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Acto de fe
Relato de fantasía urbana, con tintes de terror, escrito en 2007
Por Frandalf Publicado en Fantasía Urbana, Relatos sueltos en 2 de agosto de 2020 0 Comentarios 68 min lectura
Cristales rotos Anterior Una Taberna, Cien Historias Siguiente

El revólver quema en mi mano como una llamarada helada. No puedo desprender la vista de él; me tiene hipnotizado, atado a su significado, esclavizado al poder que me otorga, al destino que me aguarda, al que me lleva. Sólo desvío la mirada unos instantes, el tiempo suficiente para mirar la hora en el reloj de cocina que cuelga sobre la puerta negra. Las doce menos veinte de la madrugada. Ya queda menos. Todo terminará al fin; a las doce, como aquella primera vez, como todas. El revólver quema en mi mano. El tiempo pasa.

Recuerdo aún aquel diez de septiembre de hace dos años, el día en que diagnosticaron cáncer a Miriam. Cáncer, maldita sea. La amaba, con locura, con una pasión profunda, pero la idea de perderla me enloquecía, me enajenaba, me apartaba de ella. La depresión en la que Miriam entró no me ayudó, desde luego. Me atormentaba verla así, me destrozaba. Ella lo era todo para mí. Siempre había sido un tipo raro, solitario, una oveja negra en el rebaño blanco y pulcro del resto de la sociedad. Me habían llamado muchas cosas a lo largo de mi vida: loco, idiota, simple, infantil, fracasado… y me habían tratado como a tal, tan sólo por pensar diferente, por oír una música que no era acorde con los tiempos, por pasar del fútbol y enfrascarme en libros, Don Quijote de tiempos futuros. Pero nunca me había importado. Sólo la soledad me hacía daño, y cuando ya me había rendido, cuando asumí que iba a estar toda mi vida solo, apareció ella. Ella, ella, mi Miriam, mi vida, mi luz. Supo ver más allá de mí, de mis manías y rarezas y vio algo bueno. Y me lo enseñó, me lo mostró y me adiestró para moldearlo, a sacarlo sin miedo, a ser yo. Le debía todo, ¡todo, y ahora la perdía! Me estaba volviendo loco. Me preguntó si no ocurrió así, si mi mente no se quebró en esos días aciagos.

Fue una época oscura en nuestra relación. El dolor de la pérdida futura nos ensombrecía el corazón a ambos en aquellos primeros meses, nos distanciaba, nos alejaba cada vez más uno del otro, enfrascados en miedos y penas distintos, pero igual de pasionales. Nos seguíamos amando, maldita sea, y si no hubiese sido por los niños las cosas no hubiesen vuelto, quizás, a su cauce. Y eso no me lo hubiera perdonado jamás. Volvimos pues —con paciencia, cuando nuestros sentimientos se hubieron calmado—a ser uno, un sólo corazón, como antaño, como siempre, aunque era ella la que se moría. Me obsesioné con ella aún más. No podía perderla, no así, no todavía. Esto no podía pasarnos. A ella; a mí. Porque siempre he sigo egoísta y consciente de ello. Todos lo somos, y mucho, pero pocos lo aceptan. Yo lo sé, lo acepto, desde siempre. No hay acto humano que no conlleve egoísmo; ninguno, en cualquiera que piense, por altruista que parezca. Pero lo negamos ante los demás y, sobre todo, ante nosotros mismos. Yo no; nunca. Yo la quería, sí, porque me hacía feliz, y en lo más profundo, simplificándolo todo al egoísmo absoluto que rige nuestras vidas, no quería que muriese porque esa felicidad, la mía, se esfumaría. Y con ella, la de mis hijos, y eso también me apenaba. No podía, simplemente, permanecer a los pies de nuestra cama viendo cómo su vida menguaba y se extinguía.

La llevé a ver a varios médicos, a hospitales de prestigio. La operaron, alargando un poco su vida, la mía. Me gasté una fortuna y perdí mi trabajo. Tanto daba; soy arquitecto y no me faltará el trabajo. El dinero no es tan importante como quieren hacernos creer, eso también lo aprendí pronto. Pero tampoco sirvió de mucho. Quimioterapia y frases vacías, eso era lo único que recibíamos, y el resultado de la operación no me dejaba satisfecho; no quería alargar su vida un par de años, sino tanto como la vejez hiciera posible. No me rendí, pues. Y ella me seguía el juego, paciente, sabiendo que no podía quedarme quieto, pues bien me ha conocido siempre. Ella me acompañaba a los hospitales y se dejaba hacer con resignación, sin abandonar una sonrisa triste que no nos engañaba ni a ella ni a mí. Ella sabía el resultado, sabía que no valía de nada, se abandonaba a su destino. Pero no me intentó convencer. Nunca. Ni cuando perdí la cabeza.

Ella no es una mujer de fe, pero yo sí. No creo en Dios, ni en los hombres, nada de eso; pero tengo una fe inamovible en mí mismo. Siempre hay una salida para todo, una respuesta para cada pregunta, sea cual sea, y no siempre es no, o nunca, por extraño que pudiera parecer lo contrario. Lo tenía claro: si la medicina no me daba la respuesta que esperaba, buscaría en otro lado.

Con la misma paciencia, enmascarando su pesar con su perenne y triste sonrisa de resignación, se dejó llevar a curanderos y charlatanes varios, donde me gasté otra fortuna. Pociones, rezos, fanatismo y los más estrambóticos amuletos; sólo eso sacamos en limpio. Era de esperar, no obstante, pero me frustraba.

—La ciencia avanza rápido, cariño —me decía de vez en cuando, en los momentos en los que me veía hundido —. Quizás pronto consigan una cura efectiva. Algún día lo harán, es cuestión de tiempo. Ten fe; con suerte la sacarán antes de la despedida.

Ten fe, me decía, y la tenía. Pero no era fácil, por todos los demonios. El tiempo pasaba y ella se moría. Nunca le respondía a eso, pero sus palabras me obsesionaban. “Algún día”, “cuestión de tiempo”. Y me atormentaban porque, maldita sea, era cierto. Algún día cualquier tipo de cáncer tendría cura; el de pulmón, el de riñón, el de mama, el tumor cerebral que se llevaba a Miriam, a mí. “Si hubiésemos vivido más tarde, conocido más tarde, amado más tarde, todo sería distinto; no se estaría muriendo. Habría cura. La habrá. En el futuro”. Era algo que no dejaba de repetirme; me torturaba con la idea una y otra vez, con el placer agridulce de los masoquistas, revolcándome en el dolor que de la idea se destilaba. Y cuando todo lo demás falló, cuando no había hospital que visitar ni fantoche que pudiera intentar timarnos, me agarré a ella como a un clavo ardiendo. Ahí, creo, fue cuando todo se disparó, cuando lo malo se convirtió en peor. Aún no llego a comprender cómo tomé la determinación de hacer lo que hice.

Siempre he sido un hombre de fe. No creo en Dios, ni en los hombres, nada de eso; pero tengo una fe inamovible en mí mismo. Es algo que me repetía mientras le daba vueltas a mi descabellado plan, al último de todos, el más absurdo. En el futuro habría una cura, sí, con toda seguridad; no podría ser de otra forma. Miriam tenía razón: era cuestión de tiempo. Pero la cura me hacía falta ahora; de nada me valía que saliese una solución el día después de la muerte de mi mujer. Había una forma, por supuesto. Descabellada, absurda, disparatada. Pero había perdido la cabeza, tanto daba. Sólo tenía que viajar en el tiempo.

Mientras mi mujer agonizaba en el lecho —del cual yo me despegaba pocas veces—, me empapaba de todo lo que llegaba a mis manos sobre viajes en el tiempo: cómics, libros, películas… incluso algún videojuego, pero nada me ayudó para el plan que tenía en mente. Nada sabía de tecnología más allá de mis conocimientos de informática a nivel de usuario, que poco o nada iban a ayudarme en mi experimento. No sabía construir nada parecido a una máquina del tiempo; ni siquiera sabía por dónde empezar. Pero tenía fe en mi mismo. Es todo lo que necesitaba. Sólo eso. En grandes cantidades.

Había un trastero en el garaje, pequeño, de apenas dos metros de largo por otros tantos de ancho; era perfecto, lo supe enseguida. Cuando Miriam dormía, y a ratos —pues no me quería separar demasiado tiempo de su lado —, trabajaba en él; lo vacié y lo pinté de negro, pues es un color, pienso, fácil de recordar; me ayudaría a concentrarme. Mientras, los niños disfrutaban encontrando pequeños tesoros, hasta ahora vedados, de la colección de objetos que había sacado del trastero y que había dejado desparramados por el garaje. Cuando terminé, mientras secaba la pintura, me senté en una silla, cuaderno en mano, y esbocé mi plan, tomando notas, acotando con el irregular trazo del lápiz lo imposible, extrayendo de él una parcela de realidad, marcando un límite, forjando el caos y dándole forma definida a base de fórmulas y teorías, tan simples como, esperaba, efectivas. El tiempo corría. Los niños jugaban. Miriam moría. Tenía dos días, hasta el sábado, para terminar de esbozar mi plan, que era poco más que evaluar los riesgos, de asumirlos. Dos días para reunir toda la fe que pudiera reunir para llevarlo a cabo. Pronto saldría de dudas.

Quedaban quince minutos para la media noche. Agonizaba el diecisiete de noviembre. Recuerdo aún las dudas que me atormentaron aquellos días. Pero allí, sentado frente a la Habitación Oscura, mirando el reloj de cocina sobre la puerta negra, no tenía dudas; no podía tenerlas, simplemente. Las dudas corrompen la fe, y debía tenerla íntegra y volcada en el milagro, en la salvación, en que mi yo del futuro aparecería bajo la trémula luz de la bombilla del pequeño trastero, en el círculo de tiza dibujado en el suelo. Las dudas y el miedo revoloteaban como molestas moscas, pero no les prestaba atención; se posaban y recorrían mi cuerpo, inseminándome, intentando corromperme, pero las ignoraba, concentrado como estaba en mantener la convicción de que todo funcionaría, pues era el único método para que así lo hiciera. Fueron quince minutos eternos. Los quince que me quedan ahora también se me antojan así.

El reloj marcó las doce en silencio. Había llegado el momento. Me levanté con ímpetu y me planté frente a la puerta. Aferré la manilla y tiré de la hoja. Debía funcionar, tenía que hacerlo.

Y allí estaba yo.

Pensé que estaba preparado para el encuentro, pero, je, no lo estaba. Ese que estaba allí era yo, sin duda, e incluso llevaba mis ropas; distintas a las que llevaba en ese momento, pero mías. Sus ojos —¡mis ojos! —se clavaban en los míos. Sonreía. Cogí el picaporte interno, tentando a ciegas, sin separar la mirada de mi yo futuro. Cerré tras de mí. Estábamos uno frente al otro. Él en el círculo blanco dibujado en el suelo. Yo delante de él, sintiendo su aliento, su calor, su olor, que eran los míos. Me quedé mudo. Él sonreía.

—Menuda cara de idiota puse —dijo, y pude constatar más tarde que así era.

—Ha funcionado… después de todo… —balbucí. .

—Siempre he sido un hombre de fe… lo has sido. La fe nos ha llevado hasta aquí. Y sí —dijo, adelantándose a mi pregunta —, la solución que te traigo funciona. Miriam se salvará —concluyó, y me sentí tan feliz y aliviado como no me había sentido en mucho tiempo.

—¿Cómo? —pregunté, escuetamente. Debía tener cuidado con lo que se decía, eso lo sabía bien. Mi yo del futuro, obviamente, también. La razón era simple: yo tendría que decir lo mismo que él, palabra a palabra, o modificaría los hechos. Sobre eso me había estado preparando y tomando notas; había funcionado, pese a todo, y cualquier fallo podía alterar la realidad. Eran —y son —palabras y hechos muy grandes para mí. Debía tener cuidado.

—Un ritual —respondió él. Sacó de un bolsillo una hoja doblada y una daga extraña, negra, de piedra a primera vista. Se agachó con cuidado de no salir del círculo, de no tocarme, y las depositó en el suelo —. También explica cómo hacer el viaje. Tras esto, la recuperación de Miriam será inmediata. Lo hemos conseguido —dijo, con una amplia sonrisa.

—¿De dónde… quién te ha dado esto? —pregunté. Era una pregunta absurda, pues sabía la respuesta, pero asaltó mis labios y no pude contenerla antes de meditarla.

—Tú, por supuesto —dijo con una sonrisa que me era muy familiar —. ¿Olvidas que soy tú? Otro yo vino del futuro y me dio lo que te estoy dando. Y tú viajarás atrás siguiendo las instrucciones y te darás lo que te estoy dando. ¡Bienvenido a la cadena! Y si me vas a preguntar de dónde ha salido, en su origen, la daga y las notas… ya sabes la respuesta; no la hay. Simplemente está pasando de mano en mano infinidad de veces. Gracias a mi… nuestra fe —corrigió—. Creímos que con fe podríamos encontrarnos con nuestro yo del futuro. Aquí estoy. Ahora es tu turno —explicó sin necesidad. Fui a hablar, pero me interrumpió -. Viajarás el sábado hacia hoy. A las once de la noche. Y cuando vuelvas del viaje, como yo haré ahora, acude de nuevo a esta habitación. Hay algo que debemos decirnos, si consigues entenderme.

—¿El qué? —pregunté, extrañado. Había decidido hacerlo sólo una vez, para curar a Miriam. ¿Por qué había de hacerlo de nuevo?

—No sabría decirte, pues sé lo mismo que tú, pues tú me lo dijiste —dijo, sonriendo. Entendí el galimatías perfectamente. Asentí. —Lo hemos conseguido —repitió, y se esfumó tan de repente como si alguien hubiese pulsado un interruptor.

Me quedé allí unos minutos, contemplando anonadado los objetos que mi homólogo había dejado en el suelo. Los recogí con cuidado. La daga, como me pareció ver, estaba hecha de una piedra negra y desigual; alabastro, quizás. Pasé el dedo por el filo y la sangre manó rauda. Me llevé el dedo a la boca mientras estudiaba el contenido de la hoja doblada por la mitad.

Aparecían en aquella hoja unas instrucciones precisas pero escuetas, de mi puño y letra, aunque era imposible que yo hubiese escrito aquello jamás. Y eso, posiblemente, era lo más increíble de todo, lo más irreal. Había creado un bucle temporal, bien lo sabía, pero no tenía ni principio ni fin; es como si, simplemente, me hubiese subido por primera vez a un autobús circular que hacía desde siempre la misma ruta, y cuyo conductor era yo. Era una idea difícil de asimilar, por lo que pronto desistí de intentar resolver lo imposible; bastante había conseguido ya.

Por un lado de la hoja, se explicaba cómo curar a Miriam. Leí el texto con atención multitud de veces. No parecía complicado; o al menos no todo, pues lo del ritual y el hechizo no me quedaba muy claro. Pero si eso curaba a mi mujer, bienvenido sea. Por la otra cara explicaba cómo saltar hacia atrás. Tan sólo había que meterse en el círculo de tiza y recitar un galimatías ininteligible —del cual sólo destacaba donde ponía “hora”, “fecha” y “año” —del estilo del de la otra carilla. Estaba claro que esos hechizos, esos mantras, o lo que sea que fuesen, tenían el mismo origen que la daga: simplemente no existían en la realidad. Los había creado mi necesidad, mi deseo, mi fe. Para mí era suficiente.

Había que hacer una infusión para la cura de mi mujer. Me faltaban muchos de los ingredientes y fármacos. Debía esperar al lunes. Guardé el papel y la daga en una caja y los dejé en la Habitación Oscura. Cerré con llave. Recuerdo que al volver al salón me encontré a Iván y María en el sillón, viendo uno de esos DVD infantiles que habían visto hasta la saciedad. Con su madre dormida y yo obsesionado con mi plan, habían encontrado la excusa perfecta para trasnochar. María dormía con la felicidad de los seis años, ensombrecido su ánimo por la enfermedad de su madre, aunque no llegase a entender el concepto de muerte. Iván, si mal no le conocía, miraba la pantalla sin ver. Sólo le llevaba cuatro años a su hermana pequeña, pero ya había comprendido las repercusiones del cáncer. Estaba triste, taciturno, a veces, como en ese momento, navegando en pensamientos tímidamente maduros para su edad. Me entraron ganas de abrazarles y decirles que no había por qué estar triste, por qué llorar. No lo hice. Cogí a la pequeña María y acompañé al chico hasta su cuarto, donde le di las buenas noches. Luego la acosté a ella, que ni siquiera se despertó. Luego me acosté yo. La madrugada me encontró despierto.

No me fue difícil encontrar los ingredientes de la infusión. Algunos los compré en farmacias, y los más raros en herbolarios o tiendas botánicas. La preparé aquella tarde y se la di mediante engaños antes de irnos a dormir, como indicaban las instrucciones. Aseguraban éstas que Miriam no despertaría en varias horas, y lo rápido que cayó dormida tras probar apenas la infusión daba una pista sobre la veracidad de la fórmula. Era tarde y los niños dormían. Comencé el ritual tal cómo indicaban las instrucciones.

Me desnudé —nunca he sabido para qué ayudaría eso—, le quité la blusa y me rajé la palma de la mano con la daga de obsidiana. La sangre cayó sobre su pecho como un manantial carmesí. Vertí lo que creí conveniente y luego me vendé la mano, aguantando el dolor mientras apretaba los dientes. Luego mojé uno de mis dedos en sangre, mi sangre, y dibujé unas runas en la frente de Miriam y en sus senos, en su vientre, tal y como indicaban las instrucciones. Me pareció en ese momento que era un acto horrible, sucio, que mancillaba a mi mujer con un acto de brujería de cualquiera sabe dónde. Pero ya no había marcha atrás. Al tiempo que pintaba las runas recitaba un canto que me había aprendido de memoria, ininteligible, extraño; las palabras pesaban en mis labios, dolían, quemaban. El cuerpo de Miriam comenzó a convulsionarse; me asusté, pero no podía detenerme. Abrió los ojos y me miró sin ver, luchando por respirar. Tampoco ahí cedió mi canto, aunque mi voz se debilitó. El terror me devoraba. Quedaba poco. Debía resistir, debíamos hacerlo.

Los últimos segundos se me hicieron eternos y temí olvidar o equivocarme en alguna palabra. ¿Qué ocurriría entonces? ¿Ella moriría? ¿Le dañaría mi error? Pero mi yo del futuro había dicho que mejoraría, que sanaría. Debía confiar. No podía hacer otra cosa.

El canto terminó al fin. Mi garganta era fuego, mis labios una llamarada latente. Miriam vomitó, casi escupiendo, un masa negra y densa, maloliente. Luego su cabeza cayó hacia atrás. Los temblores pasaron, los espasmos remitieron y la respiración se tranquilizó tan rápidamente que pensé que había desaparecido por completo. Ahora era yo quien respiraba con dificultad. Miré la cosa negra que estaba al lado de mi mujer. La cogí con un paño y lo guardé. Recuerdo que disfruté quemándolo, pero eso vino después. Cogí a Miriam y la metí —nos metimos —en la ducha. Ambos nos lavamos. El agua fría me volvió a atar a la realidad; ella no se despertó. Puse sábanas limpias y la acosté. Las otras, simplemente, las tiré. Aún no me ha preguntado por ellas. No sé qué le contaré cuando las eche en falta.

Estaba hecho. Sólo quedaba esperar.

La mejoría no se hizo esperar. Pronto pudo levantarse y caminar con normalidad. Poco después estaba haciendo las tareas de la casa, contenta por su repentina recuperación, aunque no consiguió disolver el miedo de sus ojos. Muchas veces me planteé explicarle qué había pasado, pero no me vi capaz. Simplemente dejé la noticia de que el tumor había desaparecido a los más que posiblemente estupefactos doctores.

Tres días después estaba físicamente recuperada. Del todo. Como si nunca hubiese estado enferma. Es una mujer lista; sabía que podía estar cultivando una falsa esperanza con una falsa recuperación, y eso la abrumaba; quizás, decía, fuese la paz antes de la tormenta. Coincidió, curiosamente, con lo que me dijo Raúl aquella misma noche.

Raúl… el pobre diablo ha sido nuestro vecino desde siempre, amigo en los buenos y en los malos momentos. Vino a visitarnos aquella tarde, a ver a Miriam, a estar con los niños. A los peques les fascinaban las historias que de su trabajo les contaba —era policía—y las cuales eran todas mentira, por supuesto. Era una rata de escritorio; no pisaba las calles a menos que fuera para ir al McDonald´s. María la escuchaba con sus enormes ojos azules abiertos de par en par, sin parpadear apenas, pendiente a sus palabras. Iván no parecía muy contento; había estado triste desde que su madre cayera enferma, desde que no pudo levantarse de la cama. Antaño escuchaba con fascinación las rocambolescas historias de nuestro vecino, pero hoy apenas si se le acercaba. Debí de darme cuenta entonces de qué le pasaba.

Raúl nos acompañó toda la tarde. Los niños se fueron a dormir a una orden de Miriam y ella dijo que estaba cansada y se acostó, dejándome con nuestro amigo.

—La veo muy bien —dijo entonces, clavando en la puerta su mirada, allí por donde ella había salido. Agitaba con distraída intención el ron en su vaso. Le gustaba parecer importante.

—Es esperanzador. Quizás el tumor haya encogido —dije yo, bebiendo de mi copa.

—Eso sería raro, si he de ser franco —me dijo, mirándome a mí ahora. Había tristeza en sus ojos —Quizás sólo haya mejorado antes del final; a veces pasa. Ojalá me equivoque, pero deberías prepararte para ello. Perdona por ser tan rudo…

—No te preocupes; yo también lo pienso así. Sé cuál será el final del camino, pero no puedo prepararme para él. Aunque intento que no lo noten ni ella ni los niños —mentí, tratando de mostrarme apesadumbrado.

—Sé que no es agradable hablar de estas cosas, pero, llegado el momento, puedo quedarme con los niños los últimos días. Me deben unas vacaciones y más de un favor —dijo, sonriendo afectuosamente —. Y sabes que me encanta estar con ellos. Y ellos conmigo; será más llevadero para todos.

Me dijo esto con una mano sobre mi hombro, apretando con fuerza, como queriendo imbuirme de ella. Le di las gracias de corazón. Era un buen amigo, eso pensaba. Dos semanas después estaba muerto, qué cosas. No volvió a ver a mis hijos.

El sábado se estableció sin que nos diésemos cuenta, contentos como estábamos con la recuperación de Miriam. No había pensado mucho en el viaje que me esperaba; no quería preocuparme. Quería disfrutar de esos primeros días de felicidad. A ratos, y a escondidas, memoricé la fórmula del viaje; no era difícil, en comparación con la cura del cáncer. Por la tarde, tras ducharme, me puse la misma ropa que llevaba mi yo del futuro. Me hizo mucha gracia aquello por alguna razón que no sé explicarme. La noche llegó. Los niños dormían. Miriam leía en la cama y yo veía la televisión en el salón. A las once menos diez, fui al garaje y atranqué la puerta.

La espera hasta las once fue más rápida que la espera a mi yo del futuro del fin de semana anterior. Entré en la habitación oscura y cerré tras de mí. Me situé dentro del círculo de tiza. Cerré los ojos y respiré hondo. Recordaba vagamente lo que me dije aquel día, pero no me iba a esforzar en recordarlo; el destino me guiaría, esperaba. Era hora de comenzar. Mis labios empezaron a pronunciar las palabras arcanas, entretejiendo en ellas la fecha y la hora a la que quería llegar: diecisiete de noviembre del dos mil siete, doce de la madrugada.

Las palabras terminaron, y con ellas hubo un cambio en la luz, un movimiento en el aire. El olor cambió —olía más a pintura—, hacía un poco más de frío. Sólo eso. Nada espectacular. Nada de luces ni remolinos plagados de relojes. Un movimiento del aire. Un cambio de luz. Un descenso de temperatura. No era algo como para hacer una película.

Me escuché. Fue extraño. Escuché mi respiración agitada, mis pasos firmes hacia la puerta. Se abrió ésta en silencio y me encontré a mí mismo con cara de idiota. Tenía razón mi yo del futuro, al fin y al cabo. No pude evitar sonreír.

—Menuda cara de idiota puse —dije, sin pensar. Supe que ya había oído esas mismas palabras.

—Ha funcionado… después de todo… —tartamudeé en el pasado.

—Siempre he sido un hombre de fe… lo has sido. La fe nos ha llevado hasta aquí. Y sí —dije, teniendo muy presente lo que quería preguntar mi otro yo—, la solución que te traigo funciona. Miriam se salvará —concluí. El alivio y la felicidad asomaron a mi rostro en aquel que fui. Recordé con agrado, y aún lo hago, aquel sentimiento.

—¿Cómo?

—Un ritual —respondí. Saqué entonces de un bolsillo la hoja doblada, de la que había hecho una copia, y la daga; no la echaría de menos. Las deposité en el suelo y continué mis instrucciones—. También explica cómo hacer el viaje. Tras esto, la recuperación de Miriam será inmediata. Lo hemos conseguido —concluí, sonriendo ampliamente.

Recuerdo que la conversación se desarrolló hasta el final como aquella primera vez, palabra a palabra, sin esfuerzos por mi parte. Estaba excitado, eufórico por el logro que acababa de llevar a cabo, por haber cerrado el ciclo del tiempo, fruto de mi ingenio.

Volví pronunciando quedamente una palabra. De nuevo el cambio de luz, el movimiento en el aire. Salí y miré el reloj que colgaba sobre la puerta. Me sorprendí. Quedaban diez minutos para la media noche. ¿Cómo era posible? No había pasado fuera casi una hora… tan sólo diez minutos; quince, a lo sumo. Me encogí de hombros. Sabía que no hallaría la respuesta. Hice bien en no plantearme nada. Si hubiese pensado que algo iba mal no me hubiese quedado allí, muerto de curiosidad, esperando la nueva visita desde el porvenir.

Aquella segunda vez me costó muchísimo menos el concentrarme en la próxima visita. Fe en los hechos tenía de sobra, viendo los resultados. El reloj marcó las doce en un silencio sepulcral. Cogí el picaporte. Tiré de la puerta. Y allí estaba yo, de nuevo. Algo en la situación me hizo sonreír. Entré y cerré tras de mí. Me observé y algo en la mirada de mi yo futuro me preocupó. Empezó a hablar sin más preámbulos.

—Tenemos poco tiempo. Viajarás hacia hoy el sábado próximo, a la misma hora. Y a la misma hora de hoy volverán a visitarnos. ¡Ahora vete! ¡Estamos en peligro de muerte! ¡La cocina está en llamas! —exclamó antes de desaparecer.

Permanecí unos segundos allí clavado, boquiabierto. No sé cuánto fue, pero por suerte salí pronto de mi estupor. Eché a correr hacia la puerta que daba a la casa. Había un extintor de camino, así que lo cogí al pasar sin detenerme, compensando como pude el peso extra al cogerlo. Atravesé el salón como una exhalación, y ya desde él se veía un resplandor naranja que salía de la cocina.

Llegué y me encontré con una nube de humo que me hizo toser de inmediato. Me agaché un tanto y estudié la cocina con rapidez. Tres focos. Una sartén, las cortinas y el delantal cerca de ambas. Quité con rapidez el pasador y rocié nervioso las cortinas y el delantal. Una vez que las llamas remitieron, abrí el grifo del lavadero, mojé un paño y cogí con él la sartén, metiéndola bajo el caño de agua. La sartén siseó y pronto surgió de ella una columna de humo. Abrí las ventanas y encendí el extractor. Luego me senté en una banqueta y observé la situación, boqueando mientras mi corazón volvía a su latir habitual.

No había grandes daños… cortinas nuevas, delantal nuevo y una mano de pintura a la cocina entera. El olor duraría semanas, pero podría haber sido peor. Mucho peor, y eso me preocupaba. Juraría que había apagado el fuego yo mismo, y me extrañaba que cortina y delantal hubiesen salido ardiendo. Estaban cerca, sí, pero no tanto. Algo no iba bien en todo aquello, pude darme cuenta entonces.

En cuanto subí y le conté a Miriam qué había pasado, se levantó y corrió a por los niños, abrazándolos, besándolos mientras lloraba. Los niños la miraban asustados, temiendo quizás que se estuviese despidiendo de ellos. María lloró. Iván me miraba suplicante.

—No pasa nada. Mamá se ha asustado porque ha habido fuego en la cocina, pero lo apagué, no os preocupéis —expliqué torpemente.

—Menos mal que estabas despierto —me dijo Miriam entre lágrimas. —Podría haber sido terrible.

—Podría haberlo sido, sí —repetí. Estaba preocupado.

La semana pasó entre pintores y elección de cortinas. Miriam daba gracias a Dios porque todo hubiese salido bien, pero yo no podía compartir su alegría. Algo me decía que había sucedido por mis viajes. Debía encontrar una respuesta. Y un final feliz para todo eso.

Llegó el sábado. Esta vez me costó esquivar a Miriam. Bajé en busca de un vaso de leche y algo que picar, eso le dije. Encajé la puerta del garaje y esperé hasta las once, rumiando mis preocupaciones. A la hora convenida entré sin más, enfadado conmigo mismo, con la situación, asustado por un poder que podía escapárseme de las manos. Realicé el conjuro y al momento entré por la puerta, en el pasado, sonriendo. Eso me sacó de mis casillas.

—Tenemos poco tiempo. Viajarás hacia hoy el sábado próximo, a la misma hora. Y a la misma hora volverán a visitarnos. ¡Ahora vete! ¡Estamos en peligro de muerte! ¡La cocina está en llamas! —exclamé antes de desaparecer.

Salí de la Habitación Oscura y miré el reloj. Habían pasado veinte minutos más allá de las once. ¿Dónde, maldita sea, se habían ido esos diecinueve minutos de más? Me preocupé. ¿Y si Miriam había bajado a buscarme? ¿Cómo le explicaría por qué estaba encerrado en el garaje? Debía saber qué hacía ella. No podía permitir que entrase aquí y viese la Habitación Oscura. Tenía que destruirla. Y pronto.

Salí en silencio el garaje y recorrí el salón camino de las escaleras que daban al piso de arriba y a las habitaciones. Me dirigí a mi habitación y me asomé. Miriam dormía. Debía confiar en que siguiese así. Bajé en silencio y volví a atrancar la puerta del garaje. Apenas si quedaban cinco minutos para la nueva visita. A ver qué nueva sorpresa me traía. Tenía el presentimiento de que iba a pasar algo malo, y no me equivoqué, pero me quedé corto en expectativas.

Abrí la puerta y mi yo del futuro me miró de una forma extraña. Cerré tras de mí y le pregunté sin más.

—¿Qué demonios ocurre?

—No lo sé, maldita sea. No saqué… sacarás nada en claro de esta conversación; sólo más dudas. La cosa se va a poner peor —me contestó atropelladamente. Parecía desquiciado. Ahora sé que lo estaba.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté, alarmado. Mi yo del futuro dudó. Transpiraba. Respiraba con dificultad.

—No… no me atrevo. Es preferible que las cosas sigan su curso. Escucha, hay que ser rápidos. Ve a casa de Raúl y…

—¿Qué tiene que ver…?

—¡No me interrumpas! Tenemos poco tiempo. Ve a su casa. Ve a su despacho. Ve a su escritorio. Coge el ordenador portátil y busca una carpeta que se llama system33. Está cifrada; la contraseña es altamar. ¡Recuérdalo! ¡Altamar! Date prisa. Raúl no está, tiene turno de noche, pero no puedes tardar en ver lo que hay ahí. Haz lo que veas conveniente —dijo, y su mirada estaba preñada de un mensaje que no logré comprender —. El próximo sábado a la misma hora —dijo, y desapareció.

No me quedé paralizado esta vez; después del último aviso, entendía que el tiempo era oro si tanta prisa había. Entré en el salón y cogí la copia de las llaves de la casa de Raúl que nos había confiado. Entré de nuevo en el garaje y salí por una puerta lateral que daba a mi jardín, a su jardín —por una puerta dispuesta para ello —y a su casa. Me detuve un momento en el umbral. Esto no era como entrar a coger sal o alguna película —había confianza para ello—. Estaba entrando en su casa para ver una cosa que, posiblemente, no debía ver. Pero qué podía hacer si no. Entré en silencio. La casa estaba a oscuras, pero era un calco contrario de la mía; por alguna razón no quise encender la luz.

Atravesé el salón a oscuras y entré en el despacho. Esquivé los muebles con la tenue luz de las farolas que se filtraba como dedos acusatorios por las ventanas. Llegué al escritorio y encendí el ordenador; me pidió una contraseña. Puse altamar sin vacilar y entré en el sistema. Usé la búsqueda y encontré la carpeta indicada. De nuevo me pidió la contraseña, pero esta vez dudé durante un instante. ¿Debía hacerlo? ¿Debía violar la intimidad de mi amigo? Qué demonios, pensé; había algo que tenía que ver ahí. Introduje la contraseña y accedí.

Había fotos allí. Muchas. Cientos. Miles. De niños, de niñas. El horror me dejó de piedra. Vejaciones, violaciones, abusos… recorrí las carpetas sin creer lo que estaba viendo. Y en una de ellas…

La puerta del salón se abrió, pude oírlo claramente, como también el resoplo familiar de Raúl. Abrí un cajón, a ciegas, pues sabía qué buscaba. Había un revólver allí, siempre cargado; Raúl siempre fue un paranoico. Las luces se encendieron, los pasos se acercaron. Apareció por la puerta y pegó un respingo al verme.

 —¡Joder, me has asustado! —dijo, llevándose las manos al pecho—. Si querías ver alguna página guarra por internet ven cuando quieras, ¡pero enciende las luces!

No respondí. En lugar de eso giré el ordenador para mostrarle la pantalla. Raúl miró lo que le mostraba y palideció visiblemente. Fue a hablar, pero le interrumpí.

—Son… mis hijos, Raúl.

—Es… escucha —dijo, poniendo las manos por delante, como para defenderse—. No les he puesto una mano encima jamás, ¿de acuerdo? Sólo… sólo esas fotos. Yo no podría… no haría…

—¡Cállate! —exclamé, levantando el arma, apuntándole con ella.

—No hagas ninguna estupidez, por Dios…

—¿Por Dios? ¡Son mis hijos, cabrón! ¡Mis hijos! ¡Confiamos en ti! ¡Te hemos abierto las puertas de par y en par! ¿Y así nos lo agradeces?

—Tranquilízate, ¿quieres? No es tan grave como…

—Por eso Iván no se te acercaba —corté, fuera de mí. Ahora lo entendía, ahora lo comprendía todo—. Te tenía miedo, ¿verdad? Por eso estaba tan raro, tan taciturno. No era por Miriam. No era por el cáncer. ¡Era por tu culpa!

—Baja la pistola —me dijo, lentamente. No la bajé. Preferí disparar. Raúl se dobló sobre sí mismo y cayó de rodillas, gritando. Me acerqué a él con rapidez y apunté a su cabeza. No podía fallar.

—¡No lo hagas, por piedad! —gimió. Un charco de sangre crecía bajo él, desde el vientre. Tosió y escupió sangre—. Hemos… hemos sido amigos durante mucho tiempo… ¡nunca les he hecho daño! ¡No podría! ¡Por favor, detente, aparta el arma! ¿Puede más la venganza que tu vida? Si Miriam muere y tú acabas en la cárcel, ¿quién se encargará de los niños?

—¿Sabes, Raúl? Miriam no va a morir, no todavía —le dije. Tenía la necesidad de liberarme, de contar, aunque fuese a medias, mi secreto. Disfruté aquel momento, lo paladeé el breve tiempo que duró—. ¿Has oído hablar del intercambio equivalente? Para conseguir algo, debes dar algo del mismo valor. Si vas a salvar una vida, da otra a cambio.

—¿De qué estás hablando? ¡Estás trastornado! ¡Baja el arma, por amor de Dios! ¡Mi muerte no va a salvar a Miriam!

—Miriam ya está a salvo, hijo de puta.

Me asomé a la calle con cuidado. No había nadie, pero oí voces de alarma. Dos disparos en un barrio tan tranquilo no dejarían indiferente a nadie. Estaba asustado, debo reconocerlo. La enajenación por el atroz descubrimiento no me libraría de la cárcel, estaba seguro. Miré a un lado y a otro. Nadie. Sujeté bien el ordenador y corrí hacía casa, sintiendo con cada paso cómo un millar de miradas se posaban en mi culpable carrera; era una sensación desagradable que no se esfumó hasta que entré de nuevo en el garaje. Lo cierto es que no tuve tiempo para darle más vueltas. Estaba frente a frente con la Habitación Oscura y la puerta estaba abierta. Siempre la dejaba cerrada.

No me dio lugar a preguntarme nada. Por la puerta que daba al salón apareció un yo futuro, vistiendo mis ropas. Me asusté, aún más de lo que estaba. Una de las normas que había impuesto para los viajes en el tiempo era no salir nunca del círculo. Sólo así podía tener bajo control aquel universo inconsistente de viajes en el tiempo, sólo así podría ser yo el dueño de mi destino. O eso quería pensar; quizás nunca lo había sido. Y allí venía él, del salón… o quizás…

—¿Por qué estás aquí? —espeté. Él me miró, sin inmutarse.

—Porque te estoy salvando el culo. Dame el ordenador y el revólver; buscarán en casa —dijo, y tenía sentido. Si se lo daba, simplemente desaparecería junto con las pruebas, así que acepté. Continuó hablando—. Estaba acostado con mientras tú le volabas la cabeza a Raúl Miriam —dijo, y sentí, de nuevo, una subida bestial de adrenalina—. Al escuchar los disparos me asomé a la ventana, me dejé ver. Marcos te ha visto en la ventana de tu cuarto a la hora del crimen. Y Lucía, y también su esposo. Te he dado una coartada, así que deja de pensar tonterías. Ahora deberías estar yendo a investigar. Hazte el sorprendido. Y el dolido. —dijo, mientras se dirigía con rapidez hacia la puerta.

—No debiste salir —le dije, interceptándole—. Es la norma.

—Me la he saltado porque ya se la saltaron antes que yo. Me gustan tan poco como a ti. Algo está pasando.

—¿No sabes nada?

—No, nada. Por muchas vueltas que le vas a dar sólo llegarás a la conclusión que ya tienes. Algo va mal. Algo… —respondió, e hizo una pausa para buscar la palabra, pero no lo consiguió —algo está interfiriendo. A esa idea llegarás; a esa llegué, desde luego. No sé qué es, pero no es bueno. He de irme.

—¿Es el último viaje? ¿El último ciclo?

—No, hay más —continuó con voz dura—. El próximo sábado, a la hora de siempre. Pero el miércoles darás el salto para preparar la coartada; debes estar aquí a las doce y diez de la madrugada. Recibirás una visita a las doce en punto del sábado. No sé si me he expresado con claridad.

—Sí, pero no iré a la cita de la medianoche —afirmé, categórico.

—Dentro de una semana seguirás con esa idea —respondió con una sonrisa torcida—. Aún no sé si iré.

Entró en la Habitación y se esfumó en cuanto puso un pie en el círculo.

Quedan diez minutos para la media noche. Creo que el tiempo me está tendiendo una trampa para desquiciarme del todo, para adelantar lo inevitable; nunca había pasado tan lento. Me pregunto si no será algún ente que viva en el Tiempo, que sea el mismo Tiempo, el que no ha preparado todo esto. Quedan diez minutos para la media noche.

Los policías pasaron varias veces por casa. Miriam estaba destrozada, y no dejaba de repetir que las desgracias iban en aumento. Tenía miedo, y era comprensible. María lloraba porque lo hacía su madre, aunque sin saber por qué. No entendía que no fuera a ver más al “tío Raúl”. A Iván sólo le vi llorar una vez, una sola lágrima besando su mejilla. Era de ira, no de pena; sentí un extraño orgullo entonces; supongo que fue un sentimiento cruel por mi parte.

El veredicto final fue robo con homicidio. Tuve que ir a declarar un par de veces, pero en ningún momento estuve en peligro. Había huellas mías, sí, pero éramos vecinos; también tenía huellas suyas en mi casa. Mis vecinos afirmaron verme en la ventana justo después de los disparos, así que en ningún momento llegué a ser sospechoso. Nunca tuve miedo de serlo, en realidad, como tampoco sentía remordimiento alguno. Aún me quedan ganas de haberle metido más balas en el cuerpo a ese hijo de puta. Tenía otras cosas en qué preocuparme.

El miércoles salté hacia atrás. No había nadie allí que me recibiese, así que salí sin más y subí a mi cuarto. Miriam dormía. Me puse el pijama en silencio y me acosté. La abracé, la besé, y ella se pegó a mí, buscando mi calor.

Pronto llegaron los disparos. Ambos nos sobresaltamos y salté de la cama en dirección a la ventana para dejarme ver.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Marcos desde la ventana de enfrente, ojeroso y en pijama.

—No lo sé. Parecían disparos.

—Petardos no eran…

—Parecían venir de casa de Raúl —aventuré—. Iré a ver.

—¿No será peligroso? —preguntó aquél; siempre fue un cobarde.

—Tiene razón, cariño —dijo Miriam, a mi lado.

—Alguien tiene que ir; quizás haya pasado algo. Debo ir yo —afirmé, y no mentía. Me vestí desoyendo las palabras de mi mujer, que pronto entabló conversación con otra vecina de una casa cercana, Lucía. Otra testigo a mi favor, junto a su marido.

Terminé de vestirme y bajé como una exhalación; debía interceptarme cuando entrase en el garaje. Llegué a él pero yo aún no había llegado. Esperé desde la puerta y en cuanto me vi entrar, me abordé.

La conversación fue como debía de ir, tal y como yo la sufrí. Cogí el portátil y el revólver, le di las indicaciones y volví a mi tiempo. Pasé la siguiente media hora formateando el ordenador y dándole vueltas a la cabeza.

Mi yo del futuro, como no podía ser de otra forma, tenía razón en lo que dijo. Le di mil vueltas a la cabeza durante el resto de la semana y a la única conclusión que llegué fue a que se me estaba yendo de las manos todo el asunto. Con cada viaje, las noticias eran peores; no podía ser casualidad. ¿Qué podría ser lo próximo? ¿Qué nuevo horror se presentaría? Estaba claro que la escalera del espanto no tenía muchos más escalones. Mejor pararse en el descansillo. Es lo que decidí. No sabría decir ahora qué fue peor, si el remedio o la enfermedad.

Llegó el sábado; iba a ser una noche agitada y posiblemente no pudiese justificar de nuevo tanto tiempo sin estar con Miriam. Tenía la fórmula de la infusión, así que la dormí para poder actuar sin peligro. Estaba de mal humor, corroído por una furia fruto del miedo, del pánico a que todo se descontrolase. Todo se desmoronaba a mi alrededor. ¿Qué debería hacer? ¿Qué era lo más inteligente? ¿Y si iba y tenía que volver a matar? ¿Y si por ir ponía de nuevo a mi familia en peligro? El corazón me latía con fuerza y paseaba de un lado a otro, los ojos fijos en el reloj sobre la puerta. Dieron las once y me lancé hacia el interior de la habitación. Recité rápidamente las palabras y di el salto.

—¿Qué demonios ocurre? —preguntó mi yo del pasado en cuanto hubo entrado en la habitación. Me entraron ganas de gritarle lo que iba a pasar, de quitarle de en medio e ir yo de nuevo a matar a Raúl. No lo hice. Intenté tranquilizarme cuanto pude y le expliqué dónde tenía que ir y qué hacer. No quise decirle qué pasaba, y entendí por qué mi yo del futuro no me lo dijo; quizás, con tiempo para pensar, no hubiese matado a ese hijo de puta. Mejor que las cosas sucedieran como debían.

Volví a mi tiempo. Quedaban diez minutos para la medianoche y la siguiente visita y aún no sabía qué hacer. Me senté delante de la puerta y me quedé mirando el reloj fijamente. Las doce menos dos, menos uno… las doce.

Las doce y uno.

Había atrancado la puerta por fuera por lo que pudiera pasar. Lo cierto es que, si yo no iba a volver a visitarme, porque no iba a hacerlo, quizás lo hiciera otra cosa. Tenía el revólver cerca, pero no me hizo falta utilizarlo. No hubo ningún ruido dentro de la habitación, nada intentó abrir la puerta para salir de allí. Suspiré, aliviado. Si yo no viajaba hacia atrás, todo terminaba; el ciclo concluía al fin. Que todo siguiese su cauce. Si de verdad había horrores esperándonos a la vuelta de la esquina, los aceptaríamos como el resto de la humanidad; seguir torturándome por ello no era una forma aceptable de vivir. Me levanté y escondí de nuevo el arma, aunque deje atrancada la puerta. Todo había terminado, al fin. Todo era como debía ser.

Me equivocaba, claro.

Ocurrió dos días después. No pude haberlo supuesto; ninguno de mis planes, de mis ideas, cubría tal posibilidad. Aún hoy no sé qué ha pasado; simplemente pasó.

Era el martes de la semana siguiente. Estaba contento, pues tenía una entrevista de trabajo el jueves y Miriam una cita con el oncólogo —me preguntaba de quién sería la sorpresa mayor, de éste o de Miriam—. La vida recuperaba su cauce, así que me dediqué a disfrutar de mi familia aquellos días de libertad. Aquella tarde habíamos alquilado una película de humor, infantil, huyendo de la pena por la muerte de Raúl —aunque ni Iván ni yo dimos más muestras de ello—. A mitad de la película me levanté a por unas palomitas, que crepitaron en el microondas como si gritasen por la muerte atroz a la que les estaba sometiendo. El aparato pitó, las vertí con cuidado un plato hondo y volví al salón.

No me di cuenta de que no se escuchaba la película hasta que llegué. Al entrar se me cayó el plato, desparramando las palomitas por el suelo. Los niños se sobresaltaron y me miraron asustados, con el rostro cuajado de lágrimas. Raúl estaba sentado entre ellos, abrazándolos.

—¿Estás bien? —me preguntó con preocupación. Me quedé mudo, de piedra, paralizado por el imposible que se desarrollaba ante mis ojos. Debí comprender que, después de lo vivido, lo imposible no lo era tanto.

—Aléjate de ellos —dije, avanzando con decisión. Cogí a los niños por los brazos y los arranqué del sillón. Lloraron asustados—. No les pongas las manos encima, cabrón.

—¿A qué viene esto? —respondió él, dolido—. Sé que la muerte de Miriam te ha afectado, pero tienes que volver en ti, por los niños…

La mente se me nubló.

—Miriam está bien… no intentes engañarme. Te maté… ¡estás muerto!

—¿De qué estás hablando? Oye, suelta a los niños… les haces daño —dijo con suavidad, poniendo las manos por delante como aquella vez, intentando calmarme, protegerse. Pero tenía razón. Los niños lloraban con fuerza. Cogí en brazos a María y de la mano a Iván.

—Si te mueves un paso, te vuelo la cabeza, pederasta hijo de puta —amenacé, y la cara de Raúl cambió visiblemente.

Subí escaleras arriba tirando de Iván y llamando a voces a Miriam. No encontré respuesta. Me desesperaba. ¿Qué coño estaba pasando? Iván me seguía gritando a voz en grito que su madre había muerto, que tenía miedo… que me temía a mí. No le escuché. Entré en todas las habitaciones, desesperado, gritando. Entonces me llegó la voz de Miriam desde el salón, gritando, pidiendo ayuda.

—¡Hijo de puta! —grité. Ese maldito bastardo estaba con Miriam. ¡Todo era por su culpa! ¿Era una venganza? ¿No había muerto en realidad? Me estaba volviendo loco.

Encerré a los niños en su cuarto y les dije que no se movieran de ahí. Cerré y corrí hacia las escaleras, pero me detuve al llegar, horrorizado. La planta inferior estaba en llamas y en medio del salón vi, al bajar algunos escalones, a Miriam, rodeada de llamas como un velo dorado. Su carne se quemaba, sus ojos se derretían, su voz se convertía en una llamarada inaudible. Grité, horrorizado. Volví atrás. Debía sacar a los niños de aquel infierno. Entré en la habitación y me encontré con Miriam sentada en la cama, llorando con una foto de los niños en sus manos.

—¿Por qué? —me preguntó al entrar—. ¿Por qué Raúl le haría esto a nuestros hijos?

Entré y la abracé sin más. Ambos lloramos.

—¿Le cogerán? Dime que sí, por favor, cariño. Quizás María aún esté viva —me dijo, y a mis ojos acudieron unas lágrimas de ira y furia. Grité con fuerza, la alejé de mí. Vi el miedo en sus ojos. Ella también temía; me temía a mí.

Comprendí entonces qué pasaba. Lloré, grité, golpeé la pared repetidamente. Con mis viajes había creado líneas temporales análogas a la nuestra, y ante mi negativa por seguir el ciclo, ahora se entrecruzaban. Raúl, el fuego, el cáncer… era todo a la vez. Sólo había una salida posible, una forma de cerrar el ciclo, de hacer prevalecer sólo uno de los tiempos; el mejor, a ser posible.

Salí de la habitación y me encontré con Raúl de nuevo

—¿Estás bien…? —no le di tiempo a terminar la frase. Le pegué un puñetazo entre los ojos, partiéndole la nariz, y lo dejé allí tirado, sangrando como un cerdo.

Bajé a la carrera y me encontré con Miriam y los niños sentados en el sillón. La imagen de la película seguía congelada en la pantalla.

—¿Estás bien? —me preguntó mi esposa, alarmada al ver mi rostro. Me quedé allí unos segundos, indeciso. ¿Debía sentarme y hacer como que no había pasado nada? No, no, no podía. Volvería a pasar. Sabía que no eran alucinaciones; el dolor de mi mano magullada lo atestiguaba. Debía pararlo. Ya.

—Tengo que buscar algo en el garaje. Seguid sin mí, por favor —dije, y me dirigí hacia allí.

Cerré la puerta y la atranqué. También la otra. Primero llamó Miriam a una puerta, preguntando que qué pasaba. Luego, desde la otra, Raúl preguntaba si me encontraba bien.

El revólver quema en mi mano como una llamarada helada. No puedo desprender la vista de él; me tiene hipnotizado, atado a su significado, esclavizado al poder que me otorga, al destino que me aguarda, al que me lleva. Sólo desvío la mirada unos instantes, el tiempo suficiente para mirar la hora en el reloj de cocina que cuelga sobre la puerta negra. Las doce menos tres de la madrugada. Ya queda menos. Todo terminará al fin; a las doce, como aquella primera vez, como todas. El revólver quema en mi mano. El tiempo pasa. Los niños lloran aterrados desde el otro lado de la puerta. Se queman, dicen, y yo no hago nada por impedirlo.

Es la hora. Las campanadas del destino atronan en silencio al son del minutero del reloj. Preparo el arma. Me imbuyo de fe. Si no me equivoco, algo que no soy yo va a aparecer en la Habitación Oscura. Si no me equivoco, nunca he sido yo con el que he hablado. Sea lo que sea, sea quien sea, es el causante de lo que está pasando, estoy seguro. Levanto el arma, acaricio con suavidad el gatillo. Avanzo. No tengo miedo. No siento nada. Cojo la manilla de la puerta y abro con rapidez, apunto al bulto, preparado para disparar.

Nada. Nadie. ¡Joder, me he equivocado! Pero no puedo confiarme. Mantendré un poco más el arma preparada. Si aparece algo, lo que sea, morirá.

Joder, cinco minutos y nada. El brazo me duele. Tendré que pensar en otra cosa. Bajo el arma y cierro la puerta. Hay un cambio en el aire, un movimiento… una presencia. Levanto la vista, pero no me da tiempo a levantar de nuevo el arma; apenas si me da tiempo a verme allí, en el círculo, apuntándome con el mismo revólver que ahora empuño. Un fogonazo y un ruido ensordecedor me ciegan y me ensordecen. Un dolor súbito, atroz, explota en mi estómago y me hace doblarme. No puedo evitar pensar en la muerte de Raúl, pero él no estaba preparado para defenderse del segundo disparo. Yo sí. Levanto el arma, dispuesto a devolver el tiro, pero no hay nadie ya a quién disparar.

¡Dios, cómo duele! Joder, sale mucha sangre. ¿Por qué? ¿Por qué ha pasado esto? ¿Voy a morir de una forma tan miserable? Joder… No quiero morir… no así… no… no voy a morir solo.

¡Mierda, mierda! Es eso… soy yo quien me ha disparado… he de volver… volver al pasado y dispararme. Dios, es tan ridículo… no quiero morir. Pero he… joder, he de cerrar el círculo. Apenas puedo levantarme, Dios, cómo duele. ¿Es esto todo lo que puedo hacer, tambalearme hasta la Habitación? Debo terminar con esto pronto, antes de que me desangre o caiga inconsciente. Joder, piensa en tus hijos, en tu mujer. Puedo hacerlo.

Entro en el círculo. Pronuncio las palabras; corren raudas a mi boca, ardiendo en mis labios con el deseo de aniquilarme. Las doce y seis de ese mismo día, ése es el destino.

El aire se mueve, pero no cambia nada más. Me veo más allá de la puerta, cerrándola, mirando al suelo, pensativo. Jodido cabrón… ese no debo ser yo. Debo pensar así, si no, no podría hacer lo que he de hacer. Levanto el arma. Me ha visto, pero no reaccionará a tiempo. Aprieto el gatillo, y el estruendo en una habitación tan pequeña vuelve a ensordecerme. Pronuncio la palabra, he de volver antes de que reaccione. Es el destino, no yo. Debo creer en eso.

Siempre he sido un hombre de fe. No creo en Dios, ni en los hombres, nada de eso; pero tengo una fe inamovible en mí mismo. Quise buscar una cura para mi esposa y la encontré por mis propios medios, desafiando la realidad, pero no soy Dios, no puedo gobernar lo ingobernable. A él me encomiendo ahora. No por mí; por Miriam, por María, por Iván.

El cañón de la pistola quema en mi sien como una llamarada helada. El dolor me consume desde el estómago como un gusano ígneo. En la puerta del salón mi familia me llama con gritos aterradores. Desde la del jardín, mi vecino, mi amigo, el cabrón al que maté, intenta echar la puerta abajo; piensa que voy a hacer una tontería. Las campanas del destino resuenan en mi cabeza.

Todo cambiará. Mi destino, el de mi familia. Esto es lo último que puedo hacer. Te quiero, Miriam.

—¡Joder, deja de temblar! Vas a tirarme. Y si me tiras, el palo se quitará y la persiana caerá y dejaremos a Lolo dentro. ¡Pasa de una vez!

—Estoy cagado de miedo…. ¿Qué quieres que haga?

—Comportante como un tío de quince años, gilipollas. ¡Entra de una vez!

Emilio entró al fin y lo observó todo como un gato asustado, omitiendo las chanzas nerviosas de Lolo y los improperios de Miguel desde la ventana, que resoplaba mientras aseguraba el palo que mantendría abierta la ruta de escape. Recorrió nervioso la habitación con el haz de su linterna. Hacía mucho que no se usaba aquel garaje, pudo deducir de la capa de suciedad de años que lo cubría todo. Huellas de gatos y de ratones y ningún rastro más de vida.

—¿De verdad creéis que hay fantasmas aquí? —preguntó con la voz temblorosa.

—Eso dice todo el mundo en el barrio —dijo Mercedes, que acababa de entrar por la ventana y, como acababa de hacer él, lo alumbraba todo con curiosidad pero sin miedo. ¿Es que sólo él tenía miedo?

—Voces, luces y gritos —dijo entonces Miguel, entrando al fin y reuniéndose con sus amigos. El trozo de madera parecía resistir estoicamente el peso de la persiana—. Si no hay fantasmas aquí, es que no existen —afirmó con seguridad fruto de una experiencia que se inventaba. Avanzó unos pasos, recorriendo con su linterna la habitación. Las cuatro linternas serpenteaban recorriéndolo todo, como ojos ígneos buscando Anillos de Poder. Miguel siguió avanzando con una entereza envidiable, y pronto fue seguido por los demás. Serpenteó a través de varios muebles mugrientos y se dirigió a una puerta en el fondo—. Por aquí se llega al salón; estaremos más cómodos y, posiblemente, tendremos más suerte.

—¿No crees que sería mejor hacerlo en el cuarto de matrimonio? —sugirió Mercedes, que andaba con desparpajo apartando objetos con pataditas de desdén. A Emilio le ponía nerviosa aquella chica, la autoproclamada (sin objeciones) novia de Miguel. Lejos de tener miedo, parecía disfrutar con todo aquello.

—No —respondió Miguel—. Los niños murieron quemados en el salón. Es el mejor sitio.

—Dicen que aquí murió el padre, que se voló la cabeza frente a ese trastero —añadió Lolo con voz temblorosa. Emilio sintió un extraño alivio al ver que no era el único miedica del grupo. Pero lo del suicidio le puso los vellos de punta. Comenzó a pensar que no había hecho bien en venir.

—Tampoco sería mal sitio —dijo Mercedes—. Se dice que mató el mismo a los niños y a su mujer en un ataque de celos y escondió los cadáveres en ese trastero. Luego prendió fuego a la casa y se disparó él. Eso dicen.

—Pero los niños murieron en el salón —repitió Miguel con enfado, volviéndose y alumbrándonos a los tres con la linterna—. Donde estén los niños, estarán los padres. Es lógico —dijo, y tenía su sentido.

Miguel y Mercedes encabezaron la marcha, seguidos por Emilio y Lolo, pegados el uno al otro más de lo que mandaban los cánones quinceañeros. El salón era grande, espacioso, sobre todo desde que habían quitado los muebles; ya no había nada que robar, como bien se hizo eco Miguel. Había, no obstante, una mesa cubierta de polvo y algunas sillas, rotas pero utilizables. Se sentaron alrededor de la mesa y Mercedes encendió unas velas que traía en la mochila. Miguel extendió el tablero de ouija y sacó la moneda.

—Dicen que a veces se oyen los gritos de los niños al quemarse —dijo Miguel cuando el silencio se hizo demasiado opresivo. Emilio hubiese preferido seguir en silencio—. Después del fuego, se gastaron una pasta en restaurar la casa, y no habían terminado cuando la madre murió de cáncer. Luego el padre no soportó todo aquello y se voló la cabeza. También está la historia de los celos, claro.

—Oí decir —continuó Mercedes— que el vecino de al lado apareció muerto poco antes con dos tiros, uno en la cabeza. Imaginaos el cerebro desparramado por ahí —dijo con un brillo extraño en la mirada, más intenso y perturbador que el mero reflejo de las velas —. Dicen que fue con la misma pistola con la que se suicidó el padre; quizás ese tío se acostaba con su mujer. Así que mejor para nosotros; estaba loco, posiblemente. Los locos siempre acuden pronto y hacen cosas divertidas —dijo sacando la lengua coquetamente. Emilio apartó la mirada. No la soportaba. A ella le encantaban estas cosas y no era la primera vez, decía, que lo hacía; de ella fue la idea de arrastrarlos hasta allí. Pero había algo en ella que la atraía, una naturaleza salvaje, sensual, que igual que le repudiaba le atraía.

—Está bien, empecemos —dijo Miguel—. Poned todos suavemente el dedo índice de la mano derecha sobre la moneda.

Obedecieron. Emilio tenía miedo, pero una parte de él disfrutaba con el morbo de todo aquello. Quería correr a casa y dormir con la luz encendida el resto de su vida, pero también quería que ocurriese algo extraordinario aquella noche, en aquel lugar. Era una sensación agridulce que le dio una subida de adrenalina. El contacto con el dedo de Mercedes, curiosamente, no le parecía ahora tan repulsivo como pensaba.

—Vamos allá. ¿Hay alguien ahí?

Silencio. La moneda permaneció fija, como riéndose de su estupidez. Pero de repente se movió. Lentamente, arrastrando sus dedos hacía el Sí del tablero. El silencio se hizo más espeso. Emilio tenía ganas de llorar, pero luchaba por no hacerlo. Le castañeaban los dientes, así que apretó la mandíbula con fuerza.

—¿Eres el padre? —preguntó Miguel. La moneda empezó a dar una vuelta alrededor del Sí. —Genial… —susurró Miguel—. ¿Mataste tú a…? —de repente se calló. Frunció el ceño.

—¿Qué ocu…? —empezó a preguntar Mercedes, pero Miguel le chistó para que callase.

—He oído algo —respondió, levantando el dedo de la moneda. Lolo gimió junto a Emilio. Él no pudo evitar las lágrimas por más tiempo.

—Vamos, hombre —bufó Mercedes—. Ya les hemos asustado bastante. Empecemos de una vez.

—No, joder. He oído algo, es en serio.

—He dicho que…

No terminó la frase. Ahora lo escucharon todos. Unas risas, de niños, del piso superior. Una voz de mujer cantaba. El salón estaba en silencio.

—Creo que… me he meado —dijo Lolo con voz rota. No hubo chanzas, ni risas. Todos miraban la escalera con mudo pavor, con idéntico miedo. Mercedes se levantó. Temblaba.

—Subamos. Tenemos que verlo.

—¿Estás loca? —exclamó Miguel—. Nos vamos de aquí ahora mismo.

—No nos harán daño. Están muertos, no pueden hacernos nada.

—¡He dicho que…!

—Dejaré que me toquéis —dijo entonces ella—. Os tocaré. A todo el que suba conmigo. Debo verlo y no quiero ir sola.

—¡Iré! —exclamó Emilio, sin saber muy bien por qué. Se sentía excitado, quizás por el miedo, quizás por el contacto con Mercedes y su sugerencia. Quizás ambas cosas. Estaba aterrado, sí, pero había sentimientos más fuertes que el miedo.

—Yo también —dijo Miguel, mirando a Emilio con odio.

—No me dejaréis solo —añadió Lolo, llorando a lágrima viva.

—Vamos allá —dijo entonces Mercedes, y los tres chicos la siguieron haciendo una piña a su alrededor.

Comenzaron a subir la escalera con cuidado de no hacer ruido, no más que el de los dientes castañeando y algún sollozo reprimido. Llegaron al piso superior y se dirigieron a la derecha, de donde venían las voces. A Emilio le temblaban las piernas. La euforia empezaba a desvanecerse y la idea de tocar a aquella loca ya no le parecía tan atractiva. Estaban apenas a dos metros de la puerta. Sólo un poco más. Un paso. Otro. A cada lado, Las puertas de las habitaciones les veían pasar con sus ojos de madera, acusadoramente, de forma siniestra. Había algo en aquel pasillo que les puso a todos los pelos de punta. Las voces se escuchaban ahora más claras. Un niño y una niña. La mujer sería la madre casi con toda seguridad. Sonaban tan reales, tan tangibles…

De repente la puerta por la que pasaban se abrió de golpe, como las fauces de un lobo, y les bañó la luz. De la habitación salió un hombre que se abalanzó sobre quien tenía más cerca, Miguel, y le cogió por el brazo.

—¿Qué demonios hacéis en mi casa?

  Miguel gritó. Emilio gritó. Lolo gritó. Mercedes golpeó una de las manos de aquel hombre con la linterna, liberando así al muchacho.

—¡Corred! —gritó, y no tuvo que repetirlo.

Era un sin sentido. Donde antes había oscuridad, ahora había luz. Ya no había polvo ni suciedad, ni ruinas, ni habitaciones vacías. Había ahora muebles, cuadros… vida. Es como si se hubiese colado a robar en una casa habitada. Emilio estaba aterrado. Corría golpeando y empujando a sus amigos por el afán de salir de allí. Alguien bajó el último tramo de las escaleras rodando. Creyó ver a Lolo, gritando mientras caía.

Llegaron al salón y se quedaron petrificados. Justo en frente, más allá de la mesa donde estuvieron sentados, una llamarada súbita surgió de la nada con una fuerza voraz, expandiéndose por todo el salón como si éste estuviese empapado de gasolina.

 —¡Joder, la casa se quema! ¿Qué está pasando? —exclamó Miguel, retrocediendo un paso, alejándose de las furibundas llamas que devoraban el salón.

—¡No son reales! —exclamó Mercedes—¡No puede ser tan fuerte en tan sólo un instante! ¡Corred! —dijo, lanzándose hacia delante.

—¡No, detente! —exclamó Emilio, sujetándola del brazo—. Ese hombre tocó a Miguel. ¡Lo tocó! ¡El fuego también puede tocarnos! ¿No sientes el calor?

—¡Vamos a morir achicharrados! ¡Tenemos que salir! —chilló Lolo.

No perdieron tiempo. Como un solo ente corrieron hacia la puerta del garaje. Emilio fue el último en entrar. Miró atrás. De entre el fuego apareció el hombre, el supuesto asesino, el suicida. Las llamas no le tocaban, como si fuese un espíritu del fuego, un efreet.

Les seguía. Cerró la puerta del garaje y la atrancó con un madero que había cerca. Se volvió y apuntó con la linterna hacia la ventana por la que ahora salían sus amigos. De nuevo a oscuras. De nuevo ruina y desolación, polvo, basura. Lolo ya había salido. Mercedes lo hacía ahora y tras él se lanzó Miguel. Al pasar golpeó el palo, que cayó hacia fuera. La persiana se desplomó como la entrada de una tumba, impidiendo la huida.

—¡Eh! ¡Levantadla! ¡No puedo salir! —gritó Emilio mientras intentaba en vano levantarla él solo. Antes tuvieron que hacerlo entre los tres y haciendo palanca con el leño —. ¡Ehhh!

—Espera, no podemos… —escuchó la voz de Mercedes desde el otro lado.

—Corre, estúpida. No pienso acercarme más a esa casa. ¡Corre!

—¡No, no podéis dejarme aquí! —gritó Emilio, llorando, presa del pánico.

—Lo siento —le llegó la voz de Mercedes desde el otro lado. Tras eso, pudo oír cómo se alejaban los pasos.

Se volvió, fuera de sí. Intentó tranquilizarse. Alumbró la puerta que daba al salón, al otro lado del garaje. Silencio. Oscuridad. Debía encontrar una salida. Sabía que la mayoría de puertas y ventanas estaban tapiadas, a excepción de por la que habían entrado. Había estado tapiada, pero habían estado haciendo un agujero los últimos días para pasar un buen rato entre fantasmas. Menuda gilipollez. Emilio estaba aterrado. Quería volver a casa, a la tranquilidad de su cuarto, al resguardo que le brindaban sus padres. Debía salir. Quizás por el piso de arriba… o quizás ellos le dejasen salir. Si les hablaba, si les explicaba…

Dio un paso. Otro. No tenía otra salida, se repetía una y otra vez. Otro paso. Uno más. Pasaba ahora junto al trastero de puerta negra donde, recordó, se había suicidado el padre. Sintió un escalofrío y dio otro paso. Escuchó un leve ruido a su izquierda. Paró en seco, sin atreverse a mover un músculo, respirando con dificultad.

Se giró poco a poco hacia aquel cuartillo. La puerta estaba entreabierta y salía una luz tenue de su interior. El ruido que había oído bien podía ser el del interruptor. Estuvo unos momentos inmóvil, decidiendo qué hacer. Se dijo, por fin, que si iba a pedir permiso para salir, podía hacerlo ahora mismo. Cuanto antes, mejor.

Avanzó hacia la puerta despacio. El foco de la linterna temblaba sobre la puerta al ritmo que le marcaba el miedo. Cogió la manilla y tiró de la puerta, despacio.

No encontró ningún tipo de fantasma allí, como temía; ningún cadáver, ningún niño en llamas. Estaba él. Simplemente. Se miró, petrificado, sin entender y temiendo hacerlo.

—No temas —dijo su otro yo—. No voy a hacerte daño. Hay algo que tengo que decirte y tengo poco tiempo. Debes tener fe. En mí, en ti. Hay algo que tengo que decirte…


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