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El Dragard (Una Taberna, Cien Historias - I)
Primer relato de Una Taberna, Cien Historias, una pequeña novela formada por cuatro relatos (2006). Tercer premio en el primero concurso de relatos de La Taberna del Dragón Verde
Por Frandalf Publicado en Fantasía, Sin revisar, Una Taberna, Cien Historias en 2 de agosto de 2020 0 Comentarios 37 min lectura
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Lo vio aparecer por el sendero que llegaba desde la lejana Ruta del Sur, por esa parte del mismo que surgía del bosque. Era alto, esbelto, con el pelo largo y claro, ataviado con ropas de viaje, pudo observar Beland aun desde la distancia. «Del norte, al parecer» se dijo, orgulloso de su buena vista. Miró a un lado y a otro, hacia la granja a la que pertenecían los campos que araba, pero el patrón no estaba cerca; ni siquiera le veía. Poco a poco, paso a paso y sin dejar de arar, se fue acercando a esa parte de los campos que daba al camino. Y de forma casi casual, casi inocente, llegó junto al cercado justo en el momento en el que el extranjero llegaba a su altura.

—Disculpe, buen señor —le dijo el mismo al llegar junto a él. El muchacho se giró con parsimonia mientras se enjugaba el sudor de la frente, instante que aprovechó para examinar bien al extraño. Como le había parecido ver, tenía el pelo rubio de los nórdicos, y su piel era clara, blanquecina, muy diferente a la suya, tostada por innumerables jornadas al sol. Unos ojos azules, fríos, le miraban desde el afilado rostro.

—Salud, caballero. ¿En qué puedo ayudaros? Veo que no sois de estas tierras… —le respondió siguiendo lo que ya se había convertido en rito.

—Veis bien —dijo el extranjero esbozando una sonrisa tan ritual como la respuesta de Beland—. Ando de viaje por el sur y desde hace días, en el camino, sólo oigo hablar de la famosa Taberna del Dragón Verde y de su exquisita cerveza. Debe ubicarse por estos lares. Si fueseis tan amable de indicarme…

—¡La vieja taberna! —interrumpió Beland, con una fingida sorpresa—. Por supuesto, por supuesto. No son pocos los viajeros que se desvían de la Ruta del Sur para visitar las humildes tierras del ducado de Silred. ¡Famosa es la cerveza de la Taberna del Dragón Verde!

—Si pudierais indicarme… —repitió el extranjero sin inmutarse. Beland carraspeó y se apresuró a mirar hacia los campos y hacia la granja. Al patrón seguía sin vérsele por ninguna parte, así que saltó con maestría por encima de la cerca que rodeaba las tierras de cultivo y se colocó junto al extranjero.

—Os acompañaré, mejor que indicaros —sugirió sin preguntar, y luego siguió con el ritual—. Hace calor en las tierras sureñas a estas horas del día, ¡y bien me vendría una cerveza! Venid, no queda lejos —dijo y, sin más, comenzó a caminar sin comprobar si el extranjero le seguía, pero éste no tardó en ponerse a su altura.

—¿Qué historias se cuentan en la taberna? —preguntó el extranjero tras unos pocos metros.

—¿Qué historias?, señor…—preguntó Beland con inocencia.

—Arión. Sí, ya sabéis: Una posada, cien historias, señor…

—Beland —se presentó, henchido por el título de señor—. Y me alegra que me preguntéis por las historias que en la Taberna se cuentan, porque pocas en el mundo, se dice, tienen las mismas que ella. ¿Cuántas, si podéis decirme, ya que venís del norte al parecer y largo ha debido ser el camino, tienen en su historia el ataque de un dragón y la supervivencia al mismo?

—Un dragón —repitió Arión con voz extraña, como si intentase asimilar la palabra—. No, no sé de ninguna posada que haya sido atacada por un dragón, siquiera.

—Pues ya conoce una —afirmó sonriente—. Pero no os contaré más; no sin una buena cerveza por delante. Pero descuidad, que ya queda poco. ¡Oh, amarga y amada cerveza! —canturreó ante la visión de la jarra que se dibujaba en su futuro próximo—. La mejor del reino, han afirmado muchos viajeros. Ya verá, mi señor Arión. Hay quien dice que es imposible que exista cerveza igual, que es cosa de magia. Karnst, el tabernero, dice tener un secreto que la hace tan sabrosa, pero poco tiene el viejo tabernero de mago —rió —. Es buen hombre, Karnst, por cierto, pero misterioso, pues bien que se guarda más secretos que el de la cerveza.

—Karnst —repitió el hombre con la misma monotonía, demasiado lejos del entusiasmo al que Beland estaba acostumbrado a ver en otros extranjeros.

—Así es. Fue testigo del ataque y participó en él. Tiene buena mano con la cebada y es amado en el pueblo por ello —dijo con una carcajada—. Y también porque es un buen hombre, aunque muy extraño. Hubo una vez que entró en la posada un viajero, mayor que vos, y en cuanto cruzaron la mirada, Karnst despidió al muchacho que le servía como camarero y contrató al extranjero; Iar, se llama. Y aunque es algo torpe y lento, tanto de acción como de mente, ni le grita ni le da con la escoba como al muchacho anterior. Y nunca nadie ha sabido el por qué le contrató… ¡ni el por qué de su gran cerveza! Y es que la duda nos corroe, ¿sabe? ¡Demasiados secretos para un tabernero de pueblo! Aunque supongo que el sobrevivir a un dragón puede trastocar a la gente, si usted me entiende. Él fue uno de los pocos que… ¡Pero no me tire más de la lengua! Ya estamos a dos pasos, como se suele decir.

El camino, que circundaba el bosque por un lado y los campos de labranza por el otro, giraba aquí abruptamente, siguiendo el dibujo caprichoso de los árboles. Se replegaban estos poco más allá, rodeando, casi abrazando, a un robusto edificio de piedra de dos plantas. Era grande, mucho más grande que las tabernas de pueblo que uno podía encontrarse lejos de la Ruta del Sur, lo que demostraba la prosperidad que la fama de la taberna le confería. A la distancia que les separaba, les era fácil distinguir la construcción original de las ampliaciones posteriores, pero aun así toda la construcción parecía vieja o muy vieja. Y aun a la distancia, se podía ver un cartel que pendía sobre la puerta de roble, y el dragón verde dibujado en él brillaba como una gema bajo la luz de la media tarde.

El sol había comenzado ya su lento avance hacia el ocaso, y siendo ésta una hora tan cercana al fin de las labores en los campos, la taberna estaba repleta de los parroquianos habituales. Algunos saludaron a Beland al entrar, y todos, sin excepción, clavaron la vista en el pálido extranjero, al que saludaron con efusión, pues estaban acostumbrados a los visitantes ocasionales de su amada taberna, y también a las monedas que dejaban tras de sí.

—¡Una pinta de cerveza para el señor Arión, Karnst! —exclamó Beland al llegar a la barra. El tabernero, un hombre de edad avanzada, delgado y de ojos tristes, se acercó a ellos, dirigiendo una sola mirada al extranjero. Luego se dirigió al muchacho.

—¿Otra para ti? —preguntó con una media y cómplice sonrisa.

—Oh, ya sabes que el patrón tarda en soltar la paga, así que me conformaré con una pequeña copa. Sólo vengo acompañando a maese Arión, que andaba buscando un buen trago y una buena historia.

—Póngale una pinta, señor Karnst —dijo entonces Arión. El joven rostro de Beland se iluminó con una sonrisa de fingida sorpresa y se lo agradeció con vehemencia.

—Si buscáis buena cerveza —dijo entonces un granjero de pelo gris que estaba junto a ellos —, no podríais haber elegido sitio mejor. Y si además buscáis buenas historias, también habéis venido a parar al lugar indicado.

—Éste es Berno, mi señor Arión —aclaró Beland —. Él también fue testigo de la historia que antes os comenté. Él y Karnst, de momento, pero me temo que nuestro amado posadero es demasiado parco en palabras y poco os contará de lo sucedido —rió, y los parroquianos que les rodeaban, atraídos sin duda por la historia en ciernes, corearon su risa. Karnst no rió; ni siquiera les miró, atareado como estaba en la cocina.

—¡Buena cerveza, dioses! —exclamó Arión tras dar un sorbo.

—¿Verdad que sí? —exclamó Berno con júbilo—. ¡La mejor de Valsereg, según se dice! Y ahora que hemos empezado a mojar el gaznate, supongo que querréis oír una historia; una buena historia, me atrevería a decir.

—Cierto —respondió Arión tras otro sorbo—. Desde Kelesh llevo escuchando rumores sobre esta taberna, de su cerveza y de sus historias, del dragón y del gran Gweid, pero los rumores son confusos y se contradicen. Así que, intrigado por las historias y por mi amor por el buen caldo, vine a Silred. La cerveza ya la he probado y bien es cierto que es la mejor que nunca he bebido. Así que quisiera ahora oír la historia, si queréis contarla de nuevo.

—Sea, sea —respondió Berno con un ademán de la mano, quitándole importancia al asunto.

Los parroquianos que les rodeaban se sumieron en un silencio expectante, y los que se sentaban en la sala común dejaron sus conversaciones y clavaron los ojos en el viejo Berno. Era fácil adivinar que habían oído cientos de veces la misma historia, pero siempre la escuchaban con devoción, con orgullo, tal y como toda en la capital se oirían las gestas de los héroes o de Krishnan, el Rey Perdido, y la Espada del Lamento. Pero esta gesta había sucedido allí mismo, tiempo ha, pero bajo sus pies, y eso parecía fascinarles. Berno carraspeó y sin más preámbulo que ése, comenzó a narrar con la voz cascada que le caracterizaba.

—De esta historia hace ya casi treinta inviernos, y por aquel entonces, como muchos de los de aquí, apenas era un muchacho, tonto y barbilampiño. La posada era mucho más pequeña, justo hasta donde empiezan aquellas piedras blancuzcas —dijo señalando a la pared, un poco más allá de la chimenea. Las piedras estaban tiznadas de hollín, pero aun así se veían mucho más claras y menos pulidas por el tiempo que las demás —y el tabernero era Zeidel, los dioses el acojan. Eran aquellos años poco seguros; Valsereg se enfrentaba en cruenta guerra con Vannatur, nuestros vecinos del oeste, por lo que Silred, tan al este del reino, era apenas una mancha minúscula en los mapas y en la mente del rey; inservible para la guerra. Vinieron muchos bandidos y gente de mala calaña, huyendo de la guerra y saqueando los poblados a su paso. Y también vinieron los lobos, los trasgos y los jnuks, mortales y atrevidos como nunca se les había visto. Y también vino el dragón…

» No era yo mayor que Beland y era tan estúpido y borrachín como él lo es ahora. —El aludido frunció el cejo mientra algunas risas, tímidas, silenciaron durante un momento a Berno, pero al cabo continuó—. Y como él, a veces me escapaba del trabajo y me colaba en la taberna en busca de algún sorbo. Aquella noche era como cualquier otra de aquel invierno: fría, húmeda y oscura, pero los dioses, al parecer, creyeron oportuno que no fuese una noche normal. Y allí estaba yo, acechando alguna jarra a medio vaciar entre los parroquianos y los viajeros y vagabundos que huían de la guerra del oeste, cuando llegó a nosotros el primer rugido. Había sido bosque adentro, pero lo suficientemente cercano cómo para hacernos enmudecer. Aquí, buen Arión, somos gente sencilla, de campo, y poco habíamos oído hablar de dragones y otras grandes bestias, pero aquel rugido, el primero de todos, bastó para hacernos saber que nos acechaba un gran peligro.

» Hubo algunos de entre los que atestábamos la taberna que, tras el pasmo inicial, se levantaron y sin decir palabra, salieron a todo correr de la posada. Y eran estos hombres del camino y no de Silred, y quizás ellos, más sabios y precavidos que nosotros, según se demostró, si sabían lo que se nos venía encima. Cuando habían salido cinco, o quizás seis, los hombres del pueblo parecieron despertar del estupor y el pavor, y algunos, antorcha en mano, con más miedo que valor, salieron de la taberna para ver qué diablos estaba pasando, aunque no fueron pocos los que corrieron al refugio de sus casas. Yo, por supuesto, en mi estupidez, me quedé con los valientes de la taberna, temblando de miedo, pero incapaz de irme de allí. Entonces llegó el segundo rugido.

Berno detuvo la historia y dio un gran sorbo a su jarra, la cual quedó vacía. Arión hizo un gesto a Karnst, que la cambió por otra. Agradecido, Berno continuó, rompiendo el expectante silencio.

—Un segundo rugido, pero esta vez mucho más cerca, casi encima de nosotros. El terror nos ganó a todos, pero allí seguíamos, como de piedra, tan incapaz de movernos como los propios árboles. Y los árboles… ¡ay, aún tiemblo a recordarlo! ¡Volaban, señor Arión! —exclamó —. Podíamos ver sus siluetas recortadas contra el velo sombrío que la luna otorgaba al mundo. Salían despedidos con gran fuerza, como si una mano colosal los arrancase cual malas hierbas. Y la cosa avanzaba con increíble rapidez hacia nosotros. En ese momento el poco valor que podía haber en las buenas gentes del pueblo desapareció. Corrieron como locos hacia ninguna parte en particular, presas del pánico. Yo sólo pude retroceder paso a paso, recuerdo, muerto de miedo. Y entonces surgió la cabeza, enorme, amenazante y majestuosa. Y tras la cabeza vino el cuerpo, largo y escamoso, poderoso, aterrador. Nunca olvidaré aquella terrible y gloriosa escena, mi señor Arión, y aun hoy tiemblo al recordarla, después de tantos años. Los hombres que aún estaban cerca se detuvieron (al igual que yo) y se quedaron paralizados, la mirada fija en los crueles ojos del dragón.

» Fue entonces cuando la enorme mole de la bestia, que brillaba verde a la luz de las antorchas, atacó con un rugido, y en ese primer ataque murió Phazar, el molinero, tan buena persona como grande era; y Jon el Tuerto murió bajo sus garras, aunque pocos lloraron su muerte. Murieron también algunos a los que desconocíamos; gentes del camino, sin nombre ni cara, pero igual les enterramos. Oh, disculpad mis divagues, ya estoy mayor —dijo, dando un gran trago—. En fin, que ante tan dantesco espectáculo, los hombres reaccionaron y los cuerpos accedieron a moverse (yo me derrumbé, la verdad). Muchos corrieron dentro de la taberna, esperando que los gruesos muros de la misma les sirviesen de parapeto, pero ¡ay, se equivocaban! El dragón extendió las enormes alas y se irguió sobre sus patas traseras y pareció intentar volar, pero en cambio, dejó caer el peso sobre el blando techo del edificio, que por aquel entonces tan sólo tenía una planta. Así entró en la taberna, y allí, entre las mesas, podéis ver la enorme huella que la bestia dejó —dijo señalando a un punto cercano a la chimenea.

Las gentes se echaron a un lado para que Arión pudiese ver una enorme zarpa marcada en el suelo de barro cocido. Habían cambiado el suelo de la taberna, era evidente, pero habían dejado allí la huella, sin duda para dar más credibilidad a la historia y como recordatorio vivo de lo que una vez allí aconteció. Al poco, Berno continuó —. Y entonces, mi señor, cuando pensábamos que nos perseguiría y mataría a todos, llegó la esperanza. Nadie le vio venir, y nunca se supo a donde fue, pero entonces… ¡apareció Gweid, en persona! ¡Gweid, del que hablan tantas canciones! El famoso mata dragones, elegido de los dioses para exterminar a tales criaturas. ¡Incluso había servido a nuestro rey, decían! ¡Al mismísimo Krishnan, que también había matado a un dragón, tal y como cantan los juglares, antes de que éste cayera en la locura y convirtiese a Valsereg en un reino sin rey! Seguro habéis oído de las hazañas de ambos, aun en el lejano norte. Pues bien, allí estaba el mejor espadachín de este lado del mar: alto y enhiesto, fuerte como un toro, con los brazos de tamaño de troncos, con la melena rojiza cayéndole sobre los hombros como una llamarada. Y empuñaba a Lokendacil la Mata Dragones, el Daño del Gusano, y la espada brillaba en su mano como si empuñase la luz del día. Se lanzó hacia el dragón sin miedo ni temor, y la espada silbó al incrustarse en la indestructible piel acorazada de la bestia. De la herida surgió un gran caño de sangre y, en su agonía, destruyó la mitad de la taberna. Entonces, maldita sea, unas manos me cogieron por debajo de los brazos y me sacaron de allí, y nadie sabe cómo se desarrolló la batalla entre los dos colosos.

» A la mañana siguiente, pues estábamos demasiado aterrorizados como para acercarnos de noche, surgimos de nuestros escondites y nos acercamos, temerosos y desconfiados, a la taberna. Y allí estaba el dragón, a unas decenas de metros de nuestra adorada cantina. Inmóvil. Frío. Muerto. Y junto a las ruinas había supervivientes de los que habían quedado dentro, y entre ellos estaban Zeidel, el antiguo posadero, y Karnst, entre otros. Por aquel entonces, nuestro amado Karnst era un exiliado del oeste, que huía, como muchos, de la guerra. Estaba dentro de la taberna cuando parte de ésta se derrumbó, y, como otros, se disponía a salir huyendo cuando vio que el derrumbe había enterrado a Zeidel, y que éste estaba malherido. Arriesgando su vida, quitó piedra a piedra, con la zarpa del dragón a tan sólo un brazo, hasta que sacó al moribundo Zeidel. Sí, moribundo, porque murió al amanecer a las puertas de su local en brazos de aquel desconocido, y en su último aliento, le regaló la posada en agradecimiento, y hay muchos testigos de esas palabras. Así que, como Zeidel era amado y respetado por los buenos bebedores, reconstruimos la taberna para el valiente Karnst y le cambiamos el nombre. Y buena idea fue aquella, por cierto, porque entre otros secretos que se guarda el muy bribón, también tiene el de ésta inigualable cerveza —rio.

—¿Y qué pasó con Gweid? —preguntó el extranjero

—Una vez mató a la bestia, y eso no lo vio nadie, montó en su caballo y marcho al oeste, a la guerra —respondió Karnst, que había permanecido silencioso y apartado durante todo el relat —. Y ya no hay más canciones sobre él a partir de esa fecha. Quizás yo fuese el último en verlo.

—¡Dichosos tus ojos, pues! —exclamó Berno dando otro trago—. ¡Y dichosa tu cerveza!

Tras estas palabras, se levantó un gran alboroto en la taberna y los parroquianos volvieron a sus conversaciones.

—Es una buena historia, en verdad —le dijo Arión a Berno y a Beland una vez todos se hubieron apartado—. Hubiese sido digno de ver a Gweid en acción.

—Yo sólo lo vi un instante, o así me pareció —dijo Berno —, porque la espada que empuñaba, la Lokendacil, brillaba con tanta fuerza que apenas si podía distinguir su figura. Era terrible verlo. Supongo que en la guerra su espada haría estragos entre los enemigos del reino, aunque nunca oí historias al respecto. Ninguna más, como ha dicho Karnst; quizás muriese en aquella guerra, yo que sé. Y hablando de todo, ¿qué nos podéis contar vos sobre el mundo? Las pocas noticias de lo que acontece más allá del bosque siempre es de bocas de viajeros, y rara vez tenemos la oportunidad de saber noticias de tan al norte. ¡Apenas algún rumor! Dicen que hay guerra y que los Dragones Antiguos, los Plateados, los multirformes, han surgido de nuevo de los cuentos antiguos y que dejan desolación a su paso.

—Poco sé al respecto, en verdad —dijo Arión—, pues, aunque soy de las lejanas tierras de Kendrih, mucho hace que no visito mi país, y también ando a la caza de rumores. Nunca oí, no obstante, nada de los Dragones Antiguos, y es algo que dudo; ya no quedan apenas dragones, y los Plateados hace mucho que desaparecieron del mundo. Aunque los rumores de guerra bien pueden ser ciertos. Los hombres poderosos no son felices si no encuentran una excusa para matarse los unos a los otros.

«Raro como un norteño. Borracho como hombre del sur» pensó Beland mientras apuraba su pinta. «Tiene razón el dicho».

Era ya noche cerrada cuando el último de los parroquianos abandonó la taberna dando tumbos. Iar, el camarero del que le había hablado Beland, limpiaba el suelo cerca de Arión. El norteño se había sentado, con una pinta por delante, en una mesa pegada a una de las ventanas poco después de que Berno terminase de narrar su historia, y había permanecido sólo y taciturno desde entonces.

—Mi señor —le dijo Iar, un hombre entrado en años y de mirada perdida—. Vamos a cerrar la taberna. Ya es tarde. Si vos pudieseis…

—Déjalo, Iar —repuso Karnst desde la barra, mientras fregaba las últimas jarras —Yo me encargo de cerrar. Vete a casa; estarás cansado.

—Pero Karnst… —dijo mirando al tabernero. Hubo una muda conversación de miradas y, al tanto, Iar suspiró y bajó la cabeza—. Está bien, Karnst. Nos… nos vemos —dudo. Soltó el delantal y se marchó, cerrando la puerta tras él.

Karnst llenó un par de jarras y se sentó frente a Arión con mirada triste.

—No he pedido otra pinta —le dijo el norteño sin mirarlo, pues observaba las estrellas por la ventana entreabierta.

—Esta corre por cuenta de la casa —respondió el tabernero dando un sorbo de la suya.

—Sois un gran mentiroso, Karnst —espetó Arión sin más, dirigiéndole su gélida mirada. El aludido se encogió de hombros.

—Es mejor así. Ellos no debían saber la verdad, y a mí me interesaba esconderla. De todas formas, nunca me hubiesen creído.

—No acabo de entenderlo.

—Ya oíste a Berno. “El mejor espadachín de este lado del mar: alto y enhiesto, fuerte como un toro, con los brazos de tamaño de troncos, con la melena cayéndole sobre los hombros como una llamarada.” Gweid era un guerrero hecho y derecho. Yo era un muchacho enclenque de pelo pajizo. No me creerían.

—Aun así, matasteis al dragón. Aun así, vos sois Gweid, y Lokendacil, una de las Tres Profetizadas, era vuestra espada.

—Aun así, no quería que ellos lo supiesen. Por lo que a mi respecta, Gweid murió en aquella batalla. Estaba cansado de Gweid el espadachín, el guerrero. Gweid era un mago. Gweid era un chiquillo. Nunca supo empuñar un arma como es debido. ¿Lokendacil? Era sólo un tosco trozo de acero, una espada roma —dijo con sorna —. Era el Dragard el que se enfrentaba al dragón. A ese y a todos.

—El Dragard… la Antigua Palabra, el hechizo destructor de dragones —susurró Arión—. No todos los hombres pueden invocar el Dragard, y el que lo invoca sólo lo hace una vez, porque el hechizo le consume. Pero vos no. Vos lo utilizasteis tanto como para que el arma recibiese un nombre propio.

—El Dragard, el que convierte a quien lo ata a un trozo de acero en el mejor guerrero del mundo: la piel de diamante, la velocidad del rayo y la fuerza de los mares. El Dragard, el hechizo que sólo puede usarse delante de un dragón y el que lleva al que lo invoca a la desgracia, antes o después. Sí, podía invocarlo cuantas veces quisiese sin peligro, pero el precio por hacerlo fue alto.

—¿Pero por qué aquí? ¿Por qué en ese momento y no en otro? ¿Por qué Gweid dejó de matar dragones, azote de los humanos desde tiempos inmemoriales, para convertirse en un simple tabernero? ¿Por qué reducir el uso de la magia que dominaba con tanta maestría tan sólo a fermentar la mejor cerveza de este lado del mar? —preguntó el norteño. Karnst volvió a encogerse de hombros.

—Estaba cansado —respondió.

—¡Je! Sois un buen mentiroso, pero a mi no me engañáis.

—Podría decir lo mismo de vos —respondió, eludiendo el tema.

—¿De mí? —preguntó Arión, divertido.

—De vos. Pensé que todos los vuestros habían perecido o habían huido Más Allá del Mar.

—Hemos vuelto —respondió Arión con una torcida sonrisa—. Algunos, al menos. ¿Desde cuándo lo sabes?

—Desde que pusisteis un pié dentro de mi taberna. Desde la primera vez que os vi.

—Y has permanecido en silencio desde entonces —susurró Arión, pensativo —. Sabes quién soy y a lo que vengo… pero no parece importarte ni lo uno ni lo otro.

—Sabía que algún día debía ocurrir. Sabía que uno de los vuestros vendría y me ajustaría las cuentas, ahora que soy un viejo enclenque.

—Pero tienes el Dragard. ¿Por qué no lo has usado? ¿Por qué no lo usas ahora? Sólo hubieses perdido un instante en atar la Palabra a uno de los cuchillos de la cocina y todo habría acabado. Incluso ahora, quizás, pudieras hacerlo antes de que lograse acabar contigo.

—Quizás no os lo he dejado claro. Os esperaba —contestó Karnst—. Os esperaba desde que maté a aquel dragón.

—¿Por qué? ¿Por qué me esperabais? ¿Por qué no luchas y por qué mataste a aquella hembra? —rugió de repente Arión. Karnst no se amilanó y no respondió hasta dar otro trago.

—Sabéis pues que era una hembra… —fue la respuesta. Arión se sorprendió.

—Los Ancianos podemos sentir a todos los dragones de este lado del Mar y también del otro. Y en verdad que ya quedan pocos. Por eso, yo y algunos como yo hemos vuelto del exilio. Para llevarlos Más Allá del Mar y para vengarnos. Llevo años persiguiendo a los cazadores de dragones. Tomo la forma de Arión el norteño y los cazo uno a uno. Y en todas partes he oído sobre el gran Gweid, y ardía en deseos de batirme con él, de igual a igual, porque todos los que he ido matando apenas si eran alfeñiques que sólo habían cazado a crías de dragón o a hembras preñadas, sin contar al Rey Perdido, a Krishnan, al que nunca encontré. ¿Sabías que las hembras en estado no vuelan y no lanzan fuego, maese Gweid? —preguntó con sorna.

—Sí, lo sabía.

—¡Y aun así mataste a Zenimrathil! ¿Es que los hombres no tenéis corazón? ¿Tan cobardes, tan salvajes sois?

—¿Ese era su nombre? Es hermoso. De todas formas, yo no sabía en ese entonces que… ¿Zenimrathil? estaba gestando. Y aun así, fue ella la que nos atacó sin motivo.

—Los huevos de dragón son sabrosos y aportan propiedades mágicas a los que los comen, aunque pocos pueden hacerlo, porque es un veneno letal. A Zenimrathil le habían acosado gigantes en las montañas, y enormes gnulls y algún que otro grifo, atraídos por el olor. Huía aterrada e indefensa, y cuando os encontró, tan sólo os vio como otra amenaza. O al menos, así lo creo.

—No creo que sea excusa. Nos tachas de salvajes, de cobardes, de que no tenemos corazón. ¿Acaso vosotros sí? ¿Sabéis por qué me hice cazador de dragones, maese Arión? ¿Por qué era el mejor aún teniendo tan sólo quince primaveras? —dijo Karnst con voz dura —Uno de los vuestros mató a toda mi familia, arrasó todo mi poblado. Mi madre estaba encinta, ¿sabéis? Y la devoró. Y era un macho adulto, no ninguna hembra preñada y asustada. Así que vendí mi alma a cambio del poder para derrotarle. Muiso, el Dios de la Guerra y la Muerte me otorgó el poder de la magia y el del Dragard, grandioso e ilimitado; ya sabéis que es un Dios solícito para tales cosas. Alto es el precio que di, y alto el que me he tenido que cobrar. Nunca podré volver a la Corriente… —añadió apesadumbrado.

—No somos tan distintos, pues —dijo Arión secamente—. Ambos luchamos por venganza. Os respeto como a igual y comparto vuestro dolor —dijo Arión bajando la cabeza, adquiriendo de nuevo el mismo tono respetuoso de minutos antes—. Pero aún no entiendo por qué dejasteis de lado vuestra venganza, por la que tan alto precio habíais pagado, y os ocultasteis aquí. No entiendo por qué se me niega el placer de luchar contra vos de igual a igual.

—Tendréis vuestra respuesta —dijo Karnst levantándose—. Seguidme, por favor.

Arión siguió al anciano hacia la cocina. Allí en medio, bajo una innecesaria alfombra manchada de grasa, se escondía una trampilla. Karnst la abrió sin esfuerzo y la puerta se abrió en silencio. Luego bajó y Arión le siguió.

Se encontraban en una sala pequeña, cavada en la roca viva. A un lado y a otro, había apilados barriles de cerveza y sacos de cebada. Pero al fondo brillaba un orbe de luz, mágico, y bajo él había dos objetos: una espada, roma y oxidada, y un huevo de gran tamaño.

—Por todos los dioses… —susurró Arión, sorprendido—. ¿Qué significa…?

—Antes de morir, cuando Zenimrathil yacía frente a mi ensangrentada espada, cantó una melodía tan hermosa que me cautivó. Hasta ese momento, pensaba que los dragones eran sólo bestias mágicas, sin la capacidad de razonar o hablar. Pero al oír tan triste canto, el corazón se me rompió ante el dolor que la canción emanaba. Entonces la dragona terminó el lamento y me miró. Se abrió las entrañas ella misma y me entregó el huevo que guardaba dentro, y, tras eso, murió. En un principio no supe qué hacer, pero las palabras de la canción se me habían grabado a fuego en el corazón, aunque no entendía qué significaban. Y entonces decidí guardar el huevo hasta que otro viniese a por él, aunque nunca entendí por qué confió su cría a su propio asesino.

—Era el Lamento de Luinë, una antigua leyenda entre los dragones, o más bien profecía —dijo acariciando al enorme huevo —. Y los dragones no hablan, Gweid. No a los humanos, al menos. Sólo los Ancianos. Y el que tú la entendieses es porque, sin duda, eres un superviviente de la Antigua Sangre, un vástago de los días antiguos, de cuando los hombres y los dragones no eran tan diferentes entre sí. Y eso es una sorpresa para mí y debe ser un honor para ti.

—Nada sabía de eso. Tampoco me hace sentir mejor, ni me hace entender.

—Cuando la hembra comprendió que en tus venas corría la Antigua Sangre, supo que podía confiarte su cría, pese a todo. Sabía que te ocuparías de ella. Hay mucho amor en este cascarón… —añadió mientras acercaba el oído a la rugosa superficie del huevo —. Y no sólo de su madre. También está el tuyo.

—A veces le hablo —susurró Karnst, turbado—, le cuento historias, le ánimo a salir del cascarón con palabras amables. A veces, las que más, me dedico horas solo a mirarlo. Me siento responsable de él.

—Pero está muerto —dijo Arión de repente, con la voz rota.

—¿Qué? —exclamó Karnst en el mismo tono. Arión cerró los ojos y entonó un cántico extraño.

—Murió hace pocos años, y eso que estaba a punto de romper la cáscara. Aún no ha empezado a pudrirse siquiera. Oh, maldita sea… Quedan muy pocos, Gweid… demasiado pocos —dijo, y las lágrimas corrieron por sus mejillas.

—No sé qué decir —susurró el tabernero mientras también él acariciaba el cascarón—. Mis sentimientos hacia los vuestros cambiaron hace años. Ojalá pudiese dar ahora mi alma para cambiar todo lo que he hecho, para salvar a todos los que he matado… o al menos para salvar a éste. Pero mi alma ya no me pertenece. La vendí para mataros a todos… para matar a ésta cría y… y me rompe el corazón —dijo, llorando amargamente—. No sabes cuanto me arrepiento de haber destruido mi alma inmortal por tan estúpida venganza. Nunca volveré a la Corriente de la Vida; nunca encontraré descanso en el seno de Muiso. Mis actos no traen más que desgracias. ¡La maldición del Dragard, Arión! Ya os lo dije. Trae la desgracia antes o después. Quizás debí morir en el ataque de aquel dragón, en los lejanos días de mi infancia… Quizás Muiso ya esté jugando conmigo… ¡Oh, Arión! Daría todo lo que tengo para salvar al menos a ésta cría…

—¿Lo decís en serio? —preguntó Arión con un tono extraño. Karnst le miró, intrigado—. ¿Seríais capaz de abandonarlo todo, incluso romper la promesa hecha a Muiso para salvar a la cría? ¿Habláis con verdad?

—¿Qué insinuáis, Arión? —exclamó el tabernero con sorpresa—. ¿Acaso hay forma de hacerlo?

—La hay —fue la seca respuesta de Arión. Karnst clavó sus ojos en los del dragón, velados por los ojos humanos del que había tomado forma. Había en ellos una especie de lucha interna, un debate consigo mismo que parecía sustentarse en lo más firme de sus creencias, de su propio ser. Y tras unos segundos interminables, continuó hablando—. Como sabréis, sólo los magos pueden influir en los dragones sin la intervención de los dioses. Pero no contra machos adultos, fuertes y poderosos, señores de la magia. Sí contra hembras encinta. Y contra crías. Y si aún no ha salido del huevo, un mago de talento podría reducirlo a cenizas con sólo desearlo, porque la magia es aún pura en la cría. Si vos lo quisierais, Gweid, podríais implantar vuestra alma en el recipiente mágico que es el cadáver del dragón, pues sois miembro de la Antigua Sangre y no seréis rechazado; ningún otro mago del mundo podría hacerlo. Vuestra magia, sin duda, podría hacer latir de nuevo el corazón del pequeño. ¡Pero cuidado! Si lo hacéis, romperéis en cierto modo vuestro pacto con Muiso, porque los dragones somos inmortales al menos que nos den muerte. Así que el Dios, pudiera pasar, jamás tendría vuestra alma tal y como pactasteis. Por eso tened por seguro que, aunque nuestra raza está fuera de los confines de su poder, no parará de hostigaros de una forma u otra hasta cobrarse el pacto, y hay cosas peores que la muerte, podéis creerme. Si lo hacéis, mi buen Gweid, todos ganaremos: vos resarciréis vuestros pecados y yo acabaré con el más terrible de los asesinos de dragones, tal y como juré que haría. Y otro dragón surcará de nuevo los cielos hacia Más Allá del Mar. ¿Qué haréis, Gweid? Vuestros actos pueden cambiar el Equilibrio del Mundo, y no quiero imponeros tal responsabilidad. ¿Qué haréis?

—Dadme hasta el amanecer. He de arreglar algunas cosas.

Lo vio aparecer por el sendero que llegaba desde la lejana Ruta del Sur, por esa parte del mismo que surgía del bosque. Era bajo, encorvado, con el pelo corto y oscuro, ataviado con ropas de viaje, pudo observar Beland aun desde la distancia. «Del oeste, al parecer» se dijo, orgulloso de su buena vista. Miró a un lado y a otro, hacia la granja a la que pertenecían los campos que araba, pero el patrón no estaba cerca; ni siquiera le veía. Poco a poco, paso a paso y sin dejar de arar, se fue acercando a esa parte de los campos que daban al camino. Y de forma casi casual, casi inocente, con la seguridad que da la experiencia, llegó junto al cercado justo en el momento en el que el extranjero llegaba a su altura.

—¡Salud, caminante! —exclamó al extranjero.

—Salud, buen señor —respondió éste sorprendido. Luego abrió la boca para hablar, pero Beland le interrumpió.

—¡Ni lo digáis! Buscáis la Taberna del Dragón Verde, ¿cierto? —dijo, y el extranjero sonrió. Beland miró en derredor y, tras comprobar que el patrón no aparecía, saltó la valla.

—Os acompañaré, si me lo permitís. Corren muchas historias sobre la Taberna, ¿sabéis? Y la cerveza es sin duda la mejor del Reino de Valsereg. ¡Si el rey no se hubiese perdido seguro que vendría a probarla! ¡Oíd lo que os digo! Incluso los dragones dejan sus matanzas para beber un trago. ¡Tal como lo oís! Pasó hace algunos años, cuando el buen Karnst era el tabernero. Un día vino un extranjero, del norte, recuerdo. Era raro. “Raro como un norteño”, ya sabéis. Pero era mucho más raro de lo que pensábamos. A la mañana siguiente de su llegada, y tras probar la cerveza del buen Karnst, había desparecido sin dejar rastro y Karnst apareció muerto en su lecho. Parecía feliz; sonreía, y había dejado, por escrito, la taberna al bueno de Iar, aunque está un poco loco. Pero lo sorprendente, mi buen señor, era que esa misma mañana, los hombres más madrugadores vieron salir de la taberna a un enorme dragón plateado, y en sus manos llevaba una hermosa cría de dragón verde. ¡Y les habló! Les dijo: “Yo soy Anâth, y éste que viaja conmigo se llama Gweiderhên. Honrad su nombre y que nunca se olviden las gestas de Gweid el Caza Dragones, porque con su sacrificio cumplió una profecía que ni él mismo conocía, antigua como el mundo. Los dragones viajarán Allende el Mar y no volverán a molestaros nunca, pero regresarán poco antes de la llegada del Hijo de Uggdrassil”. O algo así, no lo recuerdo bien. ¡Pero no me tire más de la lengua! Ya estamos a dos pasos, como se suele decir. Allí escuchará ésta y otras muchas leyendas de la zona. Porque ya conoce el dicho: una taberna, cien historias…

Una Taberna Cien Historias


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