Para leer este relato es necesario leer «Relatos de Pharodie» desde el principio, pues los relatos están encadenados y se autoreferencian unos a otros
Gweid llevaba ya dos días entrenando con su viejo maniquí, ese al que habían vestido y cosido multitud de bolsillos secretos y cascabeles hacía ya tantos años. Aquel chico imposible, que se esforzaba con denuedo por ignorar la llamada de su sangre y de su destino de héroe para convertirse en ladrón, había conseguido en esos dos días unos avances sacando los saquillos sin hacer sonar los cascabeles que a Irmed le habían llevado semanas.
El chico entrenaba de sol a sol con el maniquí, atendiendo a sus explicaciones de a quién robar y de quién huir en una multitud. Pero al caer la noche, siempre acababan en el salón de la posada.
Irmed observaba el salón de La Tiara desde el otro lado de su pinta. El alcohol había parecido paliar, por fin, el dolor que estar en aquel local le provocaba. Sonreía tontamente despatarrado sobre su asiento, bajo la reprobadora mirada de Gweid. Ahora mismo no le importaba el muchacho, ni aquel cabronazo de Jarker, que le miraba con desprecio desde la barra. Su atención ahora estaba en un recuerdo muy vívido de Maelia, un recuerdo que se solapaba con la realidad en una nebulosa etílica. La veía bailar, en ese momento, entre risas y pasos enérgicos pero delicados. La sala era mucho más luminosa de lo que había sido en años, más limpia, llena de la luz y el calor que atravesaban los pulidos y limpios cristales que daban a la Carretera Sur. Los parroquianos eran gente honrada, comerciantes, vecinos y trabajadores de la zona. Los veía aplaudir y cantar al son de la música de los bardos. Pero la ensoñación empezó a desdibujarse. Los parroquianos ahora eran borrachos y delincuentes, la posada estaba desgastada y sucia, y la luz de los candiles y las velas daban un color taciturno a la sala. Y Maelia…
—¿Maestro?
Agitó la cabeza, miro su jarra y suspiró.
—Antes la posada era nuestra, ¿sabes? —dijo, dando un trago—. Maelia era la reina del lugar, amada por todos los que venían a disfrutar de su comida y de su bebida. Pero ella solo me amaba a mí. Fue ella la que compró el maniquí y la que le cosió los cascabeles. Ella sabía a qué me dedicaba, claro. No le acababa de gustar, pero se aseguraba de que no perdiese el norte, de que robase solo a quien lo merecía.
—¿Y qué pasó?
—Mi hermano, eso pasó —escupió—. A Lorenz le gustaba gastar más dinero del que tenía. Un día se echó encima una deuda que no podía pagar si no era con su propia vida. Nos rogó que le ayudásemos. Maelia le apoyó, pero me negué; él se lo había buscado. Así que convenció a esos bastardos del Gremio de Rosas de que seríamos nosotros quienes pagaríamos. Se llevaron a mi mujer —susurró Irmed con la voz rota y la mirada fija en su vaso vacío—, y me obligaron a pagar por su rescate. Pagué con todo lo que le había robado a políticos corruptos y empresarios sin escrúpulos. Y, aun así, no fue suficiente. Me la devolvieron, sí, pero ya no era la misma. No sé qué le hicieron; ella aseguraba que nada, pero volvió enferma, demacrada, y poco después… murió.
—¿Y qué… qué pasó con tu hermano? ¿Y con la deuda? —susurró Gweid son suavidad.
—No sé qué fue de mi hermano. La deuda… bueno, ellos saben que es impagable. Supongo que esperarían que robase para ellos, pero tras la muerte de Maelia… —Irmed agitó su vaso, llamando la atención del posadero—. Ponme otra, Jarker.
—¿Podrás pagarla? Ya me debes diez cobres.
—¿Diez? Querrás decir cinco, que son las que se ha bebido —apuntó Gweid.
—Diez —repitió, sin más.
—Déjalo, chico, yo siempre tengo que pagar el doble —explicó Irmed, sacando una bolsita de su chaleco —. Toma, maldita hiena.
—No te pases, viejo —rezongó el tabernero arrebatándole la bolsa y volviendo hacia la barra.
—No lo entiendo. ¿Por qué tienes que pagar el doble en tu propia posada?
—¡Porque ya no lo es! —explotó, susurrando con furia—. Cuando Maelia murió, no pude seguir dando golpes, no era capaz de… encontrar el norte que antes ella me señalaba. Y como así no les era útil, tuve que darles la posada en propiedad, para que blanqueasen su sucio dinero. ¡Tuve que rogarles que me dejasen dormir en el sótano! No puedo irme, chico, es lo único que me queda de…
Irmed lloró entonces, ajeno a la mirada de asco del posadero cuando le dejó la copa sobre la mesa. Gweid le miró con los dientes apretados y una mirada cargada de furia.
—Irmed, no te mereces todo esto. Eres un buen hombre, por muy ladrón que seas. Estas cosas no deberían pasarles a las buenas personas.
El viejo ladrón rio entre lágrimas.
—Bendita juventud. No sabes lo que dices.
—Pero es injusto.
Esas tres palabras encerraban mucho más de lo que su propio significado indicaba. Fue una sentencia tan firme que no daba lugar a duda ni réplica. Sus ecos resonaron por el cuerpo del veterano ladrón, desembotando su mente y haciéndole muy consciente de lo que acababa de decir el muchacho. No era, entendió, una simple protesta. Era un juicio inapelable y terrible, un arma esgrimida por aquel que representa todo lo bueno del mundo. Era… la voz de un héroe. Y la realidad, el propio universo, se veía afectados por ese juicio, remodelándose para acomodarse a sus designios. Era algo injusto, sí, y todo el que se opusiese… bueno, simplemente estaba en el lado que tenía todas las de perder.
Gweid se levantó. Volvía a resplandecer de alguna forma, como el día en que le conoció. Sin poder reaccionar, miró cómo el muchacho se encaminaba hacia el posadero, el cual fue rápidamente rodeado por algunos matones del local.
Era una estampa que no presagiaba nada bueno. Cuatro moles rodeando al muchacho como tormentas amenazantes, pero a Irmed no se le escapó el detalle de que todos ellos guardaban las distancias con él, tensos, con unos ojos que reflejaban extrañeza, como si algo en aquel chico no encajase, como si, de alguna forma, fuesen más pequeños que él.
—¿Cuánto os debe? —escuchó que preguntaba a Jarker.
—Cuatrocientas coronas de oro —respondió aquel con desdén, sintiéndose protegido por los matones —. ¿Es que vas a pagar tú su deuda, mocoso?
—No solo os la pagaré, sino que, cuando lo haga, os sacaré de aquí a patadas.
—Quizás sea yo quien te saque a de aquí a patadas. ¿Qué decís, chicos? —rio Jarker, mirando a sus compañeros. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo que Irmed ya había visto en ellos. Tenían miedo. Su cara se descompuso por la impresión y no atinó a decir nada más.
Gweid se volvió y se dirigió hacia su maestro. No había en su gesto ningún atisbo de aquel jovial muchacho al que llevaba unos días enseñando el oficio. Era un semblante duro, pétreo, con un brillo en la mirada que le hacía temblar de la cabeza a los pies.
Así que este es el rostro de un verdadero héroe. Es… aterrador.
—Vamos, maestro. Tenemos mucho trabajo por delante.
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