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Cristales rotos
Primer relato escrito para el curso de Narrativa I de Caja de Letras. Da comienzo a "Relatos de Pharodie", una serie de relatos encadenados. El tema era "Tema libre" (2019)
Por Frandalf Publicado en Curso Narrativa I, Fantasía, Relatos de Pharodie en 2 de agosto de 2020 Un comentario 7 min lectura
Tinta derramada Anterior Acto de fe Siguiente

Uno, simplemente, no le dice a Greg el Leñador que su madre es la más fea de la región. No porque fuese mentira; de hecho, era bastante cierto. Pero claro, a Greg no se le podía recordar tal cosa, porque no soportaba que mentasen a su madre. Y porque Greg el Leñador era realmente pescador, y si le llamaban así era porque había partido en dos un tronco con sus manos desnudas. Un tronco grande.

Dion pensaba en todo esto mientras se daba cuenta que estaba tan borracho como para decirle tal cosa a Greg y no lo suficiente como para no arrepentirse de haberlo hecho. Greg se cernió sobre él como una tormenta amenazante, sus músculos tensados como sólo pueden hacerlo aquellos capaces de romper troncos con las manos. No, decirle a Greg que el único motivo por el que lo engendraron fue porque su padre era ciego no fue la mejor idea del mundo. Por muy cierto que fuese.

Así que, ante lo que se le venía encima, hizo lo que le pareció más sensato: levantarse de la mesa que compartía con su futuro asesino y huir. 

No contaba con su borrachera, claro.

Lo que debió ser un salto y una corta carrera hasta la puerta se convirtió en cambio en un nauseabundo intento de ponerse en pie, que lo dejó aturdido. A lo único que pudo aspirar fue a intentar no perder de vista el enorme puño que volaba hacia su cara.

La borrachera se esfumó de golpe. Algo se rompió y se soltó en su boca, llenándola del cobrizo sabor de la sangre. Su vista se oscureció, y sintió cómo el suelo corría a su encuentro

Bueno, no ha sido una mala vida, llegó a pensar, lacónico, antes de que la oscuridad lo reclamase.

Pero, la verdad sea dicha, sí que lo había sido.

Ese último pensamiento consciente fue lo primero que se le vino a la mente cuando el bofetón de agua fría lo despertó. Abrió los ojos de golpe, aturdido. Tardó unos instantes en darse cuenta de que estaba en plena calle, apoyado contra una pared. Una forma oscura se cernía sobre él con un cubo en las manos, recortándose contra la noche.

—Menudo idiota estás hecho, ¿eh? —dijo la sombra, con la voz cargada de alcohol. —Tienes suerte de que comenzase una pelea para salvarte el pellejo.

—¿Merín? ¿Qué coño… —calló de golpe, llevándose la mano a su mandíbula. El diente faltante y el labio partido le laceraban la boca al intentar hablar.

—¿Que qué ha pasado? Que Greg estaba a punto de reventarte la cabeza. —Ofreció una mano a Dion para levantarle, pero estaba tan borracho que de no haber sido por la pared hubiesen terminado los dos en el suelo. —Así que no me quedó otra que estamparle una… burp… botella en la cabeza. Se giró y señalé a… no sé… Junken, creo. Y de la misma bolsa de la que sacó el puñetazo que te regaló le ofreció otro a él. Y… bueno, sus amigos se metieron, los de Greg también y… ya sabes, te saqué a rastras en medio de la confusión.

—Gracias, supongo —dijo Dion, sacudiendo la cabeza en un intento de sacudirse el dolor y los restos la borrachera. No estaban lejos de la taberna, la cual derramaba la luz de su interior en la oscuridad de la calle como una acogedora invitación, tres casas más allá.

—No hay de qué… burp. Bueno, ¿dónde vamos? Posiblemente La Pocilga siga…

—No —respondió secamente Dion. Ese último pensamiento antes de desmayarse le ardía en la mente—. Prefiero irme a casa.

Merín lo miró, extrañado. Se encogió de hombros.

—Pues te acompaño. Además —dijo con una sonrisa traviesa bailándole en el rostro —, no fuiste lo único que saqué de allí —susurró mientras sacaba de su capa una botella —. Vino de Sunidra, de la mejor calidad. Verás cuando Leuret descubra que ha desaparecido, ¿eh? ¡Jaja!

Merín descorchó la botella con pericia y se la arrimó a la boca. Su rostro, le pareció a Dion, se transformó en una máscara grotesca que evidenciaba una necesidad angustiosa de beber de ese dulce néctar, como si, de alguna manera, aquel pudiese saciar una sed que, sabía, nunca se saciaría. Se preguntó si él también pondría esa cara cuando se emborrachaba, pero sabía la respuesta.

Echó a andar, taciturno y en silencio.

—Espera —Merín corrió hasta alcanzarle. —. Espera, hombre, ¿no quieres probarlo?

—No, Merín, no quiero —dijo con una furia que no sabía de dónde salía. No estaba enfadado él, sino consigo mismo. No era la primera vez que la felicidad etílica se convertía en una tristeza victimista y melancólica en la que se regodeaba un par de días. Pero algo le parecía distinto: Una convicción, una certeza de haber tocado fondo que le revolvía las tripas más que los mejunjes aguados que había bebido. No ha sido una mala vida, se había atrevido a pensar. Y una mierda. ¿Qué clase de vida llevas? De día deslomándote en el puerto y de noche dejándote la paga en poco más que meado de burra. Lo que siempre soñaste, ¿verdad?

—Anda, no me hagas el feo. No todos los días puedes probar algo así, ¿eh?

Se detuvo y miró fijamente la botella que le tendía. La cogió y levantó para mirarla a la luz de las lunas, que arrancaba destellos carmesíes de su interior. No quería seguir bebiendo, pero tenía tanta sed, necesitaba tanto un… necesitaba…

Tu vida dependerá de una botella le había dicho una vez una vieja bruja de la que se había reído con su camarilla de borrachines hacía unos años. Y, aunque lo intentes, nunca podrás abandonarla. ¡Te aferrarás a una como si el mundo dependiese de ello! lemaldijo con una risa escalofriante.

—No, Merín. No quiero —repitió —. Y no querré nunca más. Aunque el puto mundo dependa de ello.

—¿Eh?

—Ya me has oído –dijo, mientras miraba hacia arriba. Un poco más allá, la muralla interior de la ciudad se erguía hacia las estrellas. Dos figuras recortadas contra la noche hacían guardia sobre ella. Sintió como una renovada convicción le recorría con fuerza–. Dejaré de beber, dejaré el puto trabajo en el puerto y me alistaré en la milicia. A Raela le gustan los hombres de uniforme, la he visto flirtear con soldados. Y desde siempre he deseado serlo.

—¿Raela la panadera? ¿Te ha dejado tonto ese puñetazo? ¡Ja! Antes de que dejes la bebida me hago yo soldado. ¡Menuda tontería!

Dion le miró con una sonrisa salvaje en la cara.

—Sea pues, te alistarás a la milicia conmigo —y, sin más, arrojó la botella hacia la muralla, donde se hizo añicos ante los sorprendidos ojos de Merín.

Dion no lo sabía aún, pero conseguiría dejar de beber, a la chica y entrar en la milicia –con Merín incluido–. Lo que no podía saber es que, al arrojar la botella contra aquella muralla, sobresaltó a alguien que no debía perder la concentración, iniciando una serie de casualidades que pronto amenazarían con engullir la ciudad entera. Y una vieja vidente, en algún lugar del mundo, pensó: Maldito imbécil, mira que se lo advertí.

Narrativa I Pharodie


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