Las instrucciones que Val-Sereeg le dio antes de partir habían sido claras: “Si me pasa algo mientras esté en Shadrath (sabrás si así sucede), entra en mi cámara, pues he dejado algo allí para ti de suma importancia”. Kala le había rogado que le contase qué ocurría, qué temía, incluso le había suplicado que no se reuniese con sus Hermanos, si temía que algo malo pasase. Pero todo había sido en vano. Ella era la reina Kalackatharak, su Suma Sacerdotisa, pero ni aun siéndolo podía hacer gran cosa para lograr cambiar de opinión a un dios.
Val-Sereeg partió hacia la ciudad de su hermano Val-Arion una semana atrás, acompañado por la flor y nata de la corte de Iradmir, así como de los mejores Crisoles del reino. Y al final de su viaje, ya en Shadrath, la ciudad donde había de encontrarse con sus cuatro Hermanos, le alcanzó la muerte.
La reina, al igual que los cientos de Crisoles a los que había insuflado Su Aliento, supo de su muerte en el preciso instante de la misma. Un gran dolor en el pecho la había hecho caer de rodillas; sentía que le habían extirpado un trozo de su interior, de su alma, con una brutalidad que casi la había hecho caer en la locura. Los dorsos de las manos le ardían, allí donde un día el dios le había grabado las Llaves, las runas de acceso a Su poder. De su garganta había surgido un grito desgarrador, incontrolable, que pareció arrancar ecos de toda la ciudad. Pero no tardó en darse cuenta que ese eco no era el de su propia voz, sino el de los gritos desconsolados de todos los Crisoles. Val-Sereeg había muerto, comprendió entonces, y Su Aliento les había abandonado a todos ellos de golpe.
—¡Kala! —escuchó gritar a su esposo mientras intentaba superar la debilidad que le paralizaba.
—¡Anasterian! ¡Ha muerto, Anasterian! —lloró, recibiendo al rey en un abrazo cuando llegó a la carrera hasta su lado —. ¡Val-Sereeg ha muerto! ¡No siento Su Aliento! ¡No…!
La reina calló, de repente, fija la mirada en el rostro serio de su esposo.
—¿Por qué no te ha afectado a ti?
—No… no lo sé. Me afectó durante un momento, quizás. Noté un dolor en el pecho, enorme, como nunca sentí, pero un instante después desapareció. No me he parado a pensar, solo quería ver cómo estabas. Todos los Crisoles están… —desvió la vista hasta el palacio y de nuevo a su mujer—. ¿Es cierto lo que dices? ¿Está muerto?
—No sé cómo, pero no hay otra explicación. Me lo advirtió, Anasterian. ¡Le rogué que no fuese, pero no me escuchó!
—Por la Madre de Todos…
—Ayúdame a levantarme. Hemos de ir a su habitación, aprisa.
Anasterian la observó durante un instante. El color aún no había vuelto a su rostro, blanco sobre el negro de su cabellera, pero su mirada no daba lugar ni a réplicas ni a preguntas.
El palacio era un caos. Allá donde mirasen había Crisoles derrumbados, atendidos por sirvientes y soldados que no entendían qué estaba pasando. Kala no quería ni pensar cómo estaría el resto de la ciudad. A medida que avanzaban, la reina se iba sintiendo más entera, avivada por la necesidad y por una inesperada furia. Así que, cuando llegaron a la habitación del dios, ya podía andar por ella misma.
Kala ya había estado con anterioridad en Su cámara y siempre se sorprendía como la primera vez, pues todo el mobiliario estaba adaptado a su enorme estatura y hacía sentirse muy pequeño a todo el que entraba. Pero en esta ocasión no había tiempo para bobadas. Barrió la habitación con la mirada hasta encontrar aquello que había dejado para ella. No tardó en encontrarlo; colocados en una enorme silla había un sobre con su nombre escrito y dos extraños brazaletes con forma de serpiente de metal negro. Los rubíes de sus ojos parecían observarla con expectación.
La reina cogió la carta con reverencia, la desdobló y comenzó a leer.
Pocos sabían de aquella Puerta en las catacumbas bajo palacio, y, de ellos, ninguno sabía qué guardaba. Una antigua y poderosa magia la cerraba, haciendo inaccesible el paso a los Crisoles, incluso a los dioses. Unas runas indescifrables talladas sobre el marco de piedra la protegían: palabras de los Antiguos, un eco de su poder, de su magia. Kala se preguntaba si de verdad podría abrirla.
No supo decir cuánto tiempo había permanecido mirando las runas antes de que el eco de voces y pisadas la sacasen de su ensimismamiento. Anasterian y el resto de hombres pronto le darían alcance. Debía hacerlo antes de que llegasen.
Acarició las cabezas de las serpientes mientras pronunciaba las palabras que había memorizado, que sonaron extrañas a sus oídos. Pronto las figuras empezaron a moverse como reptiles auténticos, reptando hacia las manos. La sensación le provocaba nauseas, porque algo maligno parecía emanar de ellas en cada movimiento. Pronto sus cabezas estuvieron sobre las manos, allá donde antaño Val-Sereeg la marcase con las Llaves. Y, cuando las alcanzaron, las mordieron.
No hubo dolor al principio, apenas un pinchazo. Pero poco después, el color negro de las serpientes empezó a dar paso al blanco, comenzando desde la cola. Al mismo tiempo, la piel que rodeaba al mordisco de las serpientes se teñía del mismo negro, extendiendo con él un dolor lacerante, que parecía extenderse por su cuerpo con cada latido. Los brazales estaban inyectándole algo, comprendió. “Sangre… la sangre de los Antiguos”.
El proceso no debió de llevar más de unos segundos, pero a Kala le pareció que llevaba aguantando el dolor y la respiración desde bastante más tiempo. Las voces se acercaban, no quedaba tiempo. Nadie debía oír las viejas palabras.
Miró hacia la puerta, hacia las runas, y empezó a leerlas con una voz queda.
Anasterian y los tres hombres que la acompañaban llegaron a ella y se detuvieron, asombrados, ante la puerta abierta. Kala los miraba con las manos totalmente negras, a excepción de las puntas de sus dedos. <Su cabello, antes negro, ahora era completamente blanco.
—Kala… —susurró el rey, asustado.
—Estoy bien, Anasterian. Pero tenemos poco tiempo antes de que este poder se esfume. Hemos de entrar, rápido.
—¿Que hemos venido a buscar, Kala?
La reina dio un paso más allá del dintel de la Puerta. Miró atrás y el brillo de su mirada encogió sus corazones.
—Un arma capaz de matar a un dios. A todos ellos.
Se volvió y se perdió en la oscuridad.
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