Para leer este relato es necesario leer «Relatos de Pharodie» desde el principio, pues los relatos están encadenados y se autoreferencian unos a otros
Tienes hasta el amanecer le había dicho Dhalo mientras jugueteaba con uno de sus cuchillos. Y procura que sea el doble.
—No sé de dónde coño cree que voy a sacar seis coronas de oro en una noche —rezongaba Tane mientras recorría las tranquilas y oscuras calles de Pharodie—. ¡Es una puta fortuna! Es la última vez que juego a las malditas cartas —gruñó, sabiendo que, por primera vez, era posible que esa afirmación se convirtiese en cierta, y no por decisión propia.
Buscaba alguien a quien robar. O algo, siempre que pudiese venderlo rápido para pagar al dueño de la casa de apuestas donde, empezaba a sospechar, hacían trampas para desplumar a los incautos como él. Su mirada volaba por las calles, por las ventanas abiertas, por los escaparates de las tiendas. Caminaba con rapidez, espoleado por el miedo. Fue por eso que le pisó la cola al gato.
—¿Es que estás ciego? ¡Mira por dónde vas!
—Oh, lo siento mucho, no le había… visto.
Tane observó cómo el gato blanco recogía un tarro del suelo y se alejaba mascullando obscenidades. Había visto muchas cosas raras en Pharodie, pero no recordaba haber oído nunca nada sobre un gato parlante.
Tardó aún algunos segundos en darse cuenta de lo que podrían pagar ciertos ricachones amantes de los animales por un bicho como aquel.
Con renovada esperanza, dio media vuelta y comenzó a seguir al felino.
El problema era, claro, atraparlo. Si ya era difícil capturar a un gato normal, con uno como ese, supuso, debía de ser todo un desafío. Así que decidió seguirlo y esperar al mejor momento para hacerlo. Podría vigilarlo hasta que se durmiese, o intentar razonar con él, engañarle. Si no, siempre le quedaba la opción de darle con un palo, meterlo en un saco y rezar para que llegase vivo hasta su nuevo hogar.
En todo ello pensaba mientras le seguía un giro tras otro por las laberínticas calles del puerto. Finalmente, no mucho después, el felino llegó frente a una casa de dos plantas, saltó encima de unas cajas amontonadas a un lado, trepó por un pequeño muro que bordeaba un jardín y se coló por una ventana del segundo piso.
Tane conocía aquel lugar, como casi todo el mundo en los bajos fondos. En la planta baja vivía una adivina de cierto renombre, y, en la segunda, vivía “el mejor Encontrador de Pharodie”. Todo el mundo conocía a Chirrido. Quien más o quien menos había perdido a algún compañero o algún botín gracias al trabajo de ese miserable hombre rata. ¡Si no fuese por el monstruo que tiene como compañero y por la protección del Gremio de Hojas, yo mismo le daría muerte! había escuchado más de una vez a algún bribón, pero, por miedo al primero o al segundo, nadie osaba tocarle un pelo a ese bastardo.
Como fuere, estaba claro que algún negocio se traía con el gato. Hacía rato que una luz se había encendido en la ventana del segundo piso. Maldijo su suerte, pues difícilmente podría capturar pronto al animal. Pero el alba se acercaba y no tenía un plan mejor que aquel para salvar su pellejo. Así que hizo lo único posible: trepar con cuidado por las cajas, encaramarse al muro bajo la ventana en completo silencio y escuchar qué tramaban.
La historia que el gato contó era un despropósito, y Tane era tan reacio a creerla como el propio Chirrido. ¿Un tintero con el que hacer un pacto con un demonio para ser asquerosamente rico? ¿Un ratón maldecido por la tinta del mismo, a su vez devorado por el gato, el cual había cobrado una consciencia superior y ahora buscaba cómo revertirla? No daba crédito a lo que oía, pero parecía que, finalmente, Chirrido sí. Y si la rata aceptaba el trabajo, era porque, muy posiblemente, aquella rocambolesca historia era cierta.
Esperó hasta que ambos se fueron y aún un rato más, oído avizor, pues quería asegurarse que aquel terrorífico ser que a veces acompañaba a Chirrido no estaba en la casa.
Se levantó con cuidado, con las piernas agarrotadas de estar en cuclillas. Abrió la ventana con esfuerzo y se aupó hasta colarse por la misma. El despacho estaba desordenado, pero ni siquiera se molestó en examinarlo: solo buscó aquel pequeño e inofensivo tintero encima de la mesa. Alargó una mano temblorosa, lo guardó en uno de sus bolsillos con rapidez, y salió por la ventana tan silenciosamente como había entrado.
Cien coronas. Era el precio que había decidido pedirle a Aidan, el dueño original del tintero. Sonreía como un bobalicón mientras recorría las calles camino a casa del mercader, pensando en qué podría gastar la enorme fortuna que el destino había puesto en su camino. Pero, desgraciadamente, el destino suele poner por delante cosas más siniestras en las calles del puerto. Y esta vez fue al propio Dhalo.
—Mira qué tenemos aquí —dijo aquel, saliendo de una calle cercana, acompañado de dos matones. Un brillo afilado brillaba en su sonrisa. Y en sus cuchillos.
—¡Dhalo! —soltó Tane, con un gritito—. En cuanto despunté el alba tendrás tu dinero —se apresuró en asegurar.
—Dudo que de aquí a una hora puedas reunir ocho coronas, ¿no te parece?
—¿Ocho? Te daré diez si me dejas ir. Te aseguro…
—Tsk, estoy cansado de tus promesas, Tane. ¿Y vosotros, chicos?
—Pero es cierto. Deja que te explique —rogó, desesperado. Su mente bulló en busca de una solución. Si tuviese un poco más de tiempo para entregar el endemoniado tintero…
Endemoniado.
La historia del gato regresó a su mente en un instante. Sin pensar en lo que podía pasar, metió su mano derecha en el bolsillo en busca del tarro. Uno de los matones se puso en guardia de inmediato al ver el movimiento, levantando su cuchillo; justo lo que Tane esperaba. Agarró la hoja, para sorpresa de los presentes. El filo le mordió la palma y, con el mismo movimiento, dejo caer la sangre de su mano herida en el tintero.
— ¿Qué…? —exclamó Dhalo al ver cómo el tintero se llenaba del todo con tan solo unas pocas gotas de sangre. Pero no hubo tiempo para decir nada más pues, en cuanto se llenó, Tane le tiró el contenido a la cara.
Un brillo de furia brotó en los ojos de Dhalo, y las palabras se ahogaron en su garganta cuando el primer espasmo lo sacudió, convirtiéndose en un quejido y, después, en un grito gutural, aterrador. La tinta se expandió hasta cubrir toda su piel; el pelo y la ropa ardían con una llama negra que no producía humo. Dos cuernos curvados crecieron desde su frente.
Aquello ya no era Dhalo, supo Tane. Aquello era un puto de demonio invocado por él. Una risa histérica brotó de su garganta. La angustia que le había atormentado toda la noche y la locura que se desplegaba justo ante sus ojos confluyeron para limpiar su mente de cualquier pensamiento racional. Pero luego lo vio todo claro. ¿Cien coronas? ¡Ja! Tenía todo Pharodie a su merced, tan sólo tenía que extender las manos y exprimir aquella fruta madura.
—Mátalos —ordenó, exultante. Y el demonio le obedeció con brutal eficacia.
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