Extracto de “Los Viajes de Arión” Narrado por Arión Kuylómë y registrado por Ferumbras de Rivendel
—Yo antes amaba el mar, y lo hacía desde que puedo recordar. A menudo jugaba en la orilla con las caracolas y me deleitaba con las espumosas olas. Disfrutaba del olor salino que me envuelve en cada momento, mas sólo tristeza produce ahora en mi corazón, y el hermoso azul de sus profundidades me hace llorar a veces… ¿visteis alguna vez el mar? ¿Visteis su terrible enormidad? Me refiero antes de…
—¿Antes de mi ceguera? Has de saber que mi ceguera es de nacimiento, por eso entre los míos se me conoce como Kalmûtir, El Que no ha Visto el Sol, aunque entre los hombres se me conoce como Arion. Aunque la respuesta a tu pregunta es sí. He visto el mar; su grandeza y belleza hicieron mella en mí el día que lo contemplé por primera vez y, como cualquier Eldar, siento mi destino atado a él. Mas no preguntes aún como lo vi a pesar de mi ceguera, pues eres tú el que cuenta una historia. Ya me llegará el turno de narrar a mí, y entonces te contaré lo que deseas saber.
—Decís cosas que no entiendo, pues no sé que es un Eldar, mas continuaré mi historia y luego haré las preguntas que en mi mente se arremolinan. Amaba el mar… como también lo amaba mi padre. Él era pescador. Amaba al mar tanto como amaba a mi madre, decía, y el mismo miedo le tenía, aunque nunca llegué a comprender eso… Recuerdo que me sentaba en la orilla, con las moribundas olas lamiendo mis pies desnudos. Me llevaba largas horas oteando el horizonte, en busca de la barca de color verde de mi padre. Y cuando al fin la veía, esperaba hasta que estuviera suficientemente cerca para nadar hacia ella. Y mi padre me recogía del agua y me besaba, tan contento como yo de volver a vernos… Pero hubo una vez que no regresó… Hará tres meses, una tormenta arrasó esta zona. Y cuando pasó, todas las tardes esperé sentado en la playa el regreso de la barca verde de mi padre… mas no regresaba y un gran miedo creció en mi interior… y en el de mi madre, sobre todo en ella, pero no supe darme cuenta… Entonces, hace cuatro días desperté sólo en nuestra cabaña. Mi madre no estaba y la busqué dentro y fuera de la casa, hasta que al fin encontré sus huellas, que conducían directamente al mar. Desde ese momento les esperé en la playa, y si vos no me hubieseis encontrado, temo que hubiese ido tras ellos… Por eso ahora odio el mar.
—Siento mucho lo de tus padres, pequeño Iradmir. Sin duda el mar es hermoso, pero también terrible en su grandeza. Ossë es irascible, y de gran ímpetu, y a veces paga su furia con los pescadores… Mas perdona, no debí sacar el tema. Una suerte fue sin duda haberte oído llorar desde el camino, pues te sumías en una oscuridad que a no tardar te habría engullido. Dime, Iradmir, ¿tienes familia en el pueblo que hay camino adelante? ¿O alguien que se pueda hacer cargo de ti?
−No, mi señor. Mi familia yace ahora en los confines del mar. No me queda nadie… y ningún pescador se hará cargo de un niño de doce años, y más si es el hijo de Orphen. Pocas veces fui al pueblo con mi padre, pero las suficientes para saber que no era bien recibido allí.
—Entonces sólo una cosa podemos hacer, Iradmir. Dime, pequeño, ¿has ido más allá del pueblo? ¿Del bosque que bordea el camino?
—No, mi señor. Apenas si me he alejado de mi casa. Sólo las veces que he ido al pueblo.
—Pues nada te ata ya a este lugar, entonces. El mundo se abre ante ti, y en tu mano está el camino a seguir.
—Entiendo vuestras palabras, pero mi mundo es mi cabaña y la playa; y el pueblo, a lo sumo. Me perdería nada mas partir.
—Por eso te propongo que viajes conmigo y seas mis ojos, pues avanzo despacio por culpa de mi ceguera. Mis pasos me dirigen a Pelargir. ¿Has oído de esa ciudad?
—¡Pelargir! De los fieles del Mar y las Estrellas. Oí de boca de mi padre, que me habló de su belleza y grandeza. Admito que siempre deseé verla, pero jamás pensé que tuviese oportunidad…
—Pues yo ahora te la brindo. ¿Qué me dices?
—Vos me habéis salvado de una muerte cierta, bien en el fondo del mar, bien en garras del hambre. Como pago, seré vuestros ojos.
—Y a cambio, te enseñaré el mundo a través de ellos. Ahora recoge tus cosas, sólo lo más elemental. Ropa, comida, y lo suficiente para que jamás olvides tus orígenes.
Pasaba el medio día cuando Iradmir salió de la pequeña cabaña en la que había pasado las doce primaveras que llevaba de vida, seguido de cerca por Arion, que guardaba un respetuoso silencio. Iradmir cerró la puerta y permaneció largo tiempo parado ante ella, preguntándose que sería ahora de ella, quien la volvería a habitar. Pasado un tiempo, se volvió y se encaró con el mar, y no pudo reprimir que una solitaria lágrima besase su mejilla. Se echó su pequeño saco al hombro y se reunió con Arion que le esperaba unos metros más allá, camino de la calzada que serpenteaba paralela a la costa hasta Gothel, un pequeño puerto costero al que antes hiciera referencia Iradmir.
—Estoy listo.
—No te preocupes, pequeño Iradmir. No es el llorar un acto humillante, más bien lo contrario.
—¿Y como sabéis que estoy llorando? ¿Cómo podéis verlo?
Arion sonrió divertido.
—Debes saber que cuando alguien pierde un sentido, todos los demás se agudizan, y lo que no son los sentidos también. Tu voz rota y tu respiración entrecortada te delatan. Ahora vamos, Iradmir. Guíame hacia Gothel; avísame de cualquier bache u obstáculo que se presente en el camino, y no te preocupes por mí el resto del tiempo, pues mi Khendeyul me guiará tal y como ha hecho hasta ahora.
—¿Khendeyul?
—Mi Ojo de Madera —dijo Arion mientras le mostraba a Iradmir una robusta y larga vara de madera de sauce de un intenso color negro y con runas de brillante plata recorriendo todo el cuerpo del bastón —Fue un regalo de mi madre, cuando yo aún era joven, y desde entonces ha permanecido conmigo y ni un solo día me he separado de él.
—Decidme, Arion, ¿de dónde sois? Claro queda que no de por aquí, pues vuestros rasgos son diferentes a los de la gente de estos lares. La belleza de vuestro rostro, vuestro pelo liso y claro como la luna… No, no hay gente como vos por aquí.
—Nací en el Bosque Negro, muy al norte de este lugar.
—Jamás oí de tal sitio.
—Te aseguro, Iradmir, que el mundo es mucho más basto y hermoso, en su gran parte, de lo que eres capaz de imaginar. Te hablaré del Bosque Negro, al igual que de las tierras de Arnor, o de Minas Tirith, o de las verdes praderas de Rohan. Muchos lugares he visitado y de todos te hablaré a su debido tiempo, más el camino hasta el pueblo es corto y no es de mi agrado dejar una historia a la mitad, así que, si me lo permites, te lo contaré más adelante.
—Pues lleguemos al pueblo cuanto antes; estoy deseoso de saber sobre el mundo que me rodea.
—Sabrás de él, no te impacientes. Y vivirás sus maravillas, y disfrutarás de lo hermoso de la obra de los Valar, pero todo a su debido tiempo.
Cientos de preguntas acudían a la mente de Iradmir mientras caminaban hacia Gothel, mas se abstuvo de realizar alguna. Estaba contento, pues teniendo la mente ocupada no recordaba los tristes sucesos acaecidos semanas atrás. Quitó de su mente tales pensamientos y, durante todo el camino, se negó a mirar el resplandeciente océano que se extendía a la derecha de la poco transitada calzada. Arion caminaba junto a él con paso relajado, tanteando el suelo con su Khendeyul, y tal como había prometido, Iradmir le advirtió de todos los obstáculos que en el camino se presentaban.
Y pasada una hora, llegaron a su destino.
—Te noto inquieto desde que entramos en el pueblo, Iradmir. ¿Qué ocurre?
—Ya os dije, mi señor, que mi padre no era bien recibido en el pueblo. La gente murmura a nuestro paso y nos señalan con el dedo.
—No te debe preocupar lo que la gente opine de ti o de lo que hubo de opinar de tu padre, Eru lo acoja en su seno. No sé que motivos les movió para repudiarle, y seas cuales fuesen, no deberían pagarlo contigo.
—Sobre tal motivo jamás me habló mi padre, pero siempre que venía al pueblo era por extrema necesidad, para comprar ropa y alimento, y sólo se relacionaba con aquellos pescadores con los que salía a pescar a veces. Y no me preocupa lo que piensen de mí, o que murmuren a mi paso o me señalen con el dedo, pues no es a mí al que señalan, sino a vos.
Arion se detuvo un momento e hizo así frenarse a Iradmir, que le llevaba de la mano para que no tropezase con nadie. Iradmir le miró extrañado y vio en la cara de Arion aflorar una sonrisa.
—Es normal que me señalen, muchacho. Como tú mismo has dicho, no hay gente como yo por estos lares. Muchos de estos pueblerinos jamás vieron a un Eldar —dijo Arion mientras seguía caminando.
—Eldar… ya me dijisteis en mi… —Iradmir tragó saliva — en mi antigua casa que vos lo erais, ¿pero que es exactamente un Eldar?
—Eldar es el nombre que Oromë nos dio antaño a los de nuestra raza, aunque luego sólo los tomaron los que le siguieron por el camino del oeste. Elfos, se nos llama en Tierra Media.
Ahora fue Iradmir el que paró su avance, y con él, el de Arion. El muchacho miró al elfo con los ojos muy abiertos.
—Vos… ¿sois un elfo?
Arion volvió a sonreír y asintió con la cabeza.
—Sí, lo soy Iradmir.
—Debí imaginarlo. He oído… he oído muchas historias sobre los de vuestra raza. Algunas de grandes proezas y hermosos reinos, y otras de horrorosas prácticas en las profundidades de vuestros bosques. Aunque me temo que en algunas de ellas exageraron algo más que un poco.
—No debes fiarte de todo lo que te digan y veas, Iradmir; es una regla de oro en el mundo que se abre ante ti, y cuanto antes aprendas la lección, mejor para ti. Algún día has de contarme las historias que sobre los Eldar has oído. Ahora vayamos a alguna posada, pues imagino que debes estar hambriento.
Minutos después, ambos se encontraban sentados ante dos platos humeantes; de pescado era el de Arion y de carne el de Iradmir, pues se negó a comer pescado nunca más.
—¿Tanto odias el mar, Iradmir, como para aborrecer su fruto?
—El mar se llevó lo único que en esta vida tenía. ¿Cómo poder amarlo? Viajaré con vos, pero espero que me llevéis tierra adentro, lejos del traicionero océano.
—Es curioso oír esas palabras de boca del hijo de Orphen —dijo entonces una tercera voz e Iradmir se volvió asustado y se encontró con un hombre robusto, de piel oscura y curtida y de fuertes brazos, al que reconoció como uno de los marineros que más despreciaba a Orphen. —Tu padre decía que amaba igual al mar que a su esposa, y mira donde le llevó su amor. Un destino algo curioso… alma en pena vagará hasta el fin, sin volver a pisar tierra… ¡Haces bien en odiar el mar, o acabarás como él!
—¡No oses hablar así de mi padre! —exclamó Iradmir rojo de ira, y pese a la diferencia de fuerzas, se levantó y planto cara al marinero.
—Eres muy distinto a tu padre, pequeño. Tienes valor… tu padre siempre fue un cobarde.
Se abalanzó entonces Iradmir hacia el marinero, pero Arion fue más rápido y sujetó al muchacho antes de que hiciese algo de lo que se podía arrepentir.
—Eres cruel, hijo de los hombres —dijo Arion —. ¿Qué intentas demostrar torturando a un niño? ¿Acaso te sientes más hombre?
—Quizás para eso debería desfigurar tu hermoso rostro, elfo —dijo el marinero, escupiendo la última palabra.
—¿Cuál es vuestro nombre, hijo de los hombres?
—Mi nombre es Surgán, pero tú puedes llamarme Señor.
—¡Gloría eterna a Surgán! —exclamó entonces Arion, altivo —. ¡Terror de Niños y Ciegos! Alabado será vuestro nombre.
Indignado, Surgán hizo intento de acercarse a Arion, pero otra voz surgió en la posada.
—Detén tu puño, Surgán. Deberías avergonzarte de tus actos. Si le vas a agredir, deberás pegarme a mi primero.
—Y también a mí —dijo una tercera voz
—Y a mí, sin duda —dijo una cuarta.
Surgán los miro iracundo. Retrocedió dos pasos y dijo:
—Recordad el nombre de Surgán, elfo, pues si nos volvemos a ver —dijo con burla —no podrás evitar que te haga tragar tus palabras —dijo. Dio media vuelta y se sentó más allá, junto a otros marineros. Y con ellos se chanceó de Iradmir y Arion.
El elfo agradeció la ayuda a los presentes y animó a Iradmir a que comiese pronto y saliesen rápido de allí. Y también estuvo escuchando lo que los marineros contaban, pues, aunque hablaban a veces en susurros, pocas cosas escapan al oído de un elfo, sobre todo si este es ciego, mas de lo que oyó nada contó a Iradmir
—Os lo agradezco, Arion —dijo el muchacho entonces.
—No tienes por que, amigo mío. Alguien debía darle una lección, pero no me gustaría estar en el pueblo más tiempo. Descuida, cuando partamos, no tendrás que volver a él, y ese Surgán será sólo un mal recuerdo. Ahora, ¡come!
Salieron del pueblo al comenzar la tarde y pusieron rumbo al este, alejándose, para alegría de Iradmir, de la costa, aunque acercándose al Anduin, pues la desembocadura de este no estaba a más de una semana de camino de Gothel. El muchacho estaba maravillado y entusiasmado, pues al mirar los bosques, las lejanas montañas, el mundo que ante él se abría, empezaba a comprender la bastedad de la tierra en la que vivía. Y durante toda la tarde preguntó Iradmir a Arion sobre la Tierra Media, sus parajes y sus reinos, y también sobre sus gentes; y a todas las preguntas respondió éste complacido. Y llegado un momento de la tarde, Arion decidió descansar y aprovechar para enseñarle algo al muchacho.
Se sentaron en unas rocas que yacían no muy lejos del camino, y allí comieron algo de queso para reponer fuerzas. Y una vez acabado, Arion sacó de su bolsa de viaje un largo tubo de marfil, y de él sacó lienzos y se los enseñó a Iradmir.
—Son estas pinturas de diversos lugares por donde he ido pasando. Minas Tirith y sus elegantes torres, Lothlórien y sus secretos, Rivendell y sus riachuelos… obsérvalos bien, Iradmir, pues algún día visitaras algunos de esos parajes.
—No tengo palabras para describir tanta belleza… —exclamó Iradmir impresionado. —Son perfectas… cada montaña, cada nube, cada casa… parece que los estoy viendo de verdad en vez de estar mirando una pintura. Aunque de todas, la que menos me gusta es ésta. ¡Oh! Olvidé que no la podéis ver…
—No te preocupes —dijo Arion mientras pasaba suavemente los dedos sobre el dibujo. —Los Puertos Grises… —dijo, y el muchacho se asombró de la sensibilidad de los dedos del Eldar. —No te gusta por que sale el mar, ¿cierto?
—Sí, mi señor. Aunque he de reconocer que el pintor supo plasmar la belleza del mar. Es tan… real. Tanto que me duele mirarla —dijo mientras la ponía debajo de todas. —A propósito… y perdonad mi arrogancia, pero…
—¿Para qué quiere pinturas un ciego? —concluyó Arion.
—Así es. Disculpad si os he ofendido, no era mi intención, pero era una duda que tenía. Aunque creo adivinar el por qué.
—¿A sí? Dime, ¿por qué piensas que las llevo? Y no te preocupes, tu curiosidad no me ofende.
—Es un alivio saberlo… Pues pienso que la lleváis por que, en cierto sentido, todos somos ciegos. Hay cosas que jamás llegaremos a ver con nuestros ojos, y vos, con esas pinturas, hacéis ver a la gente lugares que nunca verán. ¿No es así? Vos sois el que lleva la luz a los que no pueden ver.
—Me impresionas, Iradmir —dijo Arion sonriendo —El Que Lleva la Luz… No vas mal encaminado, pero hay cosas que no sabes.
—¿Cómo cuales?
—Que soy yo el que los pinta.
Iradmir abrió mucho los ojos, sorprendido por la revelación. En un primer momento pensó que no era cierto, que bromeaba, pero algo le decía que Arion no le mentía. Apunto estaba de preguntar sobre el asunto cuando Arion se levantó.
— Esta noche lo entenderás todo. Ahora sigamos. El camino hasta Pelargir es largo y hay cosas que debo hacer antes de llegar —dijo mientras cogía con fuerza su Khendeyul. Iradmir se levantó y guió a Arion hasta el camino.
El sol comenzó a morir por el oeste y las primeras estrellas comenzaron a brillar. Y en ese momento, Iradmir notó un cambio en su compañero. Su paso se hizo más seguro y más largo, por lo que el muchacho tuvo que esforzarse para alcanzar el ritmo de Arion. También notó que el brillo de las plateadas runas del bastón del elfo, su Khendeyul, comenzaban a pagarse, y en cambio los ojos de Arion tomaron ese brillo plateado y dejaron de ser blancos, como antes lo eran. E Iradmir sintió miedo, pues tuvo entonces conocimiento de que Arion podía ver, pues ya no necesitaba de la ayuda del bastón ni la suya propia para avanzar. Entonces Arion paró y miró a los ojos al muchacho, adivinando el temor que crecía en su corazón. Y estuvo un rato mirándolo, estudiando los rasgos de Iradmir, ya que era la primera vez que le veía.
—Comprendo tu incertidumbre, pero no has de temer el cambio que he sufrido. Es hora de que sepas más sobre mi, pero antes de eso, busquemos donde dormir.
Arion llevó a Iradmir a través del bosquecillo que crecía junto al camino y buscaron un buen lugar para pasar la noche. Una vez acomodados y encendido un fuego que les calentara, Arion comenzó su historia.
—Como ya te dije, entre los míos se me conoce como Kalmûtir, El Que no ha Visto el Sol. Entre los Eldar es muy extraño que ocurra lo que me pasó a mí. No suelen nacer niños ciegos entre los elfos. Y los míos sufrieron por mí, sobre todo mi madre, pues estaba condenado a no contemplar jamás la obra de los Valar. Y lo que más sentía era que nunca podría ver las estrellas, pues has de saber que los Eldar, los Elfos, somos el Pueblo de las Estrellas, como una vez nos bautizara Oromë, y de toda la creación, son las estrellas lo que consideramos más hermoso. Y tanto sufrió mi madre que buscó magia y conocimiento, y una vez encontrados, creó a Khendeyul, el Ojo de Madera. Y Khendeyul absorbe la luz solar de tal forma, que cuando cae el sol y comienzan a brillar las estrellas, el bastón introduce esa luz en mis ojos, y por pocas horas puedo ver, y de ahí que entre los númenoreanos se me conoce como Kuylómë, El Caminante Nocturno.
—Creo comprender lo que decís… aunque me resulta totalmente increíble… y maravilloso. Entonces, aprovecháis las noches para pintar, y por eso, ahora que lo pienso, en todas las pinturas es de noche y brillan las estrellas.
—Así es, pero no aprovecho las noches para pintar, pequeño Iradmir. Eso sería una doble ceguera.
—No comprendo…
—Pocas horas al día puedo ver, y no todas las noches. Si esas noches las dedicara a pintar, no podría ver nada más que el lienzo, y el don que mi madre me entregó sería desperdiciado.
—Entonces, ¿cómo hacéis para pintar?
—Cuando puedo ver, viajo deprisa, estudiándolo todo, impregnándome de los colores que me rodean. Luego, cuando el sol nace y mi vista muere, recreo las imágenes en mi mente y entonces pinto.
—Pero ¿cómo saber lo que pintáis, si no lo podéis ver?
—Ya te dije, Iradmir, que cuando alguien pierde un sentido, todos los demás se agudizan, y lo que no son los sentidos también. Y por los elfos es conocido, más que por ninguna otra raza, el uso de la magia, y de ella me sirvo a la hora de pintar. Pero no intentes darle más vueltas. Quizás cuando me veas pintar, lo entiendas mejor.
—Sois verdaderamente increíble —dijo entonces Iradmir con ojos risueños. —Pero ahora que lo pienso… si pintáis de día y andáis de noche, ¿cuándo dormís?
—Los elfos no necesitamos dormir, como les sucede a los hombres; aunque sí descansar, aunque no necesitamos tanto tiempo para ello.
—¿Y no seré yo un estorbo para vos, entonces?
—No te preocupes por eso. Sólo te pido que algún que otro día aceptes viajar de noche y dormir de día, o incluso no dormir hasta la noche siguiente. Y lo que haré será pintar en los momentos de sol que tú duermas.
—No hay problema por eso. Una última cosa… ¿qué haréis esta noche, en la que podéis ver?
—Velaré tu sueño y contemplaré las estrellas. Ahora duerme sin miedo, amigo mío. Mañana será un día largo.
Iradmir despertó bien entrada la mañana, pues la caminata de la tarde anterior le había dejado exhausto. Se levantó y buscó a Arion y lo encontró a la sombra de los primeros árboles y a él se acercó.
Estaba Arion pintando. La luz que brilló en sus ojos la noche anterior había desaparecido, dejando tras ella el color blanco que presentaba siempre. Delante de él había un soporte de madera, que como después supo, se llamaba caballete, que servía como soporte al lienzo, y que durante todo el camino había llevado desmontado y atado a la espalda. Muchas veces se había preguntado Iradmir que era ese artefacto, y ahora tenía su respuesta. Mas otra pregunta necesitaba repuesta, y no era otra que el modo de pintar que Arion usaba. El elfo parecía no haber notado la presencia del muchacho. En su mano izquierda sostenía una paleta de madera oscura con múltiples colores y en la derecha un pincel; a sus pies, siempre a mano, estaba su Khendeyul. Cuando estuvo más cerca de él, notó Iradmir que el elfo susurraba palabras ininteligibles, una especie de canto de hermosa melodía y durante un rato permaneció el muchacho delante de Arion sin atrever a interrumpir a su amigo, más pasado un tiempo le habló.
—Arion… —dijo tímidamente el muchacho. Como respuesta, el elfo le saludó con un cabeceo, mas no detuvo la salmodia, pero perdió esta intensidad y volumen, hasta que al fin Arion calló y dejó de pintar.
—Buenos días, pequeño Iradmir. ¿Has tenido un descanso agradable?
—Demasiado, me atrevería a decir… hemos perdido gran parte de la mañana —dijo turbado.
—No has de preocuparte por eso. No estas acostumbrado a caminar durante tanto tiempo. Pero verás que cuando te hagas al camino, podrás dormir menos horas, si te place.
—Así lo espero. Decidme, Arion. ¿Qué pintáis? —preguntó, pues una enorme curiosidad le corroía las entrañas, pero no quería acercarse a verlo hasta no tener el permiso del elfo.
—Acércate y míralo por ti mismo —dijo Arion mientras se apartaba un poco.
Iradmir se acercó y estudió el lienzo, y se vio sorprendido por el dibujo del elfo, pues había representado el claro donde habían pasado la noche, y el centro del cuadro, lo que más protagonismo tenía, era él mismo, dormido. E Iradmir desvió la mirada entonces y miró hacia el claro, donde los rescoldos del fuego aún humeaban, y donde las mantas y los bártulos estaban colocados, y luego miró al dibujo y se sorprendió de nuevo por la perfección, pues todo estaba tal como en el claro, a excepción de él mismo.
—Grande es tu habilidad con las pinturas, Arion. Apenas si he visto cuadros o dibujos en mi vida, pero al lado de los tuyos parecen borrones sin sentido.
—Gracias, amigo. Muchos años tardé en dominar el arte de pintar, a causa de mi ceguera, aunque parte del mérito, sin duda, es de los pinceles que un buen amigo me regaló, pues en ellos late el poder de la magia y gracias a ella puedo mezclar los colores y dar vida a los cuadros, al igual que pintarlos en menos tiempo que un pintor normal.
—Aunque el mérito es de vos, sin duda. De todas formas, y si queréis mi opinión, quizás deberíais haber oscurecido más el bosque, pues me pareció algo tenebroso cuando llegamos anoche, y no veo esa oscuridad en vuestro cuadro.
Arion rió divertido.
—Tienes razón, Iradmir. Tu juventud te hace ser buen crítico, pues dices las cosas tal como las ves y sabes reconocer la belleza del mundo. Lo que haremos pues, será que cuando veas un paraje que consideres hermoso, descansaremos en él hasta que lo pinte, pues me pasa a veces que por el día dejo atrás cosas que merecen ser pintadas. Y tú me contarás con tus palabras lo que el corazón te cuente de tales lugares, para hacerme una idea y poder pintarlo mejor. Y así, las pinturas serán de los dos, aunque sea mío el mayor trabajo.
—¡Será un placer! —contestó Iradmir, risueño.
—Pues ve y recoge las cosas, si me haces el favor. Mientras oscureceré el bosque, como bien me has indicado; mas tardaré quizás una hora, y tendrás que esperar sin molestar a que termine.
—Descuidad, no os molestaré. Estoy deseoso de ver el resultado —dijo Iradmir, y sin más, dio media vuelta y se dispuso a recogerlo todo.
Largos meses anduvieron Arion e Iradmir hacia el oeste, siguiendo el curso contrario al del Anduin. Y en esos meses la amistad entre ambos creció, al igual que el mutuo aprecio. Arion le hablaba a menudo de los hermosos lugares que había visitado y de las gentes que en ellos había conocido, e Iradmir atendía y preguntaba, ansioso de saber más sobre los parajes y secretos que la Tierra Media ofrecía a aquellos que quisiesen recorrerla. Y por hermosos parajes pasaron, y en todos se detuvieron; e Iradmir le explicaba a Arion cuando era de día y no podía ver, sobre lo que a él le parecía hermoso; y cuando llegaba la noche y el cielo se cubría de estrellas, Arion pintaba aquello que el muchacho le iba indicando. Y así pasó el tiempo hasta que al fin llegaron a la hermosa ciudad de Pelargir.
Llegaron una tarde a la cima de un cerro de prominente elevación, y al llegar a su cúspide, Iradmir se detuvo y así lo hizo también Arion, pues le llevaba de la mano.
—¿Qué ocurre, Iradmir? —preguntó Arion.
—Quizás me equivoque, mas no lo creo, pues con las descripciones que me disteis de la ciudad y su imponente tamaño, tengo la seguridad de que nos encontramos ante Pelargir.
—Descríbeme lo que ves.
—Dadme unos segundos… jamás vi ciudad tan grande y bulliciosa y me cuesta tranquilizarme.
—Tómate el tiempo necesario, no hay prisa —dijo Arion mientras apoyaba su cuerpo sobre su bastón.
—La loma en la que nos encontramos baja en suave pendiente. A nuestra derecha, y hacia delante, corre un caudaloso río, que debe ser el Anduin. Dos millas más adelante, y desde el Anduin, nace una muralla que se curva hacia lo lejos, rodeando la ciudad de tal manera que no logro ver bien el otro lado. Y tras el muro se extiende una ciudad, de grandes casas, y tras estas, un segundo río procedente del norte se une al Anduin, y en ese mismo lugar se encuentra lo que parece el centro de la ciudad, un enorme triángulo, rodeado por agua por todos lados, limitado por blancas y altas murallas; y es atravesado por sus tres lados por canales de agua que se unen en el centro, donde se levanta una hermosa torre que brilla dorada bajo el sol del atardecer. Y en ese triángulo hay casas aún más bellas y grandes que las anteriores, y enormes jardines. Y barcos, mi señor, cientos de ellos, pequeños algunos, enormes como jamás vi la mayoría; y grandes velas despliegan algunos y otros permanecen en puerto. Nunca vi cosa igual, mi señor, y de no haber repudiado el mar, ésta sería mi morada hasta el final.
—Has de saber sobre lo que me has contado, que sí, que el río que corre a nuestra derecha es el Anduin. Sobre la muralla, que sepas que la llaman la Muralla de Tarannon, construida antaño por un rey del mismo nombre. La ciudad que crece tras ella, son los barrios de plebeyos y comerciantes: la Ciudad Exterior. El río que lo limita, procedente del norte, es el río Sirith, y el triángulo del que hablas es la Ciudad del Señor, antiguo puerto construido por los Eldar, y de ellos proviene su forma. Y en él viven los nobles, en las hermosas casas que antes decías. Y fue, es y será Pelargir un importante puerto, y por eso, la mayoría de los grandes barcos pertenecen a la Flota Real. Y la torre donde confluyen los canales es conocida como La Torre de los Señores del Mar, y algún día te hablaré de la procedencia de ese nombre, pues es una historia digna de ser contada.
—Ojalá algún día sepa tanto como vos, pues sabéis más de la ciudad que yo, y ni siquiera sois de éstas tierras.
—Algún día sabrás más, si cabe, si así te lo propones. Ahora dime, Iradmir, ¿qué me dices de este lugar? ¿Es buena la vista?
—Sí, Arion. Sin duda, no será desperdiciar un lienzo pintando lo que mis ojos ven, o esa es mi opinión al menos.
—Tu opinión siempre fue acertada; no hay motivos para que no confíe en ella ahora. Nada más que hablar. Bajaremos ahora a la Ciudad Exterior y buscaremos posada. Al anochecer volveremos aquí e iremos a más lugares. Y por la mañana pintaré lo que me dé tiempo. Y si no acabo, la mañana siguiente y también la siguiente. Y pasaremos algunos días en Pelargir, si no te importa, pues largo ha sido el camino para llegar aquí y algunos asuntos he de atender.
—No me importa, mi señor. Sólo he de pensar que no es mar lo que la rodea, sino río —dijo Iradmir cogiendo de nuevo la mano de Arion. —Pasemos los días que vos necesitéis para pintar y algunos más, y quizás luego pueda elegir nuestro próximo destino.
—Así será —contestó el Eldar, y ambos bajaron despacio hacia Pelargir, Puerto de los Barcos Reales de los Fieles del Mar y las Estrellas.
Jamás vio Iradmir tanta gente a lo largo de lo que llevaba de vida como la que se encontraba en Pelargir. La ciudad era un hervidero de gente, pese a que el sol había muerto en el oeste una hora antes. El muchacho estaba impresionado y asustado, sin palabras, agarrado con fuerza a la mano de Arion como si en eso le fuese la vida. Y varios minutos estuvo hablándole Arion, mas no parecía darse cuenta. Y sólo reaccionó cuando el Eldar se arrodilló frente a él y lo cogió por los hombros.
—Despierta, Iradmir —dijo suavemente Arion. —Debes controlar tus emociones, tener sangre fría por muy hermosa o terrorífica que una situación se presente. Como observarás, mis ojos permanecen ciegos, y en tu mano dejo el buscar una posada. ¿Podrás hacerlo?
—Claro, mi señor. Disculpadme, pero la impresión es tal que temo que el corazón me salte del pecho. Dadme sólo unos segundos para recuperar el aliento y os guiaré sin pausa a la mejor posada de la zona, o al menos la que me aconsejen como tal.
—Eso esta bien, pequeño —dijo Arion sonriendo. —Pregunta a alguien que no sea marinero o mendigo. Si puedes, busca a algún mercader, pues sabrá indicarte con buen acierto.
Arion se incorporó y dejó que Iradmir le llevase camino adelante, y a varias personas detuvo el muchacho y les preguntó sobre posada, y todos ellos se sorprendieron al principio al ver a Arion, mas todos respondieron complacidos a la pregunta del muchacho, y todos ellos contestaron a la pregunta con la misma respuesta: la mejor posada de la Ciudad Exterior era sin duda la llamada Estrella de Pelargir, y a ella fueron.
Era sin duda una posada acogedora, que gozaba de buena reputación entre las gentes del lugar, motivo por el que, sin duda, estaba llena a rebosar, aunque no encontraron problemas para encontrar habitación. Rehusaron cenar y tras soltar en las habitaciones sus cosas, salieron a las hermosas calles de Pelargir y tomaron el camino de vuelta hacia la loma desde donde Iradmir vio la ciudad por primera vez.
—Hermosa es Pelargir, sin duda —dijo Arion con la vista clavada en la ciudad. Las plateadas runas de su Khendeyul aparecían apagadas, negro el bastón por completo, y ahora eran sus ojos los que brillaban con luz plateada. —Pelargir i Sedryn anin Gaear a Giliath.
—¿Qué significa? —preguntó Iradmir, que también miraba a la ciudad.
—El Patio de los Barcos Reales, de los Fieles al Mar y las Estrellas.
—Hay algo que he observado y siento curiosidad por ello.
—Pregunta lo que quieras, pues si está en mi mano responderé gustoso.
—Me he fijado —comenzó Iradmir —que grandes murallas protegen la ciudad, y que tienen artefactos de guerra, y grandes torres de vigilancia. ¿Contra quienes se defienden?
—Contra muchos, Iradmir, pues es esta zona un territorio peligroso, sobre todo cuanto más al sur y al este te vayas. Al sur está la tierra de los Haradrim y al este la de Mordor. y es de ahí de donde procede el mayor peligro, pues de los haradrim y las tierras del sur sobre todo a los piratas deben temer, pero el peligro de Mordor es mucho mayor que cualquier otro de la Tierra Media, pues es una tierra oscura donde el mal reina sin nadie que lo contenga.
—Grande debe ser el poder de esa tierra, Mordor, pues, aunque nada conozco de ella, si conozco el peligro de los piratas, ya que alguna vez atacaron al pueblo y también a los pescadores, según me contó mi padre. Y me contaron de ellos barbaridades cometidas en nombre de la avaricia y me inculcaron desde pequeño que he de temer y huir de los piratas. Son para mí la mayor expresión del mal.
—Ojalá el mal del mundo acabase ahí. Aunque la noche es hermosa y también la ciudad que se extiende a nuestros pies, así que dejemos de hablar de tales cosas y busquemos nuevos parajes para pintar
Anduvieron varias horas por la parte noroeste de Pelargir, hasta donde el río Sirith les permitía por el norte, y hasta donde les permitía el Anduin por el oeste. Y durante todo el tiempo, contó Arion lo que de Pelargir sabia; contó sobre su construcción, siglos atrás, en la Segunda Edad, por los reyes de Númenor. Habló también de las guerras y ataques que soportó antaño y de la importancia que para el reino de Gondor siempre tuvo este puerto. Y cuando hubieron andado y hablado durante largo rato, emprendieron el camino de vuelta a La Estrella de Pelargir.
La mañana siguiente la pasaron en la posada, Iradmir durmiendo y Arion pintando lo que de Pelargir pudo ver. Habían acordado que esa noche se adentrarían en la ciudad, para poder pintar, quizás, alguno de los grandes barcos, o incluso La Torre de los Señores del Mar, brillante como la plata bajo la luz de la luna y las estrellas.
Tal como habían acordado, al atardecer se encaminaron hacia el único puente, por este lado de la ciudad, que cubría la distancia entre la ciudad exterior y La Ciudad del Señor, el centro de Pelargir. Y cuando hubieron cruzado la mitad del puente, Arion se detuvo y se asomó al río que fluía bajo él, y susurró unas palabras que Iradmir no llegó a comprender.
—¿Qué hacéis, mi señor? ¿Qué pasa con el río? —preguntó el muchacho cuando estuvo seguro de que Arion guardaba silencio.
—Ya te conté una vez que los Eldar amamos al mar. Y hace mucho que no estoy sobre sus aguas, aunque si cerca, como cuando estuve en tu casa. Y ahora, al estar sobre el Sirith, en mi corazón vuelve a despertar la necesidad de cruzar el mar.
—¿Hacia donde, si se puede saber? —preguntó Iradmir, y Arion se detuvo unos segundos antes de contestar.
—A una tierra que para mí significa mucho. Valinor, reino de los Valar.
—Los Valar… me gustan las historias que sobre ellos me habéis contado. ¿Conocéis más?
—Así es —contestó Arion, que se alejó de la baranda del puente y siguió adelante. —Muchas historias conozco sobre ellos, y pocas te he contado. Si alguna quieres, alguna te contaré gustoso.
Y Arion le contó más sobre los Valar, en el camino hacia el centro de Pelargir. Llegaron entonces al final del puente, encontrándose a cada lado de éste dos altas torres que cortaban la muralla, y de ellas salía sendos tramos de muralla, pero hacia dentro de la ciudad, confluyendo ambas en una tercera torre, que servía de puerta a La Ciudad del Señor. Iradmir estaba tan impresionado por la grandeza de las torres que no vio a los guardias hasta casi chocar con ellos. Y de nuevo se maravilló el muchacho, pues jamás vio armaduras tan bellas como la que los dos guardias portaban, y tan impresionado estaba, que apenas escuchó lo que Arion les habló. Y sólo reaccionó cuando el Eldar tiró de él hacia dentro.
—¿Qué te había dicho de controlar las emociones? —le dijo Arion sonriendo.
—Me temo que aún he de sorprenderme demasiadas veces, así que ya tendré tiempo de practicar —respondió Iradmir con otra sonrisa, que Arion no pudo ver pero que si adivinó, por lo que volvió a sonreírle.
—Ahora hemos de buscar un parque, conocido como El Jardín de las Estrellas, que es frecuentado por los Eldar que visitan Pelargir y por algunos que viven aquí; y allí he de llevar a cabo un asunto de importancia, que es uno de los principales motivos que me ha hecho venir a esta ciudad.
—Pensé que veníais para pintarla —preguntó Iradmir extrañado, pues pocas veces había hablado Arion sobre los asuntos que en la ciudad tenía que arreglar, y en todas ellas evitó hablar del más de la cuenta del tema.
—Así es, pequeño, al igual que pinté todos los bellos lugares que visité. Pero si he de serte sincero, iba a venir a esta ciudad más adelante, dentro de unos años, pero como te digo, me surgió algo que me hizo adelantar sobremanera la fecha.
—Busquemos ese parque, pues —contestó Iradmir, consciente de que poco más podría averiguar sobre el asunto. Cogió a Arion de la mano y avanzó por las hermosas calles de La Ciudad del Señor, cuyas casas eran más blancas y más grandes que en el resto de la ciudad; y mejor construidas, al igual que la calzada.
Tras unos minutos, y tras preguntar a un transeúnte, encontraron el lugar. Y de nuevo se maravilló Iradmir de las bellezas de la Tierra Media, pues más que un parque, era un bosque, lo que encontraron. Estaba rodeado por una valla dorada de delicadas formas; y el parque contenía árboles y hermosas flores que el muchacho jamás había visto, salvo algunas, que recordó haber visto en las pinturas de Arion, y sólo en pinturas donde salían parajes de las tierras de los elfos. Y al entrar en él, pareció que entraba en otro mundo, apagado el ruido de la ciudad. Una paz como nunca había sentido el muchacho reinaba en el parque, y el aroma de las flores y el fresco ambiente le atraía como si fuese un insecto en busca de néctar. Y apenas habían entrado en El Jardín de las Estrellas, cuando las runas plateadas de Khendeyul se apagaron, y Arion pudo volver a ver. Se detuvo el Eldar y alzó la vista al cielo, a las estrellas que se dejaban ver entre las ramas de los árboles. E Iradmir se alejó un poco, pues tuvo la sensación de que Arion quería estar solo. Pero al rato Arion llamó al muchacho, y fueron a la parte del parque que se asomaba a La Torre de los Señores del Mar, y ambos se deleitaron con la hermosa vista y supieron al instante que una hermosa pintura saldría de la escena que contemplaban: la Torre brillando con fuerza, reflejada sobre el río junto con la luna y las estrellas.
Y llevaban un buen rato maravillados con la vista, cuando empezó a levantarse una espesa niebla que les ocultó la escena. Y cuando la niebla devoró la imagen por completo, de detrás de ellos una voz de mujer les sobresaltó.
—Maara tulda Kalmûtir, Kuylómë —dijo la voz. Y ambos se volvieron para encontrarse con una dama elfa que los miraba con una tímida sonrisa
—Almarë, Kherayar —respondió Arion con una reverencia. Luego Arion miró a Iradmir y le dijo así. —Esta es Kherayar, una antigua amiga, Iradmir.
Entonces pasó que Kherayar se acercó al muchacho, y le pareció a este que tan liviano era su peso que no pisaba el suelo, tan grácil era su andar. Y se detuvo la Eldar ante Iradmir y una mano nívea como la luna le acarició el rostro.
—Maara tulda Iradmir, Neiayar. Elen sila lúmenn´ omentielvo —dijo Kherayar regalando una sonrisa al fascinado muchacho, y le pareció a Iradmir que en sus ojos dormía la luz secreta que alimentaba a las estrellas, y sintió una beatitud como jamás volvería a sentir el resto de sus días.
—Bienvenido Iradmir, El Que Llora en el Mar. Una estrella brilla en la hora de nuestro encuentro —tradujo Arion lo que la Eldar había dicho. Y el muchacho se sorprendió más si cabe, mas no tuvo tiempo de decir nada, pues Arion siguió hablando. —Ahora, Iradmir, hay cosas que debo tratar con Kherayar, mas no me alejaré demasiado, sólo al otro lado del parque. Y tampoco tardaremos en hablar, así que espera con paciencia —dijo. Y sin esperar respuesta, caminó hacia la Eldar, y juntos anduvieron hasta el otro lado del parque, a la vista de Iradmir, cuyas piernas temblaban tanto que decidió sentarse en un banco de piedra cercano.
Estudió Iradmir a la mujer, desde su banco. Era tan alta como Arion, que ya lo era más que la mayoría de las personas a las que conocía. Su piel era, en cambio, más pálida, como si el sol nunca la hubiese tocado. Su pelo era tan rubio que parecía cano, y sus ojos eran tan azules y cristalinos como el mar. Y eso era lo que más le inquietaba y atraía de ella.
No hablaron los Eldar demasiado tiempo. Kherayar parecía tener prisa, pues a menudo miraba la posición de la luna, que se adivinaba entre la niebla, y volvía la vista a la salida del parque. Notó también Iradmir que a veces le miraban; una vez uno y luego otro, pero nunca al tiempo, y se preguntó Iradmir si sólo se aseguraban de que seguía ahí. Pero hubo un momento en que ambos le miraron, y al instante, los Eldar avanzaron hacia él. Arion se retrasó y Kherayar se acercó a Iradmir, que enseguida se puso de pie. La Eldar se agachó y le besó en la frente.
—Alassia an omentielve, Neiayar. Nai Eru varyuva le —dijo, y le regaló otra sonrisa, que Iradmir guardó junto a la otra en su corazón.
—Feliz, por que nos hemos encontrado tú y yo, El Que Llora en el Mar —tradujo Arion. —Que Eru te guarde.
—Despedidme de ella, mi señor —consiguió decir Iradmir. —Decidle… decidle algo acerca de sus ojos —prosiguió, demasiado nervioso para pensar.
—Nai cala hendelyato laituva hendenyat —le dijo Arion a la Eldar, y esta como respuesta le sonrió a él y luego a Iradmir, y supo el muchacho que esas tres sonrisas sería, quizás, un tesoro que no muchos sobre la Tierra Media podrían tener jamás. Kherayar dio media vuelta y se perdió entre la niebla.
Largo rato permanecieron en silencio, hasta que al fin Arion habló.
—Ojalá el brillo de tus ojos ilumine los míos.
—¿Eso le habéis dicho? —preguntó Iradmir.
—Así es.
—Es una despedida hermosa; y dice justo lo que no fui capaz de expresar —dijo mirando a Arion, que permanecía con la vista fija en el lugar por el que había desaparecido la Eldar. Y su semblante era serio como nunca lo había visto Iradmir en él. —¿Ocurre algo, mi señor? —preguntó preocupado. Arion le miró y su semblante se relajó y volvió a sonreír.
—Nada que haya de preocuparte, amigo mío. Mas cierto es que hay cosas que te debo contar, pero no es momento ahora. Al llegar a Pelargir me dijiste que quizás pudiese buscar un nuevo destino, y ya lo he encontrado. Pero cual, te lo diré mañana, cuando tu despiertes y yo termine de pintar. Ahora volvamos a La Estrella de Pelargir. Mañana, quizás, partamos de la ciudad.
—¿Tan pronto? —exclamó Iradmir.
—Tranquilo —respondió Arion sonriendo. —Volveremos a ella antes de que nuestros caminos se separen. Ahora vamos a la posada —dijo Arion mientras se dirigía a la salida el parque.
Iradmir tardó unos segundos en seguirle, pues las últimas palabras le inquietaban sobremanera. Se preguntó por primera vez hasta cuando viajaría con Arion, y deseó que tardasen en separarse, pues él era ahora la única familia que tenía. Con estas ideas en la cabeza, siguió al Eldar hacia la Ciudad Exterior.
Sin duda, y como bien habían pensado, una hermosa pintura surgió de la visita al Jardín de las Estrellas. E Iradmir así se lo hizo saber a Arion cuando despertó, antes de la hora del almuerzo. Y durante un rato, un tenso silencio les cubrió a ambos, hasta que al final Iradmir reunió fuerzas y habló.
—Arion, ayer me dijisteis que había cosas que debía conocer. ¿Me hablaréis ahora de tales cosas? —dijo mientras se sentaba en el camastro. Arion suspiró. Se levantó de la silla en la que estaba sentado, cogió a Khendeyul, y tomo asiento junto a Iradmir.
—He estado pensando en lo que te debo contar exactamente, pues no es fácil para mí pedirte lo que te tengo que pedir.
—Hacedlo sin más, mi señor.
—Hasta ahora has confiado en mi, Iradmir. Y ahora te pido que lo hagas más que nunca. El camino que he de seguir me llevará a tierras peligrosas, al sur, a tierras de los Haradrim. Y si no fuese estrictamente necesario, iría sólo, mas necesito que vengas conmigo o el viaje será en vano.
—He confiado en vos y lo haré hasta que mis días en este mundo terminen. No importa los peligros, mi señor. Antes morir que perder lo último que me queda en el mundo.
—No sé que decir a eso, amigo mío. Me halagas al ponerme en tan alta estima, aunque debes saber que algún día nuestros caminos han de separarse.
—Sí, lo sé —dijo Iradmir con tristeza. —Pero confío que, para entonces, sepa ya lo bastante del mundo para desenvolverme solo.
—Así será, Iradmir —dijo Arion sonriendo. —Entonces sólo dos cosas he de decirte ya. La primera es que tendrás que navegar, y muchas veces me has dicho lo que odias el mar.
—Sí, un odio profundo. Más si he de navegar por el mar, lo haré, aunque me pese. ¿Qué es lo segundo?
—Lo segundo es sobre el motivo de nuestro viaje. Quizás te lo diga cuando lleguemos a nuestro destino, o quizás nunca te lo llegue a decir, por eso debes confiar en mí.
—Esperaré entonces a que me lo digáis, si lo veis oportuno. Y no preguntaré sobre el dónde y el porqué.
—Entonces partamos cuanto antes. Recojamos todo y vayamos a los puertos. Allí buscaremos un barco cuya tripulación sea lo suficientemente valiente para navegar hasta rozas las costas de Umbar.
—Umbar, la Ciudad de los Corsarios —dijo Iradmir pensativo.
—Sí, Iradmir. Piratas. Y es mi mayor deseo no tener que encontrarnos con ellos. Pero eso sólo el destino lo sabe. Ahora, recoge tus cosas. Es hora de marchar.
Tras almorzar, pagaron la cuenta en La Estrella de Pelargir y agradecieron al posadero su hospitalidad. Iradmir guió a Arion al puerto, y allí hablaron con varios capitanes de diversos veleros, y cuando Arion les contó a donde quería, todos ellos se negaron a llevarle. Y estaba a punto de caer el sol, y con él la esperanza de encontrar alguien que los llevase, cuando al fin encontraron un capitán dispuesto a transportarles a donde hiciera falta, siempre que se le pagase lo suficiente. Y Arion aceptó y entrego gran cantidad de oro. Subieron entonces a bordo de La Hoja de Pelargir, que era el nombre del velero, pues, según su capitán, cortaba las olas como si de una espada se tratase. Y deseó Iradmir que esa fuese la única espada que se encontrara en el viaje.
Partió La Hoja de Pelargir al despuntar el alba, y ambos pasajeros se quedaron en popa, viendo alejándose la hermosa ciudad de Pelargir.
—Volveremos a verla, pequeño —dijo Arion, que sólo alcanzaba a imaginar lo que Iradmir estaba viendo.
—Lo sé, mi corazón me lo dice.
—Pareces triste. ¿Qué te ocurre?
—La última vez que navegué fue en la barca de mi padre —dijo el muchacho mientras observaba la estela dejada por el barco, que avanzaba con velocidad, arrastrado por la corriente y por el suave viento que soplaba desde el este.
—Siento hacerte pasar por esto, pero créeme que no lo haría de no ser necesario.
—Lo sé, Arion. No hace falta que se disculpe. La culpa es del mar, no de vos.
—La culpa es del destino, no del mar. Mas si quieres odiar al mar, estas en tu derecho, mas no lo proclames a los cuatro vientos cuando estemos en dominios de Ulmo. Nunca se sabe quien escucha, aún cuando estás solo —dijo Arion, e Iradmir guardó silencio. —Acompáñame al camarote. No es la cubierta buen lugar para un ciego.
Tres días habían pasado desde que partieron de los puertos de Pelargir. El viento había sido siempre favorable, por lo que alcanzaron la desembocadura del Anduin antes de lo previsto. Y lo hicieron de noche, por lo que no pudo ver Iradmir como las costas de la Tierra Media quedaban a uno y otro lado. Mas Arion si lo vio, pues brillaba en sus ojos la luz de Khendeyul.
—¡Oh, Iradmir! Grande es la belleza del mar y grande el deseo que en mi corazón late de cruzarlo. Y si no tuviese aún cosas que hacer en Tierra Media, lo cruzaría sin dudar. Ojalá pudieses ver lo que ahora ven mis ojos.
—Ahora soy yo el ciego, mi Señor. Si al menos brillase la luna, podría ver el firmamento, aunque fuese. Aunque creo que es mejor así. Prefiero no ver el mar en su bastedad. Demasiado es verlo pasar bajo nosotros.
—Quien sabe —dijo Arion mirando al horizonte. —Quizás algún día vuelvas a ver bello el mar.
—Lo dudo, Arion, Lo dudo.
La sensación de estar en mar abierto murió pronto, pues viró el barco al sur, siguiendo la costa, que ya nunca dejó de verse. Y todas las noches las pasó Arion en la cubierta, mirando al oeste; y cada una de ellas estuvo Iradmir a su lado, aún odiando el mar. Y todas las noches Arion le daba las gracias por ello. Y se repitió esto las tres semanas que duró el viaje.
Sook Oda se llamaba la pequeña ciudad portuaria en la que La Hoja de Pelargir les dejó, pues más al sur, según su capitán, con seguridad se encontrarían con piratas. Agradeció Arion el transporte hasta Sook Oda y se despidió de la tripulación del barco, que partió hacia Pelargir en cuanto hubo comprado provisiones.
Era Sook Oda un puerto más grande que Gothel, el pueblo de Iradmir, pero muy lejos estaba de tener la magnificencia e importancia de Pelargir. Pararon en él el mínimo tiempo posible, el suficiente para comer y descansar una noche, pues al amanecer abandonaron el puerto y pusieron rumbo al sur. Y es esa zona de la Bahía de Belfalas famosa por sus acantilados, conocidos como los Acantilados Rojos, elevados muros de piedra rojiza que, según se dice, es nido de piratas y truhanes, ya que diversas bahías interiores se encuentran entre sus grietas, imposibles de ver desde el mar.
El camino ascendió en cuanto salieron de Sook Oda, hasta tomar la altura de los acantilados. Eran esas unas tierras secas, de escasa vegetación, sobre todo cuanto más se alejase uno del mar. Sus días eran calurosos y sus noches cálidas. Y durante tres días avanzaron Iradmir y Arion por las áridas extensiones de Haradwaith, esperando no encontrarse con nadie, pues eran tierras hostiles. Durante las noches, se aproximaban a los acantilados, pues la vegetación era más abundante, encontrando a veces pequeños bosquecillos donde esperaban no ser sorprendidos mientras descansaban. Y cada noche, Arion miraba al mar, con su Khendeyul fuertemente asido frente a él, murmurando frases incoherentes para el muchacho. Y la primera noche preguntó Iradmir al Eldar que qué hacía, pero éste se negó a responder, por lo que no insistió más.
El cuarto día desde que llegaron a Haradwaith llegaba a su fin. Durante todo el día, habían avanzado a la sombra de los árboles de un bosque más grande que los anteriores, y dieron gracias por ello, pues intenso era el sol en esas tierras. Y el bosque se hacía cada vez más grande, expandiéndose lejos de los acantilados. Así que, cuando la noche cayó, se internaron más profundo en él y buscaron un sitio seguro donde descansar. Y de nuevo Arion asió su bastón y, mirando dirección al mar, aunque cubierto estaba este por los árboles, comenzó con la salmodia que todas las noches había realizado. Iradmir se echó a dormir, pero aún no había cogido el sueño, cuando se dio cuenta de que Arion callaba. Esta vez, sea lo que sea lo que el Eldar hacía, había durado menos de lo habitual. Se incorporó para preguntar si todo iba bien, y se encontró con que Arion se agachaba junto a él con una extraña expresión en el rostro.
—Escucha, Iradmir. Ha llegado la hora de que haga lo que he venido a hacer. He de partir ahora, y mejor será que tu me esperes aquí. Hemos tenido suerte y el lugar no está lejos, así que no tardaré en volver.
—Quiero ir con vos, mi señor —dijo Iradmir preocupado.
—Confía en mi, pequeño. Es mejor para los dos que te quedes aquí. Ten, cuida de mi Khendeyul, pues no me hará falta allí a donde voy —dijo haciéndole entrega del bastón.
—Pensé… pensé que jamás os habíais alejado de él —dijo Iradmir turbado, reacio a coger el Ojo de Madera de Arion.
—Y así es, pero ahora será más útil en tus manos que en las mías, pues te protegerá de cualquier peligro que te pueda acechar.
—¿Y vos? ¿Qué os protegerá a vos? —dijo preocupado.
—No te preocupes por mí. Confía en mis palabras y coge mi callado.
—Esta bien, lo haré. Lo cuidaré con mi vida, si es preciso —dijo solemne. Arion sonrió.
—Te lo entrego justamente para lo contrario, amigo mío. No te preocupes, no tardaré en volver.
Y sin más, Arion se levantó y se internó en el bosque, dejando a Iradmir sólo con sus dudas y sus miedos.
No llegó a pasar una hora cuando Arion volvió de forma tan silenciosa que Iradmir se sobresaltó al verlo delante de él.
—¡Oh! —exclamó el muchacho. —Habéis vuelto. ¿Hicisteis lo que veníais a hacer? —preguntó Iradmir.
—Sí y no —dijo Arion, que parecía estar preocupado. —Escucha, Iradmir, y no preguntes. Hay algo que quiero enseñarte, pero me debes dar tu palabra de que, en el camino y una vez allí, no hablarás y harás el menor ruido posible. Y que, llegado el caso, controlarás tus emociones como varias veces te he indicado.
—Sé que no debo preguntar, Arion, pero todo esto me preocupa. ¿Qué sucede?
—Has de verlo con tus propios ojos, muchacho, pues no sabría si lo que te dijese sería cierto. Dime, ¿prometes lo que te he dicho?
—Claro, mi señor. Quizás no pueda ser tan silencioso como vos, pero me esforzaré en serlo.
—Pues levanta y marchemos. Deja que yo lleve a Khendeyul, es demasiado largo para que tú lo lleves. Descuida, a ambos nos protegerá.
Avanzaron largo rato por el bosque, Arion delante e Iradmir pegado a sus pies. Y así siguieron hasta llegar a una pequeña elevación de rocas, donde se encontraba la entrada de una cueva.
—Ahí es donde debemos entrar, Iradmir.
—Entremos pues. Deseoso estoy de saber lo que dentro nos espera.
—Recuerda, Iradmir: silencio y control.
—Sí, mi señor. No temáis —dijo el muchacho. Y sin más, entraron en la cueva.
En un principio, la cueva bajaba en inclinada pendiente hacia delante, pero luego giraba bruscamente hasta que se vieron avanzando hacia el lado contrario, pero siempre hacia abajo. La oscuridad era completa, por lo que esta vez, era Arion el que guiaba de la mano a Iradmir.
Y no habían andado demasiado tiempo, cuando una luz brilló camino adelante. Y Arion se pegó a la pared, y el muchacho hizo lo propio. Avanzaron despacio, con los sentidos alertas, más nada se oía cueva adelante. Minutos después salieron de la estrecha cueva y se encontraron en un ensanche de ésta, donde ardía una tea. Y con sorpresa, descubrió Iradmir a un hombre tirado en el suelo, aparentemente dormido. Reprimió el grito que estuvo a punto de dar y agarró con fuerza la mano de Arion.
—Tranquilo —susurró éste. —Tardará en despertar.
—¿Lo dormisteis vos? —preguntó Iradmir en el mismo tono, y la respuesta de Arion fue una leve sonrisa. —¿Quién es?
—Un pirata —dijo Arion como si tal cosa, como si fuese algo sin importancia. Pero Iradmir abrió mucho los ojos, sorprendido. —Vamos. Es por la derecha.
—¿Acaso conocéis vos cuevas de piratas? —preguntó Iradmir asombrado. Arion le volvió a sonreír.
—No, no las conozco. Es la segunda vez que entro aquí, y la primera fue hace un rato. Respecto a como sé el camino, Khendeyul me lo dijo, pues has de saber que también tiene la habilidad de mostrarme el camino a seguir para llegar donde yo quiera. Y ahora ¡silencio! Sigamos bajando —dijo, e Iradmir asintió con un cabeceo, cogiendo la mano que el Eldar le tendía.
Siguieron bajando, y algunas salas como la anterior se volvieron a encontrar, y cada una de ellas daba lugar a varios caminos, pero Arion no titubeó nunca a la hora de elegir el que debían seguir.
Media hora llevaban recorriendo solitarias cuevas cavadas en la roja piedra de los acantilados, cuando al fin salieron de ellas. Se encontraron entonces en el borde de una cornisa que daba a una bahía interior. Las escarpadas paredes de los Acantilados Rojos se cerraban en torno a ella, y justo en medio, se encontraba un barco de guerra, un barco pirata. Y en la playa vio Iradmir muchas tiendas y fogatas; y muchos hombres alrededor de ellas, más no los pudo distinguir bien, pues grande era la altura hasta el suelo. Y para llegar a él, un camino serpenteaba junto a la pared de roca hasta llegar abajo.
—Escucha atentamente, Iradmir. Como sabrás, esos hombres que ves son piratas, pero no era esto lo que te quería enseñar. Mira hacia allí —dijo el elfo señalando hacia la derecha de donde los piratas acampaban. Allí se encontraba otro grupo de hombres, todos sentados y en silencio, y ninguna lumbre les calentaba.
—¿Quiénes son? —dijo Iradmir.
—Esclavos, pequeño. Ahora ten, sujeta mi bastón conmigo, pues es necesario que los veas de cerca, y sólo con la magia podremos hacerlo de forma segura.
Iradmir pensó que el corazón iba a saltarle del pecho. ¡Magia! ¿Qué sería tan importante como para que Arion se molestase en usar la magia? Temblando, agarró Khendeyul por debajo de la mano de Arion. Y este puso su otra mano en la frente del muchacho, y susurró de nuevo palabras ininteligibles. Y ocurrió que la vista de Iradmir se hizo borrosa, y cuando al fin pudo ver de nuevo, pareció que los prisioneros estaban delante de él. Y no pudo reprimir un sobresalto, pero la mano de Arion era firme y no se movió demasiado. Y entonces estudió Iradmir a los esclavos, hombres famélicos, cubiertos por jirones de ropa, desalentados y exhaustos. Y entre ellos vio, entonces, un rostro que reconoció al instante. Y se hizo en ese momento la presión de la mano de Arion en su frente más grande, lo que consiguió que ahogase el grito que iba a surgir de su garganta. Las lagrimas brotaron de sus ojos y su corazón pareció pararse.
Uno de los esclavos era su padre.
De repente, su vista se hizo borrosa de nuevo. La mano de Arion desapareció de su frente y tapó su boca. De nuevo volvía a estar en la cornisa, a decenas de metros del suelo. Y el Eldar tiró de él, pues no era capaz de andar, y se introdujeron en las cuevas.
—¡Mi padre Arion! —exclamó Iradmir una vez en el bosque y lejos de la cueva. —¡Era mi padre! —dijo, y las lágrimas recorrieron sus mejillas.
—Sí, Iradmir. No fue tragado por las aguas, sino secuestrado por piratas.
—¿Y como lo sabíais vos? —preguntó al rato.
—Eso no importa ahora. Te lo contaré cuando todo esto acabe —contestó el Eldar.
—¿Cuándo todo esto acabe? ¿Qué pensáis hacer, mi señor?
—Tranquilízate, pequeño Estas demasiado nervioso. Respecto a que pienso hacer… no creerás que hemos recorrido más de doscientas cincuenta millas sólo para que supieses que tu padre vivía, ¿verdad? —dijo con una sonrisa.
—¿Acaso planeáis rescatarlo? —exclamó Iradmir fuera de sí, con la respiración agitada y los ojos fuera de sí.
—Un ejército necesitaríamos para tomar la bahía. No, no es rescatarlo la idea que tengo para conseguir su libertad. Pero duerme ahora, no estas en condiciones de tomar decisiones ahora.
—¿Dormir? ¡Me es imposible sabiendo que mi padre vive y está prisionero de los piratas! —exclamó Iradmir. Entonces, Arion se irguió sobre él, serio su semblante, y el muchacho, por segunda vez, tuvo miedo del Eldar.
—Duerme, Iradmir, que yo velaré tu sueño. No saldrán los piratas de la bahía ni mañana ni pasado, y sólo cuando te domines intentaremos conseguir su libertad —dijo, y colocó su mano en la frente del muchacho y pronunció una queda salmodia. Y los ojos de Iradmir se cerraron y su cuerpo cayó fláccido, pero Arion evitó que cayese al suelo y lo tumbo con cuidado. —Dura está siendo tu vida, pequeño —dijo el Eldar, aunque nadie le escuchaba. —Mas no estás solo en este mundo. Nunca lo estarás, pues tendrás al mar siempre en tu corazón, pues lo volverás a amar y atarás tu destino a él —dijo. Y se sentó entonces en una roca frente a Iradmir, con su bastón fuertemente asido. Y así les descubrió el sol.
Iradmir abrió los ojos y se encontró mirando el cielo azul de Haradwaith. Cerró de nuevo los ojos y suspiró. Muchas cosas se agolpaban en su mente; no sabía si estar feliz o triste. Y, sobre todo, no sabía lo que Arion se proponía.
—Alassea Ree, Iradmir —dijo Arion.
—Buenos días —respondió el muchacho al saludo del Eldar, pues algo de su idioma le había enseñado. Se incorporó y se encontró a Arion sentado en una roca, mirándole sonriente. Iradmir le sonrió con tristeza y se levantó.
—Ten, toma algo de carne. Seguro que tienes hambre —dijo el elfo mientras le tendía un trozo de carne salada.
—Gracias —respondió Iradmir mientras lo cogía de sus manos. Y durante un rato, ambos comieron y ninguno de los dos hablaron.
—¿Estás más tranquilo ya? —preguntó Arion pasado unos minutos de tenso silencio.
—Sí, mi señor. Siento mi reacción de ayer —respondió Iradmir arrepentido. —No era yo mismo; estaba fuera de mí.
—No has de preocuparte por ello, pequeño. Lógica fue tu reacción. Y he de felicitarte por el control que mostraste en la cueva. Por un momento pensé que nos descubrirían.
—Gracias —dijo el muchacho devolviendo la sonrisa que Arion le regalaba. —Decidme, ¿qué pensáis hacer? Os ruego que no me lo ocultéis por más tiempo. Ni tampoco como supisteis que mi padre vivía y que estaba aquí.
—Del cómo y por qué te hablaré cuando todo esto termine, como ayer te dije. Y de que tengo pensado hacer, lo sabrás dentro de poco. Lo importante ahora, es que te mentalices de que correremos un gran riesgo. Dime, Iradmir, ¿estás dispuesto a correrlo por salvar a tu padre?
—Sin duda, Arion. Pero ¿y vos? ¿Correréis vos el riesgo por salvar a mi padre?
—La duda ofende —dijo Arion con una sonrisa divertida. —Me temo que te tengo demasiado apreció para no ayudarte. Mas si todo sale como espero, no correremos demasiado peligro.
—Gracias; mil gracias, Arion. Eru te lo pague —dijo Iradmir emocionado.
—Espero que te oiga, pequeño —dijo el Eldar mientras se ponía de pie. —Ahora vamos, tenemos que hacer que nos encuentren.
—¿Cómo? —preguntó el muchacho sorprendido.
—Claro. Si entramos a escondidas y nos presentamos ante ellos sin más, nos matarán de inmediato. Dejemos que nos encuentren por aquí.
Recogieron las cosas y se encaminaron de nuevo hacia la cueva, guiando esta vez Iradmir al Eldar. Y durante todo el camino, el muchacho se preguntó que tramaría la mente de Arion. Si por él fuese, jamás se dejaría encontrar por los corsarios. Pero hasta ahora había confiado en él, y lo seguiría haciendo.
Llegaron al fin a la entrada de la cueva, y Arion mandó al muchacho que le llevase junto a unas rocas que yacían frente a la entrada. Y una vez allí tomo asiento e invitó a Iradmir a hacer lo propio.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó al Eldar.
—Ya te lo dije —respondió Arion con una sonrisa. —Esperar a que nos encuentren.
Ni una hora hubieron de esperar. Se puso de pie Arion de repente, e Iradmir supo que el momento había llegado. Y su corazón latió con fuerza, y tuvo la certeza que jamás había sentido tanto miedo. Se volvió Arion hacia la entrada de la cueva, e Iradmir no pudo evitar la necesidad de esconderse tras el elfo.
Segundos después, surgió de la cueva un hombre portando un arco, y la flecha montada en él apuntaba directamente al corazón de Arion. Y se movió con agilidad a un lado, pues detrás de él salió otro, que también iba armado con un arco y que también se apartó del camino. Un tercero salió de la cueva, espada en mano, y se acercó al Eldar con paso firme.
—Dime, elfo —dijo el corsario, de enorme torso y brazos como troncos —, una sola razón por la que no deba matarte aquí y ahora —concluyó colocando la punta de su hoja bajo la barbilla de Arion.
—Mi nombre es Arion, y vengo en busca del que se hace llamar Bardûk, capitán de La Flecha Negra, pues asuntos he de tratar con él de forma urgente.
—¿Qué asuntos son esos?
—Sólo a Bardûk le importan mis asuntos.
—Por lo visto —dijo el corsario —, el elfo tiene prisa en morir. No le agradan a Bardûk las visitas inesperadas, y menos de elfos… ciegos y niños —dijo mirando a Iradmir. —Seréis llevados a su presencia, y él decidirá que hacer —exclamó. Y tras esto, fueron registrados, y desprovistos de sus posesiones, aunque dejaron a Arion que conservase su bastón.
El corsario entró en la cueva, seguido por Arion y Iradmir. Los otros dos piratas cerraban la comitiva. Avanzaron hasta donde la cueva daba media vuelta, y ahí el pirata, que se presentó como Turol, recogió una tea y la encendió. Cuando las brillantes llamas alejaron las sombras, siguieron adelante, recorriendo el camino que Arion e Iradmir siguieron la noche anterior. El Eldar estaba muy serio, cogido de la mano por Iradmir, que no dejaba de temblar. No sabía que planeaba Arion, pero deseó con todas sus fuerzas que saliese bien.
Minutos después, salieron a la cornisa desde donde la noche anterior Iradmir vio a su padre, y en la dirección donde estaba dirigió la vista nada más llegar, aunque no fue capaz de diferenciarlo del resto de prisioneros. Los piratas les empujaron hacia el camino que bajaba por la pared de roca, cuyo algunos tramos no eran transitables por dos personas al tiempo; y en esos momentos, el muchacho temió por Arion, pero éste caminaba con cierta seguridad, ayudado por su Khendeyul.
Al llegar abajo fueron recibidos por la mayoría de la tripulación del Flecha Negra, que reinaba majestuosamente la bahía. Y lanzaron pullas a Arion por su ceguera, y escupieron a su paso. El Eldar caminaba con la cabeza alta, como si no fuese con él, pero el muchacho hacía lo posible por alejarse de los corsarios.
—Esperad aquí —dijo entonces Turol. Se alejó hacia una de las tiendas de lona, montadas por toda la playa. Y de ella salió un hombre de piel negra como el azabache. Turol habló con él, pero Iradmir no pudo oír lo que decían. Miró el corsario de piel negra hacia ellos, sonrió, y se acercó.
—¿Qué tenemos aquí? Un niño… ¿y un elfo ciego? Que curioso… Yo soy Bardûk, Capitán de La Flecha Negra —dijo. Sus ojos marrones estudiaron con intensidad a Arion y también a Iradmir, que se encogió ante su presencia. Era Bardûk, sin duda, un hombre de terrible aspecto. Era más alto que Arion, que ya de por sí era alto, y mucho más musculoso. Tenia la cabeza afeitada y un enorme tatuaje le cubría gran parte de la cabeza. Una argolla dorada colgaba de cada oreja, y sus ojos nunca estaban quietos, estudiándolo todo. —¿Quiénes sois vosotros y para que me buscáis? ¿Y cómo habéis encontrado este lugar?
—Mi nombre es Arion, y vengo del Bosque Negro. El como llegué aquí no importa y el porqué es muy sencillo —dijo el Eldar con tranquilidad. Iradmir estaba nervioso; por fin sabría en que consistía el plan del elfo. —Tenéis en vuestro poder un prisionero, un esclavo, que es padre de este muchacho, al que llamaron Iradmir —continuó Arion, y el muchacho se apretó al elfo cuando la mirada de Bardûk le atravesó. —Y vengo a tratar con vos su libertad.
Y fue que pasó que Bardûk rió con estruendosas carcajadas, que las paredes de la bahía se encargaron de intensificar. Y fue la suya una risa cruel y despiadada, a la que se sumaron las de sus hombres.
—Y dime, Arion del Bosque Negro. Todas tus posesiones están en mi poder; todo tu oro, que no es poco. ¿Con qué piensas negociar?
—Con una apuesta.
—¿Una apuesta? —exclamó Bardûk sorprendido, al igual que Iradmir.
—Sí, una apuesta. Como habéis advertido, soy ciego, y lo soy desde que nací. Apuesto la libertad del padre de Iradmir, la suya y la mía propia a que soy capaz de representaros en una pintura de forma tan fiel que parecerá que os miráis en un espejo.
—¿Un elfo ciego pintor? —exclamó Bardûk con sorna. Y su cruel risa volvió a oírse en la bahía. —Acepto la apuesta, elfo. Veamos que eres capaz de hacer. Tres días te doy de plazo.
—Será mas que suficiente —contestó Arion, sonriendo. Iradmir no salía de su asombro. Jamás por su mente había pasado la posibilidad de que el Eldar hiciera lo que había hecho. Y mucho menos que Bardûk aceptase. Desvió entonces la mirada hacia donde su padre se encontraba. Y, tras unos segundos, reunió valor y se dispuso a hablar, pero Arion habló primero. —Un favor querría pedirle, Bardûk, y no es otro que permitáis a mi amigo ver a su padre ahora, pues hace meses que no se ven —dijo el Eldar adivinando los pensamientos de Iradmir.
—¿Cual es el nombre del padre del muchacho?
—Orphen —respondió Iradmir, pero se arrepintió cuando Bardûk le miró a los ojos.
—Resulta que sabes hablar… ¿Sabes? Hay que tener agallas para venir aquí y exigir lo que habéis exigido. Me gusta la gente con agallas, por eso no habéis muerto —le dijo. Entonces señaló a uno de sus hombres y ordenó autoritariamente que trajese al prisionero.
Y siguió Iradmir al corsario con la mirada. Vio como levantaba sin contemplaciones aun hombre, y una sonrisa nerviosa se dibujo en su rostro cuando vio a su padre avanzar tambaleante y cabizbajo hacia él.
—¡Padre! —exclamó Iradmir. Orphen levantó la cabeza con rapidez y abrió mucho los ojos al ver su hijo.
—¡Iradmir! —gritó, e hizo intención de lanzarse hacia él, pero el corsario se lo impidió. Entonces hizo un gesto Bardûk, y el corsario le dejó libre, con lo que padre e hijo se lanzaron uno hacía el otro y se fundieron en un abrazo.
—Enternecedor, ¿no crees elfo? —dijo Bardûk a Arion. —Recuerda, tienes tres días. Y si observo algún comportamiento sospechoso, los tres moriréis de inmediato. Turol, vigílalos día y noche. Y registra sus cosas y coge las cosas de valor y las armas; y el resto devolvérselo —le dijo al corsario, que no pareció muy complacido con la idea.
—Tres días, ni uno más —respondió Arion. —Y no hará falta que poséis; ya se lo suficiente de vos para empezar.
—Me intriga si seréis capaz de tal hazaña, elfo —dijo Bardûk. —Ya veremos el resultado. Hacedlo bien, y seréis libres —dijo volviéndose y poniendo rumbo a si tienda.
Arion, Iradmir y Orphen fueron instalados en la playa, a la vista de todos; y Turol se sentó cerca y no les quitó ojo de encima. Y tal como llegaron al lugar y sus cosas le fueron devueltas, preparó el Eldar el caballete y el lienzo, y también las pinturas. Iradmir le ayudó como había hecho hasta entonces, y también describió a Bardûk tal como él lo veía. Y Arion cogió un pincel y comenzó a dar las primeras trazas. Y mientras el Eldar pintaba, habló Iradmir con su padre y le contó sobre la desesperación que le embargó cuando vio que no volvía, y sobre la desaparición de su madre, y ambos lloraron por ello. Le habló, cuando se hubieron calmado, sobre su encuentro con Arion y el viaje que con él había realizado. Y observó Iradmir que el Eldar no recuperaba la visión de noche, como hasta ahora, mas no quiso preguntarle; sus razones tendría. Y así, pasaron gran parte del tiempo.
Bardûk se acercaba a veces, y hablaba con el Eldar, más en ningún momento hizo intento de mirar el cuadro, y prohibió a sus hombres que lo mirasen antes que él. Parecía el corsario entusiasmado con la apuesta, e Iradmir se preguntó como sabría Arion que su plan funcionaría. Y la segunda noche, la que venía antes del plazo dado, le preguntó al elfo sobre ello, y así le respondió.
—Investigué sobre Bardûk en Pelargir, mientras tu dormías. No, no me mires así, pequeño —dijo sonriendo. —Tan sólo bajé al comedor de la posada, y allí me enteré de cosas de boca de marineros. Me contaron sobre la afición de Bardûk por las apuestas, y también me dijeron que era vanidoso. Por eso le tendí esta trampa, pues sabía con certeza que no se echaría atrás.
—Espero que podamos salir de aquí con vida. No sé si fiarme de la palabra de un corsario —susurró Iradmir.
—Es nuestra única oportunidad.
—¿Y la magia? ¿Acaso no podéis usarla?
—Guarda silencio sobre el tema, Iradmir —dijo volviendo el rostro a Turol, que permanecía ajeno a la conversación, entretenido como estaba en afilar un enorme cuchillo. —La violencia no es solución, cuando se puede usar la mente. Confío en que Bardûk cumpla su palabra, y no hablemos más del tema por nuestro bien. Ahora ve con tu padre. He de terminar la pintura, que ha de ser la mejor que he realizado. Ya casi está, aunque necesito un par de horas más.
—Una duda más, Arion. ¿Cómo podéis pintar a Bardûk si no habéis recuperado la vista desde que llegamos aquí?
—Lo vi la noche que bajé a explorar, y lo estudié con detenimiento, guardando la imagen en mi mente. No te preocupes por el resultado.
—Bien, Arion. No os molestaré y haré lo que esté en mi mano para que no lo hagan.
—Gracias, Iradmir —dijo. Segundos después, siguió pintando el retrato de Bardûk.
Llegó entonces el momento en que el plazo acababa, y Bardûk y sus hombres rodearon a Arion, Iradmir y su padre.
—Y bien —dijo Bardûk impaciente. —Veamos el fruto de tu trabajo, elfo.
Arion se adelantó unos pasos y extendió el lienzo. Bardûk se acercó y lo tomó de sus manos. Lo estudió entonces el corsario con detenimiento, y su rostro mostró incredulidad y sorpresa.
—Jamás vi cosa igual, Arion. —Supongo que usasteis artes mágicas para poder pintarme sin poder verme, mas me es igual, pues el resultado es excelente.
—¿Podemos marchar pues? —preguntó Arion. E Iradmir abrazó a su padre con fuerza, y apretó los dientes, nervioso ante la respuesta del corsario.
—No —dijo Bardûk, y murmullos y chanzas se escucharon entre sus hombres. —Pintáis demasiado bien para dejaros ir, Arion. Y Orphen rema con fuerza, y tampoco le dejaré ir. En cuanto al niño, que elija él irse o quedarse con su padre y su amigo elfo.
—Teníamos un trato, Bardûk —exclamó entonces Arion. —¿Es que acaso el capitán de La Flecha Negra no es digno de su reputación?
—¿Piensas, Arion, que aceptaré todas las apuestas que la gente me vaya haciendo, dejando libre así a los esclavos que tanto me cuesta conseguir? No soy un necio, Arion. El único necio has sido tú, por tu exceso de confianza. ¡Domino los mares! ¿Acaso pensabas que no dominaría a un elfo ciego y aun crío? —exclamó, y de entre la tripulación se elevaron vítores y se armó un gran estruendo. Pero entre todo el ruido se levantó la voz de Arion, fuerte y poderosa como jamás la había oído Iradmir
—No dominas el mar. Si acaso es el mar el que te deja navegar en sus aguas. Ahora, Iradmir, Orphen y yo saldremos de aquí sin que tú o tus hombres hagan nada por impedirlo.
Y lejos de amedrentarse, Bardûk se rió en la cara de Arion, y por tercera vez oyó Iradmir la cruel risa del corsario.
—¿Y que pasará si lo hacemos, elfo? ¿Acaso nos pegarás con tu palo? ¡Que sería de mí, Bardûk, Rey de los Mares, si un elfo ciego me dijese lo que tengo que hacer en mi bahía!
—¡Ossë! —gritó entonces Arion, y su voz sonó por encima de todas, y los presentes se sorprendieron al oír el nombre del vasallo de Ulmo, Señor de las Mareas. —¡Lek belya oro en ber mak valya! ¡Nânya Kuylómë, ndû Aulë! ¡Tul ar las gyelnya!
Y entonces pasó que un poderoso viento se levantó en la bahía interior, que arrastró arena e incluso alguna de las tiendas. Y un rugido, como de mil cuernos, creció desde la entrada de la bahía, y por ella apareció una enorme ola, que rompió estruendosamente, en parte, contra las paredes del acantilado, pero otra parte entró y golpeó con fuerza el barco de Bardûk, La Flecha Negra. Y del barco cayeron algunos hombres, pues a punto estuvo la ola de hacerle zozobrar. Y una segunda ola rompió contra las paredes exteriores de la bahía, y otra vez golpeó la parte de la ola que entró al barco, y más cerca estuvo de irse a pique. Furioso, Bardûk desenfundó la cimitarra que siempre llevaba al cinto y se lanzó hacia Arion, pues seguro estaba que el elfo había invocado, de alguna manera, a Ossë, Maiar a servicio de Ulmo, Amo de los mares que bañan la Tierra Media. Mas detuvo su avance Bardûk, pues una transformación se había producido en el Eldar. Las runas de su bastón, antes plateadas, brillaban ahora de un fulminante color dorado, como dorados eran ahora los ojos de Arion. Y una gran energía le rodeaba, y su simple presencia atemorizaba a los que lo miraban, Y por tercera vez tuvo miedo Iradmir de Arion, y supo en ese momento que no era un Eldar normal como lo eran los otros.
—¡No te enfrentes, Bardûk, con poderes que te superan por mucho! —exclamó Arion.
—¡Aplacad la ira de Ossë, os lo suplico! —exclamó el corsario, temiendo que su barco se fuese al fondo de la bahía con todos sus tesoros dentro.
—Ningún Maiar que no sea Uinen, su esposa, puede calmar la ira de Ossë. Mas no es de ese Maiar del que debes temer ahora, sino de mí —dijo Arion mientras andaba lentamente hacia Bardûk. Y retrocedió el corsario presa del pánico, pues al fin entendió quien era Arion realmente. E interpuso su espada en un vano intento de defenderse, pero Arion la tocó con uno de sus dedos y la hoja siseó y se puso al rojo, y comenzó a fundirse allí donde Arion la había tocado. Bardûk la soltó, pues le quemaba la piel, y así quedo indefenso ante el majestuoso poder de Arion. Y levantó este la mano con fuerza, y el cuerpo de Bardûk voló unos metros hacia atrás, sin haberle tocado si quiera. El corsario negro cayó pesadamente en el suelo, y se sentó, aterrado, con la mirada fija en Arion —Ahora, Bardûk, no sólo nos iremos Iradmir, Orphen y yo, sino también todos los esclavos que posees. Y si tú o tus hombres osan detenernos, no contendré mi ira como he hecho hasta ahora, y sabrás de lo que es capaz un Maiar.
—¡Marchad! —exclamó Bardûk fuera de si. —¡Marchad y no volváis, os lo ruego! ¡Turol, libera a los esclavos! —ordenó a su subordinado. Y este corrió hacia ellos y uno a uno, abrió los candados que le ataban a las cadenas. Se acercaron los prisioneros hacia Orphen e Iradmir, reacios a acercarse a Arion. Y este extendió su brazo y ofreció Khendeyul a Iradmir
—Guíales, Iradmir —dijo sin dejar de mirar a Bardûk —El bastón te ayudará a encontrar la salida.
Se aproximó Iradmir a Arion, al principio temeroso, aunque seguía siendo, en el fondo, el mismo Arion que le había enseñado tantas cosas en los últimos meses, así que se acercó sin miedo, pero respetuoso, y tomó Khendeyul de las manos de Arion. Y seguido por su padre y el resto de los esclavos, remontó el camino que llevaba a la cornisa. Y al llegar a ella, antes de entrar en la cueva, pudo ver como una última ola cubría La Flecha Negra por completo, arrastrándolo a las profundidades de la bahía.
No sabía explicar como, pero cada vez que encontraba varios caminos, Iradmir eligió uno sin titubear, y tras varios minutos, salieron a la superficie. Y abrazó Iradmir entonces a su padre, por que ya eran libres. Y los esclavos, ahora gente libre de nuevo, vitorearon sus nombres, pero callaron cuando Arion surgió de la cueva, recuperada su aspecto de Eldar, sin esa aura de poder, aunque sus ojos aún mantenían parte del brillo dorado que antes lucía. Iradmir le hizo entrega de su bastón sin decir nada, y en cuanto Arion lo asió, el brillo de sus ojos murió, y las runas comenzaron a tomar su brillo plateado habitual.
—Nada habéis de temer de mí, hijos de los hombres —habló Arion a los prisioneros de Bardûk. Mis pasos me llevarán ahora, junto con Iradmir y su padre, a Sook Oda. Y allí cogeremos un barco que ha de llevarnos a Pelargir. El que quiera venir, es libre de hacerlo.
—Yo iré —dijo un hombre acercándose a Arion y clavando la rodilla ante él. —Gracias por liberarme, mi señor.
—¿Os habéis arrodillado? —dijo Arion turbado, con una sonrisa nerviosa bailándole en el rostro, y vio Iradmir que volvía a ser el Arion que había conocido. —Levantad, no soy Rey, ni merezco vuestra humilde acción —dijo mientras ayudaba al hombre a levantarse.
—Yo también iré —dijo otro hombre.
—Y también yo —dijo otro. Y los cuarenta hombres estuvieron dispuestos a seguir a Arion hasta Sook Oda.
—Partamos cuanto antes, pues —dijo Iradmir, que no se había separado de su padre.
—Aún no, pequeño —dijo Arion. Y al tiempo que lo decía, surgieron de la cueva varios piratas portando sacos, y todos miraron atemorizados a Arion. Dejaron los sacos en el suelo y volvieron a la oscuridad de las cuevas.
—¿Qué hay en esos sacos? —preguntó Iradmir
—Provisiones —respondió Arion. —No querrás dejar a cuarenta personas hambrientas sin comer cuatro días de viaje, ¿no? —dijo con una sonrisa, que Iradmir le devolvió, aunque Arion no pudiese verla.
Encabezaron la marcha Arion, Iradmir y Orphen. Y por el camino les habló de su procedencia, y así habló cuando le preguntaron el por qué les había ayudado.
—Andaba, por casualidad —comenzó a contar Arion— cerca de Gothel cuando oí del mar una llamada, así que me acerqué a él. Y resulto ser Uinen, esposa de Ossë. Y me habló sobre un hijo de los hombres, de un niño, que lloraba sobre las olas por haber perdido a sus padres en el mar. Y le dolió a Uinen que ese niño, que antes había amado al mar con todo el corazón, lo odiase ahora de tal manera. Y me dijo que Ossë es receloso de atender los temas de los mortales, y menos de los que están en tierra. Y por eso me pidió ayuda Uinen, pues su esposo no le permitía actuar libremente. Mas no pudo darme datos concisos, pues Ossë la llamó a su presencia, sabedor de que tramaba algo, y sólo pudo pedirme que me dirigiese tierra adentro, pero a orillas del Anduin; y le dije que le esperaría en Pelargir, lejos del mar y de Ossë.
—Y por eso —le interrumpió Iradmir —dijisteis que os visteis obligado a visitar la ciudad antes de lo previsto. Y si no me equivoco, la Eldar con la que hablasteis, Kherayar, no era otra que Uinen.
—Tenéis un hijo despierto, Orphen —le dijo Arion sonriente al padre de Iradmir.
—Sin duda sale a su madre —dijo Orphen con una triste sonrisa.
—Kherayar… Uinen —continuó Arion —me contó lo que aquel día no pudo: que el padre del muchacho había sido secuestrado por piratas, más eso ya lo sabía, pues lo oí de boca de Surgán, en la posada de Gothel. Y también me dijo como se llamaba el barco y su capitán, e incluso una idea aproximada de donde se escondía. Y no quise decir nada antes, Iradmir, por que no podía asegurarte que tu padre estuviese ahí o que siguiese vivo. Por eso quise esperar a que lo vieses con tus propios ojos.
—Os entiendo ahora, Arion. Y ya sólo me queda daros las gracias por todo.
—Soy yo el que te está agradecido, Iradmir, pues en estos meses, he visto la belleza de Arda con otros ojos que no son los míos, y así mis pinturas ganarán en hermosura.
—Si no es indiscreción, Arion —dijo Orphen —¿Cómo puede ser que un Maiar esté desprovisto de la vista?
—No es indiscreción, Orphen, aunque sí remover en una antigua herida. Mas el motivo de mi ceguera sólo a mí concierne y os pido perdón por no contarlo, pero es algo de lo que no me siento especialmente orgulloso. Incluso los Maiar tenemos nuestros secretos inconfesables…
—No os preocupéis, Arion. Era simple curiosidad —respondió Orphen, que en ningún momento había soltado la mano de su hijo, que, a su vez, seguía conduciendo a Arion, previniéndole de los obstáculos del camino.
Al cuarto día, al caer la noche, llegaron a Sook Oda. Una densa niebla había engullido la pequeña ciudad, y la comitiva la atravesó como ejército de almas en pena, o así les pareció por su aspecto a la gente que los vio pasar desde sus ventanas. Y grande fue la sorpresa de Iradmir cuando, al llegar al puerto, vio atracado en él a La Hoja de Pelargir. Y más grande fue aún la sorpresa cuando descubrió a Kherayar, que le esperaba junto a la pasarela que llevaba al barco. Arion se adelantó y habló primero con ella. Luego, la Maiar se acercó a Orphen y le besó en la frente. Y de júbilo se llenó su corazón, pues para un marinero, la bendición de Uinen, esposa de Ossë, era un seguro de vida; una protección contra los peligros que el mar escondía. Y se agachó entonces Kherayar hasta la altura de Iradmir, y también le besó en la frente; y por primera vez, le habló la Maiar en su idioma:
—Neiayar, El Que Llora en El Mar. Fue el amor que profesabas por el mar lo que me movió a ayudarte. Espero que ahora te reconcilies con él, y lo ames tanto o más que antes.
—Sólo los Eldar superarán el amor que yo le profesaré al mar —dijo entonces Iradmir, con los ojos clavados en los de Kherayar. —Navegaré por donde ningún Hombre lo hizo jamás, y allá a donde vaya, el nombre de Uinen será mi estandarte, y todos los que me rodeen sabrán de la belleza de sus ojos y de la gloria de su sonrisa.
—Y yo velaré por que tus viajes sean tranquilos, Neiayar, aunque a veces la ira de Ossë te ponga a prueba. Ahora he de marchar; demasiado tiempo he perdido en traer el barco desde Pelargir.
—Una última cosa, Uinen —dijo Iradmir.
—Dime, Neiayar.
—Si os encontráis con el alma de mi madre en vuestros mares, hacedle saber que la quiero. Y también mi padre.
—Dudo mucho, pequeño, que encuentre el alma de tu madre en mis mares, pues a donde van los espíritus de los Hombres Mortales sólo Iluvatar lo sabe. Pero no temas, Neiayar, pues seguro que tu madre lo sabe, éste donde éste.
Y dio media vuelta Kherayar, y por segunda vez, se perdió entre la niebla.
Un mes había pasado desde que Orphen y el resto fue liberado de las garras de Bardûk. Arion, Orphen y su hijo, se encontraban en la misma loma donde Iradmir vio Pelargir por primera vez. Y hacia ahora miraban los tres, pues seguros estaban de que tardarían en volver a verla.
—Ha llegado el momento de la despedida, Iradmir —dijo Arion mientras le regalaba una sonrisa triste.
—¿Hacia dónde marcharéis, mi señor?
—Hacia el norte, siguiendo el curso del Sirith un tiempo, y luego al oeste, rodeando las montañas.
—Os echaré de menos —dijo Iradmir mientras abrazaba al Maiar.
—Y yo a ti también Iradmir. Pero no temas, nos volveremos a encontrar antes del final. Sé que he plantado en tu corazón la idea de viajar y conocer nuevos sitios y nuevas gentes, y llegada la hora, así lo harás. Y en uno de tus viajes, volveremos a encontrarnos.
—Y ese día —dijo Iradmir con lágrimas en los ojos —me enseñaréis todas las pinturas que hayais pintado hasta la fecha, y yo os aconsejaré, pues muchos de esos lugares habré visitado ya.
—Así será —dijo Arion. —Toma, quiero regalarte esto —dijo Arion mientras le entregaba un lienzo, aquel en el que le pinto durmiendo aquella noche, en pleno bosque.
—Lo guardaré como el mayor de los tesoros, y tendrá lugar de honor en mi camarote cuando tenga barco propio.
—Que así sea —dijo Arion mientras se ponía de pie. Estrechó la mano de Orphen, cogió Khendeyul con fuerza, y puso rumbo al norte.
—Namárië —susurró Iradmir, con las lágrimas recorriendo sus mejillas. Abrazó luego a su padre y emprendieron el camino de vuelta a casa.
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