas y que estos te entrenaron como asesina en lugar de usarte como puta. Y que, aun sin tener el debido entrenamiento, te encomendaron una misión suicida: asesinar al que creen responsable de la desaparición de Dhalo, el cabecilla de las Rosas. Es decir, acabar con el lider del Gremio de Hojas, el mayor asesino de Pharodie, el Comerciante de Muerte. Asesinarme a mí.

—Mientes—dijo ella, pálida. Se había acercado al borde de la cama y se había levantado sin darle la espalda. Sus ojos resplandecían con el brillo de la sorpresa y el miedo. Se sentía paralizada, aterrada. Temía incluso separar los ojos de aquel hombre tan extraño, tan imposible—. No es…

—Sé que te resististe al principio —la cortó él, sin mirarla aún —. Te revelaste, huiste e incluso mataste a alguno de tus perseguidores. Y por eso usaron sobre ti un hechizo de pulsión, prohibido por las leyes de Pharodie y por la de los propios magos. O me matas, o mueres fulminada por el encantamiento que pusieron en ese brazalete dorado de tu mano izquierda, que no te puedes quitar. Así que lo intentarás, aunque no quieras. Lo que no sabes, mi dulce asesina, es que el hechizo te matará pase lo que pase. Lo sé porque he intentado salvarte. Una y otra y otra vez. Después de que mueras aquí, bajo mis manos o por la magia, me paso los tres días siguientes investigando una forma de hacerlo. He intentado, incluso, contactar con el mago que te lo lanzó, pero lo asesinaron poco después de hacerlo, hecho que está fuera de los días límite de mi poder. Así que no me queda otra que insistir. Pero siempre con cuidado de no dejar este momento atrás, volver a este punto para acostarme contigo, porque, oh, eres fantástica—concluyó, volviendo ahora la mirada hacia la mujer. Una mirada fría, vacía. Horrible. —Ahora es cuando vas a por el cuchillo.

Eso pareció bastar pasa sacarla de su estupor. Se dio la vuelta y saltó hacia su vestido. Buscó frenéticamente el arma entre los pliegues de la ropa. La empuñó por fin y se volvió tan rápido como pudo hacia la amenaza de aquel hombre aterrador.

Hubo un rápido movimiento que sacó apenas un destello de las velas de la mesilla. La daga se clavó con fiereza en su vientre. El golpe la dejó aturdida y un dolor inmenso explotó en su estómago. La sangre corrió a su boca, desbordando sin control la frontera de sus dientes. El cuchillo cayó de su fláccida mano.

Karin levantó la mirada con esfuerzo, buscando sus ojos. Vio de nuevo la tristeza en ellos y supo que esa tristeza es por lo que acababa de hacer, por lo que, ahora sabía, empezaba a entender, había hecho multitud de veces. Intentó preguntar cuántas, pero solo salió sangre de su boca, junto a un quedo gemido. Las piernas flaquearon al fin y estuvo a punto de caer, pero él la sostuvo y la arrodilló con ternura. La abrazó y se acercó a su oído—. Esta será la última vez, te lo prometo. Te salvaré, ¿me oyes?

—Eres un imbécil —se recriminó Deyrsent tras dejar el cadáver en el suelo —¿Hasta cuándo vas a seguir en este puto bucle? Era tan sólo una puta más, otro cadáver al borde del camino. Era solo una… solo…

Era hermosa incluso en la muerte, maldita sea.

—¡Oh, ha sido increíble! —exclamó, eufórica.

Deyrsent sonrió con tristeza, clavando la mirada en el techo. Su corazón latía con fuerza en su pecho y le costaba recuperar el ritmo normal de respiración. Esta sería la última vez, se prometió.

— Siempre lo es.

Pharodie


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