Para leer este relato es necesario leer «Relatos de Pharodie» desde el principio, pues los relatos están encadenados y se autoreferencian unos a otros
La mente de los humanos me resulta simple.
Es tan fácil manipularla… es como tocar un arpa. Si tiro de esta cuerda, aumento su deseo. Si silencio esta otra, anulo su prudencia. Si hago tañer esta…
Ya eres mío. Ven, ven, sígueme a lo profundo del bosque.
Son tan divertidos. Basta con el esbozo de unas enormes patas arácnidas en las impenetrables sombras de mi manto, un cosquilleo de patitas sobre su cuello, y su miedo se dispara, le enloquece. Es tan abrumador, tan… suculento. Ahora es cuando están realmente sabrosos. Ahora es cuando salgo de las sombras y me doy un festín.
Ah, es tan delicioso…
No era común ver a extranjeros venir desde el camino del sur, siendo como era Sombrosque un pueblo pequeño. Por eso, cuando aquel hombre de ropas chillonas, andar petulante y ancha sonrisa apareció desde el bosque, muchos le miraron con desconfianza. No eran buenos tiempos para recibir a extraños. Ni para nada que surgiese del bosque.
Aun así, viendo que pronto sería de noche, Aldlen le hizo un gesto desde la puerta de su granja.
El forastero sonrió al verlo, hizo una exagerada reverencia y se dirigió hacia él.
—¡Buenas tardes, buen señor! Ya pensaba que las malas caras eran algo normal en este pueblo. Me agrada comprobar que me equivocaba.
—Son buenas gentes, pero malos tiempos. ¿Te diriges a Pharodie?
—¿A dónde, si no?
—Aún te quedan un par de horas hasta llegar al Camino del Este, y algunas más hasta la ciudad. La noche caerá pronto y hay algo maligno en el bosque estos días. Puedes dormir en mi casa, si quieres.
—Acepto vuestra invitación —respondió con otra teatral reverencia—. Mi nombre es Kar.
—Yo soy Aldlen —dijo el granjero, dándole paso. Tras entrar, cerró la puerta y la atrancó con un grueso tablón de madera—. Ella es mi esposa Nannath, y él mi hijo Ard.
—Una familia encantadora —dijo, saludando con la cabeza a la mujer, que se encargaba de preparar un guiso, y al pequeñajo que se escondía tras sus faldas.
Kar se presentó como un juglar, y su encanto y verborrea pronto disipó los recelos que como extraño pudiese generar, por lo que comieron entre risas, canciones a medio tocar con su laúd, y juegos de manos que hacían aplaudir entusiasmado al niño.
—Hacía tiempo que no veía reír así a Ard —le confesó Aldlen ya entrada la noche, mientras compartía con el forastero su ajada pipa—. Te lo agradezco de verás.
—No hay de qué, y menos tras cobijar a un extraño bajo vuestro techo en estos ¿cómo dijisteis? Malos tiempos.
Aldlen asintió sin responder, con la mirada fija en lecho donde dormía su familia.
—¿Qué pasa en el pueblo, Aldlen?
—Pronto lo sabrás —dijo mientras se levantaba y apagaba la pipa—. No temas, aquí estás a salvo —añadió, mientras se acostaba con su familia.
Kar se encogió de hombros y se recostó contra la pared opuesta de la pequeña casa, sobre un pequeño jergón.
No había dormido mucho cuando los ruidos le despertaron. Kan abrió los ojos y se encontró a Ard frente a él, con el miedo marcado en el pequeño rostro.
—¿Los oyes? —preguntó en un hilo de voz.
—¿Los susurros?
El pequeño asintió.
—Sí, pero no debes tener miedo, ¿sabes por qué?
Ard sacudió la cabeza.
—Porque mi música es mágica. Mira.
Kar tocó una sola nota de su laúd, levemente, pero bastó para acallar de golpe los sonidos. El niño miró boquiabierto alrededor.
—Es solo el Velo, que va a romperse. Olvídalo por esta noche, vete a dormir —dijo, revolviéndole el pelo. El niño correteó hasta sus padres y se volvió a acostar.
Esperó un rato más hasta que el pequeño se durmió. Luego, con cuidado, recogió sus cosas, quitó el travesaño de la puerta y se perdió en la noche.
La oscuridad que le rodeaba era densa, antinatural. El silencio era ensordecedor.
—Vaya, vaya, un hombre valiente —se mofó una voz más allá de las sombras, desde ningún sitio en concreto —. Apenas alcanzo a notar tus miedos. ¿Es que no temes a la oscuridad? ¿Es que no te aterra lo desconocido?
Kar miraba alrededor, escudriñando las sombras, ajeno a las grotescas formas que dibujaban.
—Hace tiempo que dejé de temer a la oscuridad —respondió.
—Todo el mundo teme algo. Todo el mundo tiene su punto débil. Y lo encontraré. Nunca saldrás de esta sombra. Temerás. ¡Temblarás! ¡Te devoraré!
—Te gustaría que tuviese miedo, ¿verdad? —dijo mientras sonreía—. Te gustan tensos. La sangre es más sabrosa así, la carne es más jugosa…
Notó un titubeo en las tinieblas. Sonrió, confiado, fijando la vista en un punto de la oscuridad que le rodeaba.
—Pero en algo tienes razón. Todos tenemos un punto débil —dijo, lanzando la mano con una rapidez inhumana hacia las sombras. Estas bulleron y se esfumaron, revelando una delgada figura blanca. La mano del juglar se cerraba sobre su finísimo cuello. Los ojos de la criatura, negros por completo, le miraban con terror. Intentó hablar, pero la mano del hombre la estrangulaba—. Así que estáis atravesando el Velo, ¿eh? Bueno, parece que la diversión en Pharodie no ha hecho más que comenzar. Lástima que te lo vayas a perder.
Alcanzó la Cima de las Brisas al mediodía siguiente. Estaba seguro de que los pueblerinos tardarían unos días en encontrar el cerco calcinado en el corazón del bosque, con sus cuatro cadáveres a medio devorar y los restos del demonio que les aterrorizaba.
Lamentaba haberse ido así, sin despedirse. Pero, en fin, lo pasado, pasado estaba. Le gustaba mirar hacia delante y, lo que ahora tenía ante sí era una vista fabulosa de Pharodie.
El Camino del Este, al salir del bosque, subía en ligera pendiente hasta la Cima de las Brisas. Desde allí bajaba hacia el valle del Mernat, que culebreaba desde el sur atravesando la ciudad.
Pharodie, de por sí, ya era una ciudad impresionante, pero lo que realmente impactaba a los viajeros que alcanzaban la cima era el Faro. Flotaba sobre la ciudad con sus siete kilómetros de altura, rotando lentamente sobre su eje. Blanco. Inmaculado. Nadie sabía quién lo había creado, ni siquiera qué era exactamente, pero se decía que era la fuente de toda magia.
La ciudad crecía a su alrededor de forma desmesurada. Bajo el Faro podían verse mansiones, capiteles y los más bellos edificios que las distintas razas del mundo eran capaces de construir. La muralla que rodeaba al corazón de la ciudad daba paso a los barrios de los gremios, de comerciantes y habitantes de menor poder adquisitivo. Y tras esto miles y miles de casas, chabolas y tenderetes, que formaban auténticos laberintos de callejuelas, que eran el hogar de más de un millón de almas.
Kar sonrió ante el espectáculo.
Algo se fraguaba en Pharodie. El Velo infernal se debilitaba. Poderes desconocidos se dirigían y se reunían bajo el Faro. Y luego estaba él, claro. Hacia siglos que nadie de los suyos visitaba la ciudad. Y él no lo haría de no encontrarse allí cierta persona, cierto objeto.
Oh, cómo iba a disfrutar de esto.
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