Es difícil la vida del trasgo. Sobre todo si el trasgo aún es joven. Y, sobre todo, si es bajito para su edad; enano a todas luces. En una sociedad como es la de los trasgos, el tamaño y la fuerza son factor determinante para superar esa difícil prueba a la que llaman vida. O, al menos, así lo veía Quryak.
El joven trasgo llevaba una vida muy desdichada desde que podía recordar; los trasgos de su misma edad —en realidad, todos— se reían de su pequeña estatura, pues a sus trece años, en las puertas de la madurez, no se elevaba más de medio metro del suelo. Sus compañeros de juegos (pues ni Quryak ni ningún otro trasgo llamaría a otro de su especie “amigo”) le daban palizas un día sí y otro también, y disfrutaban amarrándolo bocabajo a cualquier árbol, y ese era un juego, evidentemente, peligroso. Por este motivo, cuanto mayor se hacía, menos salía de la cueva a la que llamaba hogar, un cubil pequeño y lúgubre, apestoso, y su comportamiento desagradaba a sus padres.
Pero quizás, pensaba Quryak, todo esto terminaría con la Incurzión. Y, con suerte, también finalizaría la amarga prueba llamada vida…
Era la Incuzión una prueba de mayoría de edad para los jóvenes trasgos, y el no pasarla conllevaba la muerte (si no la encontraba en el transcurso de la misma, claro está). Consistía, básicamente, en atacar alguna vivienda humana, de esas solitarias que se veían desde los lindes del bosque, en cuyo corazón vivía el clan de Quryak. Y ésta prueba de hombría, o como quiera que lo nombren los trasgos, tendría lugar esa misma primavera. Con más exactitud, ese mismo día.
—¡Estás imponente, hijo mío! —le dijo Urdrok, su padre, mientras zamarreaba con fuerza a Quryak por lo hombros.
—Creo… creo que no quiero hacerlo, padre… señor —contestó, temblando. Había pasado mucho miedo a lo largo de su vida, pero el verse al fin a un paso de la Incurzión le aterrorizaba como nunca, y los viejos recuerdos de palizas de la niñez le parecían del todo ridículos en comparación con tan pavoroso acontecimiento.
—¡No seas ridículo! —exclamó su padre. Se levantó con pesadez (estaba de rodillas y, lo cierto, es que era un trasgo bastante gordo) y se dirigió hacia el fondo de esa parte de la cueva que servía como salón. Abrió un cofre viejo, sacó algo de él y volvió a su lado—. Mira, hijo. Este yelmo lo llevé yo el día de mi Incurzión, y antes que yo mi padre y antes el suyo. ¿Comprendes lo que significa?
—Sí —afirmó Quryak con un cabeceo—. Que voy a morir. Todo esto es una chatarra —dijo, señalando la mellada y oxidada cimitarra y la maloliente y en parte destrozada cota de malla—. Una cacerola con una punta de lanza soldada no creo que pueda llamarse yelmo, padr…
—¡Se más respetuoso con los tesoros familiares! —bramó Urdrok, propinándole un puñetazo que dio con sus menudos huesos en el suelo.
—De… de acuerdo padre —gimoteó Quryak mientras luchaba por ponerse de pie. —Lo siento padre. ¿Podría ayudarme a incorporarme?
—Claro, hijo. ¡Esta noche demostrarás de lo que eres capaz! Dime hijo mío, ¿qué harás si cuando ataquéis te ves sólo?
—Huir, padre —respondió el pequeño.
—¿Y si te ves atacado por algún humano más… eh… grande que tú?
—Huir, padre —volvió a responder Quryak, omitiendo el pequeño lapsus a la hora de especificar el tamaño del humano. ¡Seguro que hasta un niño humano sería más grande que él! De todas formas, aunque éste fuese más pequeño, decidió, huiría despavorido. —Como un buen trasgo, padre —apuntilló.
—¡Ese es mi hijo! Bueno, la hora se acerca. Ve a despedirte de tu madre —dijo Urdrok mientras hacía entrega del yelmo a su hijo.
Quryak lo cogió con manos temblorosas y se lo colocó, gruñendo al comprobar que, como todo, le quedaba demasiado grande y le bailaba en la cabeza.
—Espera un momento… —dijo su padre mientras manoseaba las correas de roñoso cuero que le sujetarían el yelmo a la barbilla. —¡Ya está! —exclamó, satisfecho—. Mientras no se te suelte no te tapará la vista.
—Gracias padre. Es un alivio saberlo. Iré a ver a madre —contestó Quryak, abatido.
Con evidente esfuerzo, y haciendo tintinear la cota de malla, Quryak se dirigió hacia la cocina. Allí su madre lo abrazó llorando y le prometió que si volvía con vida le prepararía un buen conejo para celebrarlo. Quryak no recordó momento en su vida que desease más comer un conejo cocinado por su madre que en ese instante. Quizás nunca volviese a hacerlo, pensó. Pero era ridículo. ¿Cómo que quizás? Estaba bien claro que no.
El sol se ocultaba ya por las lejanas montañas del oeste y la penumbra devoraba la luz en el bosque. Toda la comunidad se había reunido en un gran claro, que hacía las veces de plaza de la aldea, y rodeaban al grupo de temblorosos muchachos trasgos que habían de enfrentarse a la Incurzión. Y de los quince que había, Quryak era el más bajito con diferencia.
Ungol, el lider del clan, un trasgo enorme y aterrador, se hizo paso entre sus vecinos para dar las órdenes pertinentes y los últimos consejos a los muchachos. Era, sin duda, el más fuerte y enorme de la comunidad, y desde que ocupó (de forma violenta, claro) el cargo de dirigente, nadie se le había enfrentado. Se adelantó unos pasos de la muchedumbre y revisó a los quince muchachos, que se mantenían muy tiesos y en fila. Cuando llegó a la altura de Quryak enarcó una ceja y sonrió.
—¿Cuántos años tienes, muchacho? —le preguntó. Era la primera vez que Ungol se dirigía a Quryak. Es más, el muchacho tuvo la impresión de que era la primera vez que lo veía.
—Tre… trece, señor —tartamudeó, asustado.
—¿Trece? ¡Jajaja! —exclamó Ungol, y su risotada hizo que la escasa moral de Quryak se desvaneciese por completo. No podía ir a esa ridícula prueba. Muy seguramente, los humanos le cazaran. Los humanos o los lobos, o los cerdos, ¡o los niños humanos! Era demasiado pequeño para combatir. Levantó la vista y apunto estuvo de renunciar, pero entonces vio la cara de ilusión de su padre entre la muchedumbre y desistió. Si los humanos, los lobos o lo que fuese no le mataban, lo haría su padre.
—Yo… —susurró un joven trasgo cerca de él—. Creo que me siento mal. Me duele el estómago —dijo con voz nerviosa. Ungol se le acercó y se agachó hasta que sus ojos se encontraron.
—¿Te duele la tripita, pequeño? —dijo sonriente mientras empotraba su puño en el estómago del joven, el cual cayó de rodillas. Entre el grupo de trasgos se dejó oír un grito y un golpe seco. Su madre se había desmayado. Quryak se alegró de no haber intentado desertar —¡Que te duela con razón, idiota! —exclamó Ungol—. Bien, mequetrefes. Es hora de partir. Como sabéis, yo y el resto de los varones os vigilaremos, pero no penséis que os ayudaremos en algo. Si os atacan antes de cumplir vuestra misión, lucharéis sin ayuda. Sólo os ayudaremos cuando os retiréis habiendo cumplido vuestro objetivo.
—¿Y… y cuál es nuestro objetivo? —se arriesgó a preguntar un joven trasgo, uno de los que maltrataba a Quryak. Ungol se limitó a atravesarlo con la mirada. Ese muchacho era su hijo.
—Atacareis una granja al éste del río. Debéis apoderaros de todo lo que tenga valor, así como de los pollos, los cerdos y las gallinas. Aquel que no traiga al menos cuatro gallinas o un cerdo, o alguna joya, será expulsado de la comunidad o quizás pruebe mi espada, ¿entendido?
—Sí, señor —respondieron los muchachos, con una convicción fruto del miedo.
—Bien, pues vamos entonces.
Quryak estaba muy nervioso y apunto estuvo de huir un par de docenas de veces. Y, por si fuera poco el miedo ante la aventura a la que se avecinaba, el resto de sus compañeros no dejaron de increparle todo el camino. Sobre todo Grimiat, el hijo de Ungol, que era el más grande de ellos.
—¡Vamos, pequeñín! —exclamó mientras le daba una patada a Quryak tras la rodilla. Al trasgo le flaqueó la articulación y cayó de bruces. Grimiat le pisó la cabeza, con lo que consiguió que una de las múltiples abolladuras del yelmo se le clavase en la nuca—. ¡Bonita cacerola, Quryak! —dijo Grimiat mientras seguía adelante—. Mi padre me dijo que esa cacerola era un «tesoro familiar» de tu padre o algo así. Normal. De tal palo tal astilla. Eres un acabado, al igual que tu padre.
—¡Mi… mi padre no es un acabado! —exclamó Quryak después de haber escupido la tierra que se le había metido en la boca. Grimiat dio media vuelta y le dio un puñetazo en la cara. Lo sujeto para que no cayera y le dio empujones hasta que lo puso delante del grupo, arrancando unas carcajadas nerviosas de los demás.
—Muy bien. Si tan valiente eres, tú nos guiarás hasta la granja y nos avisarás de todos los peligros.
Quryak no rechistó y siguió adelante tapándose la nariz, la cual no dejaba de sangrarle. Entendía muy bien la idea que Grimiat tenía de «avisar de los peligros»; quería decir que si había alguna trampa o algún agujero en el suelo, él sería el primero en caer.
La hemorragia se le había cortado, pero Grimiat no dejaba de molestarle. Quryak andaba algunos pasos por delante de él, ya que, si se acercaba demasiado al grupo, recibía escupitajos y patadas. El peso de la cota de malla y sus cortas piernas le hacían el trabajo muy difícil, por lo que pronto empezó a boquear.
Cuando el pequeño Quryak pensó que iba a desfallecer, el bosque se abrió y dejo ver su objetivo: la granja.
Desde el linde del bosque bajaba una suave loma hasta la parcela vallada de la granja. En la parte opuesta se encontraba el edificio, más allá de los campos de cultivo. Estaba, por suerte, a oscuras, pues ya estaba anocheciendo. A su derecha, a apenas una docena de metros, había un gallinero y una cuadra, de donde se oían los mugidos de las vacas y los gruñidos de los cerdos.
Quryak nunca había visto una construcción humana. Ante la maravilla que veía, su cueva le parecía pequeña y patética. Se preguntó por un momento si su vida no hubiera sido mejor de haber nacido humano.
Grimiat surgió del bosque y apartó a Quryak de un empellón.
—Mi padre eligió un buen sitio, sin duda —exclamó Grimiat una vez que el resto del grupo apareció tras él—. Es la granja más alejada del pueblo —dijo señalando hacia el oeste. A más o menos un kilómetro, podían verse bajo la luz del moribundo sol, diversas construcciones humanas—. ¡Nos habremos ido antes de que sepan lo que está pasando y ya seremos adultos! ¡O al menos gran parte de nosotros! —El resto de los muchachos se rieron del pequeño y le escupieron. Quryak les ignoró y miró al lejano pueblo. Una vez más, sintió curiosidad por saber que hubiera sido de él de haber nacido humano—. Atacaremos cuando sea de noche
***.
—¿Vamos ya? —preguntó uno de ellos cuando empezaron a brillar con más fuerza las estrellas.
—Sí. —respondió Grimiat, mirando el bosque que les rodeaba—. Los adultos nos observan. No les defraudemos —dijo mientras avanzaba hacia la valla de madera que rodeaba la granja. Quryak le observó y tuvo que admirar su arrojo y decisión. Sabía, no obstante, que se aventuraba tanto porque ya había visitado estos parajes con su padre. El resto se sentía intimidados por la presencia humana.
Avanzaron junto a la valla agazapados y en fila, en dirección a la casa. Esta vez Quryak iba en último lugar. Sus compañeros registrarían la casa antes que él y para cuando llegase ya no habría nada que llevarse. Quryak lo sabía, pero no podía hacer nada.
Llegado el momento, Grimiat dio la señal de alto. Se encontraban a unos treinta metros escasos de la casa y las ventanas de ésta eran fácilmente visibles. Nada se movía en su interior. A una orden de Grimiat, dos de los muchachos sacaron yesca y pedernal y encendieron un pequeño fuego. Luego, tres de los muchachos, los más diestros en el manejo del arco, encendieron algunas flechas y apuntaron a las ventanas.
—En cuanto el fuego prenda y salgan los humanos, debemos atacarles sin piedad, ¿de acuerdo? —preguntó. Observó a sus compañeros, los cuales mostraban signos de nerviosismo, como tembleques y llantos, pero sabía que podía contar con ellos siempre que atacaran juntos. Al menos con casi todos ellos—. ¡Disparad! —ordenó el hijo de Ungol.
Las flechas incendiarias volaron hacia las ventanas, dejando tres estelas luminosas en el aire. Los virotes prendieron las cortinas y en breves segundos el humo y las llamas llenaron la casa.
Quryak observó aterrorizado la escena. Las brillantes y rugientes llamas le cegaban. El cuerpo le sudaba copiosamente y la espada resbalaba de su entumecida mano. Tan absorto estaba contemplando las llamas, que se asustó cuando la puerta se abrió de golpe. De ella salieron dos humanos (o lo que Quryak supuso que era humanos, pues nunca los había visto). Salieron tosiendo y barboteando cosas en su idioma, incomprensible para los trasgos. Grimiat rugió y se lanzó a la carga (una vez que estuvo seguro de que no atacaba sólo). El grupo al completo se lanzó hacia la pareja, incluido Quryak, envalentonado en medio de la multitud, pero un empujón descuidado de uno de sus compañeros le hizo caer.
Uno de los humanos, muy posiblemente el macho, abrió mucho los ojos cuando vio a los jóvenes trasgos. Se giró y gritó a la más que posible hembra algo en su cacofónico idioma. Esta, demasiado asustada para mirarlos siquiera, salió corriendo hacia los establos apenas un instante después. Un par de trasgos intentaron salir corriendo tras ellas, pero el granjero se les interpuso con una oxidada espada en la mano. Los trasgos detuvieron su ataque y retrocedieron un poco. Estaba claro que aquel hombre tembloroso pocas veces había manejado una espada; la movía de un lado a otro intentando ahuyentar a los atacantes como si fuesen perros callejeros. Los trasgos lo observaron y retrocedieron cuando se acercaba demasiado la punta de la espada y se acercaron cuando se alejaba. Quryak, desde el suelo, siguió con la vista a la hembra, que acababa de llegar a los establos. Entró en él y segundos después apareció por detrás montada en un enorme animal, que el pequeño trasgo reconoció como un caballo. Se alejó con rapidez por el camino que llevaba al pueblo. Quryak rezó para que Grimiat tuviera razón y pudieran escapar antes de que llegasen más humanos.
—Gregge —dijo Grimiat dirigiéndose a uno de sus amigos—. Ataca por aquel lado. Cuando te ataque, yo acabaré con él por aquí antes de que te alcance.
—De acuerdo —respondió el trasgo. Rodeo al humano, que no dejaba de gritar y gesticular, e intentó atacar. El granjero le lanzó una estocada, dejando el flanco libre a Grimiat, que le hundió su espada en el costado. Al igual que él, algunos de sus compañeros habían aprovechado la brecha y había clavado sus armas en la carne del humano que, con un último grito, dejó caer el arma y cayó muerto al suelo. El plan había sido un éxito casi total; lo hubiese sido si aquel desdichado no hubiera atravesado a Gregge de parte a parte antes de morir.
Quryak nunca había visto morir a nadie, pese a toda la violencia natural en su raza. Ver allí atravesado y con cara de espanto a su compañero fue demasiado para él. Cayó de rodillas y vomitó. Absorto, miró como Grimiat pasaba por encima de Gregge sin ni siquiera mirarlo y, junto a un puñado de jóvenes trasgos, se lanzó hacia la casa para apoderarse de todo lo que pudiesen antes de que la casa se consumiese por completo. El resto, se lanzó hacia los establos para sacar a los animales. Quryak se levantó y, tambaleante, se dirigió a los establos para intentar coger alguna presa y salir de allí lo antes posible. Cuando pasó junto al humano, se paró y lo miró. Los ojos sin vida del hombre lo observaban con una última expresión de terror. Este hombre había muerto para defender lo suyo, y no para que los trasgos alcanzaran la madurez. Aún así, tenía que hacer lo que había venido a hacer. Con pasos inseguros, se dirigió hacia los establos.
Minutos después, la casa se derrumbó, poco después de la salida de los que habían decidido entrar, y sus bolsillos aparecían repletos de pequeños tesoros. Se dirigieron hacia los establos y esperaron a que todos terminasen. Uno de los trasgos se había apiadado de Quryak, que estaba ensimismado, y le había entregado a escondidas cuatro pollos degollados con los que conseguiría pasar la prueba. Uno tras otro, salieron de los establos portando pollos, gallinas y un cerdo arrastrado por dos jóvenes trasgos.
Nada más salir, un trasgo adulto se aproximó corriendo desde el bosque. Era Ungol, que venía a revisar si habían pasado la prueba. Tras cerciorarse de que todos la habían pasado (excepto el pobre Gregge), dio un silbido en dirección al bosque. Segundos después, dos docenas de congéneres salieron del bosque y corrieron en dirección al establo para llevarse las vacas, los caballos y todo lo aprovechable. Uno de ellos era el padre de Quryak, que nada más llegar, lo abrazó y le felicitó por su madurez, aunque el muchacho ni siquiera lo escuchó. Miró al bosque y, lentamente, se encaminó hacia él junto con alguno de sus felices acompañantes.
—¡Compañeros! —gritó Ungol con su hijo a su lado—. Hoy habrá una gran fiesta para celebrar la mayoría de edad de nuestros hijos. ¡Comeremos y beberemos hasta reventar! —gritó, y el resto de trasgos vitorearon y aplaudieron. Quryak, en cambio, se preguntó que celebrarían los padres de Gregge.
***
La mujer salió al galope de los establos sin dejar de llorar. Sabía que, cada cierto tiempo, los trasgos atacaban a granjas aisladas, pero nunca les había tocado a ninguna tan cercana al pueblo. Desesperada, espoleó al caballo. Sirat le había dado la orden explícita de no mirar atrás hasta que no llegase a Rhys, donde debía pedir ayuda. No sabía cuantos trasgos habían atacado, pero tenía la certeza de que su marido no saldría bien parado de ese encuentro. Los árboles quedaban atrás a gran velocidad a ambos lados y el pueblo estaba cada vez más cerca. Rezó por que todavía hubiese gente despierta que pudiese ayudarles, y pensó que, sin duda, la habría en la Taberna del Dragón Verde, y allí se dirigió.
La taberna estaba atestada. El invierno había pasado y la Ruta del Sur se había vuelto de nuevo transitable. Rhys era parte del condado de Silred, y la taberna le confería una fama fuera de lo común, pues había sido atacada por un dragón hacía ya varios años, lo que atraía a multitud de curiosos; el dragón y la estupenda cerveza, claro está. Por eso, Amris no se sorprendió cuando al entrar en la taberna se la encontró repleta de gente incluso a tan intempestivas horas.
—¡Socorro! —gritó la mujer nada más entrar. Las lágrimas se derramaban sobre sus mejillas y el terror atenazaba su cuerpo. Rápidamente, dos hombres le salieron al encuentro y la sujetaron, pues la mujer temblaba y apenas se mantenía de pie. La sentaron y pidieron agua a grandes voces.
—¿Qué ha ocurrido, Amris? —preguntó Iar, el tabernero, cuando le trajo el agua. Toda la taberna estaba pendiente de lo que ocurría.
—¡Trasgos! —consiguió articular la mujer—. Nos… nos han atacado y… ¡mi marido está en peligro! —gritó, llorando—. ¡Alguien debe ayudarme, por favor! —exclamó mirando a la gente que la rodeaba. Muchos le dieron la espalda y se volvieron a sentar. La mayoría eran comerciantes de viaje, extranjeros, y no tenían ganas de perder su vida en una trifulca local. Pero un buen número de hombres gritaron furiosos y agitaron el puño en dirección al bosque, maldiciendo y amenazando una y otra vez a los trasgos. Amris reconoció a muchos de los hombres: vecinos del pueblo, parroquianos habituales de la taberna, que gustosos saldrían a acabar de una vez por todas con la amenaza que representaban los trasgos.
—¡Hay que acabar con esa chusma trasga! —gritó Beland, uno de los vecinos. Muchos de los presentes reforzaron sus palabras con gritos y ovaciones.
—¡Entremos en el bosque y acabemos con ellos! —gritó otro.
—¡No tan rápido! —exclamó alguien—. Siento llevaros la contraria, pero el bosque es muy grande y tardaríamos semanas en encontrarles, si es que no se van antes.
—¡Esos trasgos atacan indiscriminadamente nuestro pueblo y otros del territorio! —contestó Beland—. ¡No podemos quedarnos de brazos cruzados! Hoy ha sido la pobre Amris y su esposo. ¡Mañana podría ser ésta bendita taberna! El duque debería hacer algo al respecto…
La discusión parecía alargarse innecesariamente. Muchos apoyaron la idea de salir cuanto antes para acabar con los molestos trasgos, y otros se decantaron por esperar un tiempo y pedir la colaboración de los pueblos cercanos y del duque de Silred. Cuando la discusión estaba más acalorada, uno de los hombres que había permanecido al margen, se acercó al grupo, se abrió paso a empujones y se subió en la mesa a la que se sentaba Amris.
—¿Quién eres tú? —preguntó Beland, sorprendido.
—Mi nombre es Orphen —contestó el extraño. Era un hombre joven, fornido y de una larga y cuidada cabellera negra. Llevaba una brillante cota de malla bajo la capa de viaje y una reluciente espada plateada al cinto—. Y quiero deciros que estáis equivocados.
—¿Qué quieres decir? —preguntó uno de los parroquianos, aunque la pregunta estaba en mente de todos.
—No atacarán ningún pueblo abiertamente. No son tantos como para eso. Y tampoco huirán, ya que están establecidos en la zona —dijo con voz serena, con autoridad
—¿Y como sabes tú eso?
—Vengo desde el norte, desde Tharttes, rodeando el bosque, y en todos los pueblos por los que he pasado me han contado historias similares a estas. Si no me equivoco, se repiten con una determinada frecuencia, ¿no es así?
—Así es —dijo un granjero—. A menudo roban un par de ovejas en los prados o atacan a viajeros solitarios, pero cada cierto tiempo atacan directamente a las granjas, haciendo grandes destrozos; a veces muere gente —mientras el hombre decía esto, Amris gimoteó y sollozó desde su silla; el granjero enrojeció visiblemente.
—La solución es atacarles —continuo Orphen—. Pero como bien se ha dicho, es una locura hacerlo a ciegas. El bosque es muy grande y habría que hacer grupos de búsqueda. Grupos que, por otra parte, serían presa fácil de los trasgos.
—¿Qué propone entonces, señor Orphen? Si habláis de tal guisa no podemos menos que deducir que tenéis algo en mente —intervino Iar. El aludido sonrió.
—Por si no lo habéis adivinado, soy un mercenario. Durante el tiempo en el que he viajado por la zona, me he desentendido de vuestro problema, pero hoy voy a apiadarme de vosotros y de los pueblos cercanos. Pensaréis algunos que soy un charlatán en busca de dinero fácil, pero por treinta monedas de oro, pagadas al final del trabajo, me encargaría de encontrar a los trasgos y acabar con ellos.
—¿Y como piensas hacerlo? Acabáis de decir que…
—Tengo mis medios —cortó Orphen tajante, mientras acariciaba la empuñadura de su espada con su enguantada mano.
El grupo de trasgos habían recorrido con su botín casi la mitad del camino. Ungol los guiaba seguido de cerca por su hijo. Urdrok, tras conversar con unos amigos durante todo el trayecto, se acercó a su hijo, que cerraba la comitiva.
—¿Qué te pasa, Quryak? ¿Acaso no estás contento de ser adulto? ¡Deberías estar orgulloso!
—Sí, padre. Mucho —respondió el muchacho abatido.
—Entonces, ¿qué te ocurre?
Quryak se detuvo.
—Mírame padre. Soy pequeño y débil. Nunca seré como Grimiat o Ungol o usted. Siempre seré un enano, un acabado —dijo recordando las palabras zahirientes de Grimiat.
—No, hijo. No eres un acabado —le dijo su padre cogiéndolo por los hombros (de nuevo se tuvo que poner de rodillas) —. Cierto es que no eres como Grimiat, Ungol o yo. Eres Quryak, y eso debe ser suficiente para ti. Yo estoy orgulloso de Quryak. Estoy orgulloso de ti, hijo mío, no de ellos —dijo su padre con una sonrisa mientras daba un golpe en el yelmo-cacerola de su hijo. Quryak sonrió también y luchó con el yelmo hasta que la punta de lanza de la parte superior volvió a mirar a las estrellas.
—Gracias padre. Algún día espero ser como usted.
—Serás mejor. Quien sabe. Quizás llegues a ser jefe del clan… —dijo sin demasiada convicción mientras continuaban andando.
—Claro, padre. Claro.
El río quedaba cerca. Un ancestral árbol caído les servía como puente, a partir del cual los trasgos consideraban la región como suya, como zona segura. Por eso, todos se sorprendieron y asustaron cuando vieron a un humano sentado en el borde del árbol que los llevaría a su hogar.
La reacción inicial del grupo fue dispersarse en el bosque. Ungol se escondió y examinó al humano. Lo primero que vio fue la reluciente cota de malla que se escondía bajo su capa. Sus ojos centellearon codiciosos y se abrieron de par en par cuando el hombre sacó su espada. Ungol la deseó en ese momento, pues jamás había visto arma de tal belleza. Examinó con rapidez los alrededores para evitar sorpresas desagradables y constató que estaba solo. Reunió el valor necesario y salió al pequeño claro que daba al puente.
—¡Salid todos! —exclamó, seguro de que el humano no los entendía—. No hay nadie más. Es sólo un humano arrogante. ¡Je! Pobre diablo. No sabe donde se ha metido.
Poco a poco, los trasgos dejaron sus escondites y se aproximaron a su líder, que estaba a escasos cincuenta metros del humano. Éste parecía tranquilo. Su largo pelo negro le tapaba la cara, pero Ungol tuvo la sensación de que sonreía.
—Ríe mientras puedas —gruñó el trasgo—. ¡Disparad! —les gritó a los arqueros. En un abrir y cerrar de ojos, una docena de flechas surcaron el aire en busca del extraño, pero éste se había movido mucho antes de que las cuerdas de los arcos se destensaran. Ungol felicitó al humano por su rapidez. Sabía que no sería hueso fácil, pero obtendría esa espada a cualquier precio.
Orphen había obtenido la palabra del alcalde del pueblo de que sería recompensado con lo que pedía si les daba pruebas de que había acabado con los trasgos. Satisfecho, salió de la taberna y se dirigió rápidamente al bosque. Una vez en él, utilizó el mejor método que tenía para encontrar al enemigo: su espada.
Él la llamaba «Mano Invisible» pues, en combate, la espada cobraba vida propia y manejaba la mano del que la empuñaba, amen de otros poderes. Se podría decir que realmente la manejaba una mano invisible,que protegía al que la empuñaba de cualquier amenaza. Y no sólo en combate. Cuando se encontraba en peligro, la espada vibraba y mandaba órdenes a la mente de su dueño. Así, Orphen era capaz de esquivar ataques sorpresa.
Era sin duda, una reliquia mágica de tiempos de otros tiempos, de una época onde la magia era mucho más poderosa y abundante que en la actualidad. Lo cierto es que su vida había mejorado notablemente desde que la encontró. A veces se divertía al recordar al viejo mago que antes la portaba. «Es una de Las Tres Profetizadas», repetía sin parar, orgulloso, y Orphen la anhelaba aún más cada vez que el mago hablaba de las propiedades de su espada. Y, como sabía que si intentaba algo contra él para arrebatársela —pues era Orphen hombre cruel y ambicioso—, la espada protegería a su portador, hizo que le sirvieran un vino envenenado y el poderoso y terrible mago murió entre vómitos, fiebres, temblores y diarreas como el más vulgar de los hombres, pues el arma sólo prevenía del mal de los corazones de la gente que rodeaban a quien la empuñara. Y así “Mano Invisible” cambió de portador.
Valiéndose de su espada, Orphen había llegado al destartalado puente y había decidido esperar a los trasgos allí. Éstos no se hicieron esperar y le atacaron con rapidez. La espada advirtió a Orphen del peligro de las flechas antes de que el líder de los trasgos pensara siquiera en dar la orden de disparo. Esto iba a ser muy fácil, pensó.
La espada vibraba ansiosa en su mano, sedienta de sangre. Orphen sabía que la espada cobraba poder cada vez que mataba a alguien, cosa que ayudaba a los propósitos del mercenario. Arrastrado prácticamente por la espada, se lanzó hacia los trasgos en un ataque demoledor. «Mano Invisible» silbó una y otra vez, y, con cada movimiento, un trasgo caía muerto. El ataque había sido tan repentino y tremendo, que sus adversarios se quedaron de piedra cuando el humano decapitó al más grande, al líder sin duda, en apenas unos segundos. Orphen sonrió satisfecho. El pobre trasgo apenas si había comenzado a preparar su ataque cuando su espada ya le había puesto remedio al asunto.
Quryak miró atónito el salvaje e inhumano ataque del extraño. Su padre reaccionó a tiempo para tirar de él y poner rumbo al bosque. El pequeño trasgo no entendía lo que pasaba. Nada tenía sentido. No veía, no escuchaba. Sólo existía su padre junto a él. Aunque no duró mucho, pues, de repente, su padre desapareció de su campo de visión. Confuso, se volvió a tiempo de ver como el humano clavaba su espada en la espalda de su malherido padre. «¡Corre!» consiguió decir justo antes de expirar.
Quryak perdió cualquier control de su cuerpo y corrió en cualquier dirección que no fuese la de su padre y tan salvaje asesino. Miraba al suelo, por lo que no vio el árbol que se interponía en su loca carrera. Chocó contra él brutalmente, con lo que el yelmo se le bajó hasta taparle la visión, abollándose de tal manera que no tenía forma de sacárselo. Desorientado y mareado por el golpe, deambuló por la zona de batalla sin rumbo fijo, dando tumbos y rezando para que el humano no acabase con su vida. De repente, algo le empujó y trastabilló hacia delante intentando mantener el equilibrio. Finalmente, tropezó y cayo de cabeza, pero en vez de chocar contra el suelo, se dio de bruces contra otro algo, que grito y cayó encima de él, aplastándole. Sus cuerpos rodaron por el suelo. Quryak intentó librarse mientras unas manos le empujaban y le retorcían, pero lo único que consiguió fue desclavar la punta del yelmo para volverla a clavar por accidente. Luego, todo se detuvo. Todo quedó en silencio. Quryak dejó pasar unos segundos hasta que su respiración fue normal. Luego luchó con la hebilla hasta lograr que su cabeza saliese de la mortal trampa donde había quedado atrapada. La sacudió y miró alrededor. Cuando miró hacia delante, abrió tanto los ojos que temió que se le saliesen de las órbitas.
Orphen estaba disfrutando con esta matanza. Sabía que algunos estaban huyendo, pues había matado al líder. Sólo tenía que encontrar su madriguera y acabar con el resto. Acabó con un par de asustados trasgos y se volvió para buscar más víctimas. Vio como un trasgo se alejaba tirando de otro más pequeño y se lanzó a por el grande. La espada trazó un mortal arco que amputó la pierna derecha del mayor, que cayó al suelo. El trasgo miró al pequeñín y le dio un grito antes de que su espada se enterrase en su espalda. El interpelado salió al galope. Orphen lo siguió con la mirada pensando si matarlo o no. Decidió que no, que había presas más grandes que matar. Antes de desviar la atención hacia otras víctimas, observó divertido como el trasgo se chocaba contra un árbol, consiguiendo que su propio casco le tapase la visión.
Riendo, se giró al tiempo de ver como un trasgo le lanzaba una estocada al vientre. «Manos Invisible», que ya había empezado a moverse antes de que Orphen se volviese, desvió el golpe y se clavó con gracilidad en el cuello de la apestosa criatura. Luego miró a la derecha y se encontró con otro renacuajo, aunque más grande que el anterior. Manejaba con torpeza una espada corta y parecía reunir fuerzas para atacar. Sonriendo, Orphen le desarmó con facilidad y le cruzó la cara con un giro de muñeca. La sangre brotó de la herida dejada por la espada y salió corriendo. En su carrera, empujo al pequeño trasgo que andaba a ciegas, el cual trastabilló en dirección a Orphen. La espada lo vio como una pequeña, minúscula, posible amenaza, y se movió por iniciativa propia para decapitar al trasgo, pero justo antes de que alcanzase su cuello, el trasgo tropezó con un cadáver, viéndose lanzado hacia delante. La espada pasó justo por encima y Orphen, sorprendido e indefenso, vio como la punta de lanza del casco se clavaba en su abdomen, atravesando la cota de malla. Tuvo una arcada y vomitó sangre, y enseguida cayó de bruces. Su propio peso y el movimiento de la espada que volvía a intentar acabar con el maldito trasgo le hicieron caer hacia delante, y se vio rodando por una pequeña pendiente. El pequeñajo mantenía la punta de la lanza clavada en su abdomen y, como no dejaba de moverse, le abría cada vez más la herida. Intentó quitárselo de encima hasta que logró desclavar la hoja. En ese momento, el trasgo saltó hacia delante con la intención de librarse. Orphen sólo tuvo un momento para arrepentirse de no haberle matado cuando pudo, ya que, un segundo después, el pico de la lanza le atravesó la garganta.
Quryak miró atónito el cuerpo que había debajo de él. El humano lo miraba con los ojos muy abiertos, por lo que el pequeño se asustó, cayó al suelo y se alejó arrastrándose sin dejar de mirarlo. Luego vio el yelmo, su yelmo, atravesando la garganta del humano. Definitivamente estaba muerto y bien muerto. Ante esta revelación, que le dio más miedo que alegría, siguió arrastrándose lejos, hasta que de repente, su mano encontró un objeto de metal que vibró bajo su piel. Asustado lo miró, y descubrió que era la espada del humano. Se levantó y la cogió. O al menos lo intento, ya que era más grande que él y no podía moverla.
—Lo… lo has matado —dijo una voz a su derecha. Asustado, Quryak se volvió y vio a Grimiat observándole anonadado. Tenía una línea roja atravesándole el rostro y todo el cuerpo lleno de sangre. Miró al humano y luego a la espada de éste. Sus ojos brillaron codiciosos y luego miró a Quryak—. No. Lo he matado —dijo con una torcida sonrisa. Saco de detrás de su pantalón una daga y se lanzó hacia él. Quryak, demasiado asustado para moverse, vio atónito como la espada se levantaba por iniciativa propia del suelo. De repente no pesaba y él se sentía más fuerte, más ágil, más inteligente, tanto como nunca se había sentido. Aunque la hoja era más grande que él, su muñeca hizo un giro y, de forma elegante, con cierto toque casual, decapitó a Grimiat.
Quryak estaba demasiado anonadado para comprender nada (la verdad es que nunca lo haría del todo). Su padre y su líder habían muerto. Él, Quryak el Pequeño, acababa de matar a un guerrero humano que sin duda habría acabado con todos. Acababa de matar a su mayor enemigo (por lo que no sentía demasiada lástima o culpa). Y, para mayor sorpresa, los pocos trasgos supervivientes llegaron al improvisado campo de batalla y lo aclamaron como su Campeón, como su nuevo líder, y grande fue el estupor del pequeño.
A partir de entonces, Quryak no se despegó de su querida espada mágica (pues de que lo era estaba seguro) y nunca más fue insultado o humillado por su tamaño. La zona de la lucha fue llamada «El Claro del Combate del Gran Quryak el Pequeño», nombre estrambótico y ridículo por los que los trasgos tanta afición sentían. Y, desde entonces, la vida en la comunidad fue prospera, ya que ningún humano llegó lo suficientemente cerca de las viviendas de los trasgos para contarlo, ya que Quryak, empujado por su espada, les eliminaba antes de que llegasen a acercarse.
Hay muchas otras historias sobre Quryak, pero ésta fue, sin duda, la primera de todas. Y aún hoy en día, en las tabernas, se cuentan las aventuras del Gran Quryak el Pequeño, reales o no. Porque ya lo dice el dicho: Una taberna, cien historias.
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