«Ven, muchacho. Entra y siéntate. No, no te preocupes por abrir la taberna, aún es pronto para eso. ¿Tienes hambre? Toma esta manzana, está fresca. No te sientes contra la pared; ven, siéntate junto a mi cama. Me levantaría yo y hablaríamos junto al fuego del hogar, pero sabes que mi debilidad me lo impide. Los años no pasan en vano para el bueno de Iar, ¿sabes? Mi cuerpo y mi mente mueren con ellos… No, no hables. Tus ojos hablan por ti; sabes perfectamente que no te quiero hablar de mi anciano y raquítico cuerpo, que se trata de algo de más importancia. Sí, tus ojos son para mí como un libro abierto… son tan iguales a los de tu padre… ¡Oh! Vaya… se te ha caído la manzana. Trae, deja que la limpie. Ya está, toma. No pongas esa cara de espanto, pequeño. Muchas veces me preguntaste sobre tu padre, y las mismas me negué a contestarte. Mas la hora en que hemos de separarnos está ya próxima, y es hora de que te lo cuente.
[…]
¡Oh! Siento haberme quedado callado durante tanto tiempo; me dejaba llevar por los recuerdos, pequeño. Son tantos… tan maravillosos algunos… y tan terribles otros… ¿Sobre tu padre? No seas tan impaciente, muchacho, ya te lo he dicho muchas veces. La vida es como un asado: tienes que esperar el momento exacto para sacarlo del fuego, para que sepa mejor. Pero tranquilo, intentaré ir al grano. Aunque creo que es mejor que te termines esa manzana.
[…]
¿Sabes? Cuando eras más pequeño y salías al portal, espada en mano, y jugabas a ser Krishnan, el Rey Perdido, empuñando a Abathorn, la Espada del Lamento, me sorprendía lo enrevesado que puede ser el destino… Sí, comprendo tu cara de incertidumbre, pues te preguntarás qué tiene que ver todo eso con lo que quieres saber… pues mucho, pequeño; mucho más de lo que soñabas en tus juegos infantiles. Pon atención a la historia que te voy a contar, pues me temo que la vida sólo me dará tiempo para contarla una vez.
Famosa es la historia que rodea a Abathorn, la Espada del Lamento, cuyo Embiste Nada Resiste. Muchos son los territorios conquistados bajo su hoja, mas muy pocos conocen su procedencia, pequeño. Y su historia ha de comenzar con Krishnan y el día de su coronación como rey de Valsereg, pues el mismo día, el que hubo de ser el día más feliz de la vida del monarca, se celebraba su matrimonio con la bella Elisei, hermosa dama como ninguna hubiera, Joya del Sur, Brillo de Estrellas, procedente de noble linaje. Si mal no recuerdo, pequeño, este hecho aconteció hará unos cuarenta años…
Era Valsereg como lo es ahora, un reino de belleza y esplendor, de buenas gentes y buenas costumbres. Y tan bella como el reino era su capital, Iradgrin, la Joya de Valsereg. Pero se comentaba entre las gentes que otra joya eclipsaba la belleza de Iradgrin, y esa no era otra que Elisei, la esposa de Krishnan, rey de Valsereg. Era tal su belleza que incluso se rumoreaba que sus antepasados eran de la hermosa raza de los Elfos. Y al pasar, nadie podía evitar quedársela mirando con muda admiración; ni hombres ni mujeres, ni nobles ni plebeyos. Y el rey era feliz por ello, pues la amaba con locura como jamás, se dice, amó un hombre a una mujer, y tan feliz era que quería compartir con todos la belleza y alegría que su esposa no dejaba de irradiar. Y así, pequeño, pasaron los años.
Tres años transcurrieron antes de que la felicidad de Krishnan se viese multiplicada: Elisei, Reina de Valsereg, le daba al rey un heredero… o mejor dicho, heredera, pues era una niña la que dio a luz Elisei un templado día de primavera. Por eso, le pusieron de nombre Vaniandil, que en idioma de nuestros antepasados significa “Flor Dorada”. Tan feliz era el rey, que mandó celebrar una fiesta que habría de durar un mes. Y todo el reino fue feliz por ello.
Pero como en toda historia, pequeño, la felicidad no es duradera. Tres primaveras había cumplido la pequeña y hermosa Vaniandil, que ya daba sus primeros pasos, cuando llegó la tragedia. Fue que un día, tan hermosa era la mañana de primavera que decidió el rey pasar la jornada en el bosque de Slaedir, en las afueras de Iradgrin, pues hermosos eran sus riachuelos y saludable su ambiente. Adentráronse en el bosque sin temor, pues la guardia personal del rey iba con ellos, a una distancia suficiente para respetar la intimidad y felicidad de los reyes. Pero los veinte hombres no estaban preparados para lo que aconteció.
Fue que en esa época habitaba en lo profundo del bosque un ser de pesadilla, uno parecido al que bien conoces por las historias de nuestra posada: un dragón plateado; un ser cruel y despiadado, con la piel tan dura como el diamante, con la fuerza de la tormenta y la grandeza de los cielos. Se pensaba que ya no había dragones en Valsereg, pues no hacía mucho, Gweid, el famoso Caza Dragones, había acudido a orden del rey a matarlos a todos, pues son un gran peligro, pero allí quedaba uno, oculto, quizá, por cantos de Poder y Magia. Se dio la casualidad que no muy lejos de donde estaban los monarcas se encontraba el dragón, que rápidamente fue alertado de la presencia de los hombres gracias a su olfato. Sus poderosas alas le llevaron velozmente hacia donde éstos se encontraban y, sin mostrar miedo ni duda, aterrizó entre los árboles, en el pequeño claro donde los reyes jugaban con su hija. Krishnan desenvainó su espada con presteza y se interpuso entre el monstruo y las mujeres. A voces llamó a la guardia, aunque ésta ya se encontraba en camino. El dragón, se abalanzó contra el monarca, el cual le asestó una cuchillada, mas la hoja se rompió al embestir contra su dura piel. El Dragón le dio un manotazo a Krishnan, que fue arrojado a varios metros y cayó al suelo, aturdido. Elisei cogió a la pequeña Vaniandil y echó a correr, pero fue alcanzada por el Dragón, que la derribó. Ante la llegada de la guardia, y para que tan suculenta presa no escapara, el Dragón acabó con la vida de Elisei de una forma que no te relataré, pequeño. Disculpa un momento, he de recuperar el aliento.
[…]
Krishnan quiso morir en ese momento. Se levantó como pudo y se acercó al cadáver de su esposa aprovechando que el Dragón daba cuenta de su guardia. Las lágrimas no le dejaban ver, y su mente no pensaba con claridad. Lo que más amaba en este mundo acababa de morir, y su corazón dejó de latir por un momento. Pero algo sonó bajo el cuerpo de Elisei… un lamento, un llanto. Krishnan, casi sin pensar, sacó a Vaniandil debajo del cadáver de su madre. Miró atrás y pudo ver que sólo cinco hombres quedaban en pie. Y presa del delirio y la locura, corrió hacia el bosque, adentrándose, sin darse cuenta, más y más en él, en su corazón, en lo profundo, en un lugar sagrado vetado para los hombres. Y Vaniandil seguía llorando. Sólo entonces fue cuando Krishnan la miró; la pequeña estaba herida de gravedad y, si no la llevaba rápido a un maestre o a un mago, moriría pronto. Pero Krishnan no reaccionó. Su vida había dejado de tener sentido y la niña que tenía entre los brazos le era desconocida.
—Oh, rey de Valsereg… sabrosa estaba tu esposa… ¿sabrá igual su retoño? —llegó la siseante, grave y cruel voz del Dragón desde algunos metros atrás. Krishnan reemprendió su huida por puro instinto, con las palabras de la bestia hendiendo su mente, destrozándola, germinando un odio voraz que ya nunca apagaría. Su furia, su odio hacia aquella criatura, siguieron aumentando hasta hacerle enloquecer. Finalmente, su carrera desembocó en un pequeño claro que daba a una escarpada pared de roca, prefacio de la cordillera que nacía un poco más al norte; un callejón sin salida, al fin. Se volvió para coger otro camino, pero allí estaba el Dragón, disfrutando por la frustración y la cólera que el rey destilaba.
—¡Maldito seas! —exclamó el rey, con Vaniandil colgando de un brazo— ¡Malditos seas una y mil veces! ¡Tú y los de tu maldita raza! ¡Soy Krishnan, rey de Valsereg, y por los Dioses que usaré todo mi poder para darte muerte!
—¿Qué poder, mi rey? —escupió el Dragón, irónico—. Aquí, en el que ahora es mi bosque, no tienes poder alguno, ni reino ni ejército. Tú morirás hoy aquí y tu hija, si no lo ha hecho ya, también —dijo mientras se relamía—. Y nada podrás hacer, pues el acero que tan orgullosamente esgrimís los humanos, no puede dañarme.
—Sí ningún acero puede dañarte… ¡pues entonces uno buscaré que lo haga! ¡Aunque se lo tenga que exigir a los dioses! ¡Aunque tenga que arrebatárselo! ¡Dioses! —gritó el rey fuera de sí, mirando al cielo— ¡He aquí que os exijo un arma que acabe con este ser de pesadilla! ¡Muiso, Dios de la Guerra y la Muerte, acude a mi llamada! —exigió el rey… y más vale que no lo hubiera hecho, pequeño. Tengo frío, tráeme otra manta, por favor. ¿Que hace calor dices? El frío está en mi corazón…
[…]
¿Que qué pasó después? Pasó que el tiempo se detuvo. Si, pequeño, se detuvo. Y una voz profunda, poderosa y vieja como el mundo, dijo así al oído de Krishnan:
—Un arma exiges, mortal, y un arma tendrás. Pero otra cosa pediré a cambio —dijo el Dios de la Guerra y la Muerte.
—¡Pedid y se os concederá!
—Te daré dos posibilidades. La de morir y salvar a tu hija, yo mismo me encargaré de ello, con lo que el Dragón quedaría libre. La de entregarme en sacrificio a la pequeña, recibiendo así el arma que pides. Dime, Krishnan, Rey de Valsereg, ¿vale tu venganza más que la vida de tu hija?
—La vale —respondió el rey sin pensárselo.
—Que así sea —dijo la voz. Entonces el rey tumbó a Vaniandil en el suelo y, sin dudar, sin ni siquiera reconsiderar lo que hacía, sin pensar nada más que en lo que le había sido arrebatado, clavó su daga en el corazón de su hija.
Ocurrió entonces que el cuerpo de Vaniandil empezó a transformarse, uniéndose con la daga clavada en su pecho, en una espada de hermoso talle. Asombrado, el rey la empuñó y, al momento, el tiempo volvió a fluir. Levantó la vista y clavó su demente mirada en los asombrados ojos del Dragón. Krishnan se levantó y cargó contra el monstruo que, aunque sorprendido por la aparición de la espada y la desaparición de la pequeña, sonrió y dejó que el rey le golpease con su inofensivo acero, porque era cruel de pensamiento y se regocijaba en el miedo y el dolor de los hombres… y les subestimaba.
El rey cargó con un rugido desgarrador, surgido de lo más profundo de su ser, de su dolor y su pérdida. Pero aún así, pese al atronador grito, pudo oír un quedo lamento, un canto triste que de su espada emanaba. En ese momento, en ese preciso instante, Krishnan se dio cuenta de lo que había hecho, mas no dudo, no frenó su ataque. Con todas sus fuerzas embistió al monstruo, con un tajo oblicuo de arriba a abajo. Y ocurrió que la espada atravesó la piel indestructible del Dragón del mismo modo que un cuchillo caliente atraviesa la mantequilla.
Y así, con una expresión de horror y sorpresa, acabó la vida del Dragón. El rey volvió tambaleante a la ciudad, solo, fuera de sí, mas nada contó de lo sucedido esa tarde de primavera.
Diez años pasaron desde ese triste suceso y, cada día que pasaba, Krishnan se sentía peor por el mal que había hecho. Los remordimientos le acosaban en las noches, haciéndole tener pesadillas, y a menudo llamaba a su esposa y a su hija en la soledad de su alcoba, hundiéndose en un pozo del que no se puede salir.
Pero no sólo sufría entonces; según se dice, cada vez que empuñaba la espada que era su hija Vaniandil, rebautizada como Abathorn, La Espada del Lamento, Una de las Tres Profetizadas, Krishnan lloraba. No quería empuñarla, no debía, se decía, pero se veía obligado a hacerlo, porque eran tiempos de guerra y los señores de Vannatur eran poderosos en aquellos tiempos. Y Krishnan luchaba y Abathorn cantaba; innumerables fueron las lágrimas del rey. Y tal era su pena que un día su mente se quebró; no pudo aguantarlo más. Enloqueció. Así, una noche cogió su espada, la Corona de Fuego, y se marchó para no volver. Y desde entonces se le llama El Rey Perdido y muchas historias se cuentan sobre su desaparición. Por eso, y durante veinte años, Valsereg no ha tenido rey.
Sí, pequeño. Comprendo tu sorpresa. Y supongo que piensas que deliro, que son locuras de un anciano demente. Pero fue así como ocurrió. Como todos los habitantes de Valsereg, y aún de otros reinos, conocías sólo la parte poética de la leyenda de la Espada del Lamento, Cuyo Embiste Nada Resiste, Una de las Tres Profetizadas. ¿Qué como lo sé, preguntas? Yo sé muchas cosas, pequeño. He conocido a mucha gente y he oído cosas que jamás se debieron decir. Y ya conoces el dicho, pequeño, Una Taberna, Cien Historias, pero no oirás ésta historia de boca de los parroquianos de la Taberna del Dragón Verde, ni de ninguna otra. Sí, sé que no entiendes qué tiene que ver con tu padre, pero, como imaginarás, la historia no acaba aquí, aunque poco más he de contarte ya.
Deambuló Krishnan por su reino, camuflado entre sus gentes, ajeno a lo que a su alrededor pasaba, inmerso como estaba en los recuerdos de tiempos mejores, extintos. Y en su deambular, llegó a un pequeño pueblo del ducado de Silred, y oyó de los lugareños de una historia asombrosa de un dragón y de la taberna de aquel paraje tan lejano de la capital y tan cercano a la Ruta del Sur. Así que, viéndolo quizás como una extraña señal, fue a la taberna y se encontró con quien menos esperaba, porque Karnst, el tabernero de aquel local, no era otro que Gweid, el Cazador de Dragones, el Daño del Gusano, Señor del Lokendacil y del Dragard, Una de las Tres Profetizadas, el cual le sirviera una vez, cuando ambos eran jóvenes y su esposa aún vivía. Un gran dolor había ganado al cazador de dragones, pero nunca le habló de él, aunque le aceptó en su casa y vivieron por mucho tiempo juntos, cada uno preso de su dolor, aunque compartiéndolo en su muda amistad. Y, cuando murió, la taberna quedó en manos de Krishnan, que cambió de nombre para no ser reconocido. Y se hizo cargo de ella en los buenos y en los malos momentos, y fue testigo del ataque de los trasgos y de la posterior y peculiar alianza con los mismos, con Quryak el Pequeño, ante los piratas bárbaros de los mares del este.
Y en la taberna a otra mujer conoció; una mujer hermosa y extraña, venida del este, llamada Wealin. Y fue que en sus ojos vio el reflejo de Elisei, como en un estanque se refleja la Luna, y aún sabiéndolo, aún sabiendo que sólo amaba a una imagen, a una luz ya desaparecida, la amó por ello tanto como fue capaz, pero ni la mitad de lo que quiso a su Elisei. Poco después contrajeron matrimonio y en ese pueblo, alejado de todo, pasó el resto de sus días.
¿Que sigues sin saber que tienes que ver con esto? Responderé a tus dos preguntas al tiempo. Ve, pequeño, y abre ese baúl. Sí, el que tiene el cerrojo. Perdona, toma la llave o no lo podrás abrir. ¿Ya lo has abierto? Lo siento, no te veo desde aquí. Quita toda la ropa y coge lo que hay en el fondo.
[…]
¿La oyes cantar, pequeño? Esa es Abathorn, La Espada del Lamento, Una de las Tres Profetizadas, Desgracia de Krishnan. Y lo que brilla al fondo es la Corona de Fuego, la del Corazón del Dragón, aquella sin la cual no puede haber rey en Valsereg, aquella que sólo brilla en la frente del verdadero heredero del trono. Y ahora no hables, he de terminar con la historia.
Ocurrió entonces que Krishnan, que por aquel entonces hacía llamarse Iar, arrepentido rogó a Muiso que devolviese su espada, Abathorn, a su forma original, a su pequeña y querida Vaniandil, y tras muchos intentos, Muiso le respondieron al fin:
—Arrepentido vienes ahora de un acto realizado sin flaquear. Pudo más tu sed de venganza que tu amor, y ahora te arrepientes. Una oportunidad tendrás y esto has de hacer. Otro heredero has de tener y él ha de empuñar tu espada y atravesar tu corazón. Sólo así devolverás a Vaniandil a su verdadero ser. Pero has de saber que la vida y el reinado de tu hijo, será el peor que se haya de recordar, pues guerras y desgracias le acecharán hasta el fin de sus días, y los Demonios Primigenios volverán, plagando los cielos de brillos de muerte, y derramarán fuego y ruina sobre el mundo, mientras la Espada Sacra no sea desenvainada. Dinos, Krishnan, ¿condenarás a tu reino y a tu heredero a cambio de la vida de tu pequeña hija?
—Lo que ocurrió no debió nunca pasar y ahora he de volver el destino a su cauce, pase lo que pase. Habéis pedido, y os será dado.
Así habló Krishnan y se dispuso a cumplir su objetivo. Tuvo pues, un hijo varón con Wealin, al que llamaron Rayne, que en la lengua de nuestros antepasados significa “Marcado por el Destino”. Mas su madre murió en el parto, como premonición de la vida que le esperaba y Krishnan educó al pequeño diciéndole que lo abandonaron en su taberna una fría noche de invierno. Lo educó y lo contrató como ayudante de tabernero, y vivía con él y era feliz a su manera, pero eso tampoco había de durar.
Y esa es toda la historia, Rayne, pequeño. Sí… tus ojos son para mí como un libro abierto: incertidumbre, miedo e incredulidad, pero debes creer en mis palabras. Escucha el triste llanto de tu hermana… ¿Sabes lo que espera? ¿Lo que desea? Acabar conmigo… lo espera desde que fue “creada”, desde que abatí al Dragón con ella. Soy un hombre moribundo, Rayne. Moribundo y cobarde, pues todos estos años me he negado a cumplir lo que ha de cumplirse, pues no quería morir… tan cobarde soy, fíjate. Pero mi tiempo se acaba y tengo miedo de encontrarme con Elisei sin arreglar el mal que hice. ¡Oh!, bella Elisei, cuanto te amo… perdona mis lágrimas, pequeño. Y no llores tú. No lo merezco. Viniste a este mundo sólo para enmendar mis errores, y con ello te condeno a una vida llena de dolor… no merezco tu pena, ni tu amor. Ódiame, repúdiame, aborréceme y dame muerte. Debes acabar con mi vida, Rayne, pequeño. No, no puedes negarte. Alguien como yo no puede existir, no debe existir. Sé que me quieres, no sigas diciéndomelo, te lo ruego. Fuiste fruto del odio y no me debes amar. Ahora, antes de que se acabe el tiempo, haz lo que debes de hacer. No te lo pienses… tengo prisa por ver de nuevo a mi Elisei…”
El salón quedó en vibrante silencio, roto solamente por el crepitar de las llamas del hogar. Las miradas de los presentes se clavaban en él y, aunque era consciente de ello, era reacio a continuar. Era la primera vez que contaba la historia fuera del círculo de su familia y la culpa, aunque era ajena a sus actos, le corroía las entrañas, pues él sería el arma que haría tambalear al reino.
—Y… ¿y que pasó, majestad? —se atrevió a preguntar Regnar, uno de los nobles que se daban cita en el salón.
—El resto de la historia… es eso, historia –contestó Rayne incómodo. A su lado, su esposa entrelazó su mano con la de él, bajo la mesa, como mudo e inquebrantable apoyo.
—Dejémonos de historias tristes y de malos augurios –dijo una alegre voz tras Rayne, que consiguió romper el clima de tensión. —Ahora hablemos de cosas más divertidas, que ensalcen el corazón —dijo—. Y nada mejor para ello que una canción.
La chica se subió a una silla, rompiendo así todos los protocolos, mas nadie dijo nada al respecto y a nadie pareció importarle, pues sonreían complacidos.
La dulce voz de la muchacha inundó la sala y los corazones de los presentes, con un canto dulce y tranquilizador.
Rayne se relajó y sonrió. Apretó con fuerza la mano de su esposa. Necesitaba de esta paz esos días, pues la guerra estaba en puertas con reinos del oeste y se había visto demonios en las fronteras del sur y el este, si había que hacer caso a los rumores. Tenía la certeza de que se avecinaban tiempos difíciles, pero sabía que los superaría con la ayuda de su esposa y con la dulce voz de su hermana, Vaniandil, de la que había cuidado desde que volvió a ser una niña de tres años.
Él era Rayne, Rey de Valsereg, Marcado por el Destino, y, aunque era un simple mortal, estaba dispuesto a luchar contra el futuro, contra su destino, por muy nefasto que éste fuese…
Así se cuenta hoy en día la historia del Rey Perdido y la del Joven Heredero de la Corona de Fuego. Y esta historia, se dice, se contó por vez primera en una taberna: la Taberna del Dragón Verde, como otras tantas historias. Porque ya lo dice el dicho: Una Taberna, Cien Historias.
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