Para leer este relato es necesario leer «Relatos de Pharodie» desde el principio, pues los relatos están encadenados y se autoreferencian unos a otros
Siobhan se despertó en mitad de la noche, ahogando un grito que había comenzado en sueños y que luchaba por abrirse paso hasta el mundo de la vigilia. No recordaba qué había soñado, pero había sido lo suficientemente perturbador como para impregnar de miedo su corazón.
Tardó aún unos instantes en calmarse. supo que no podría volver a dormirse pronto, así que, suspirando, se levantó a prepararse un té que calmase sus nervios.
Dejó que sus manos trabajasen solas mientras intentaba rescatar algo de lo que acababa de surgir del pozo sombrío de su subconsciente. Ya había intentado recordar, sin éxito, algún detalle de su sueño anterior, aquel que le había despertado de la misma forma ocho días antes. Aquella noche se había convencido de que era solo una pesadilla, pese a que todos sus sentidos le gritaban que había algo de profético en ella. Aunque sus esperanzas se esfumaron pronto aquella mañana.
Teanna Maggert había sido la primera de sus clientes, una de las habituales en su pequeña consulta de adivinación. Una de esas personas que no saben vivir su propia vida; que, ante la mínima dificultad, buscaban las artes de aquellos como Siobhan. Sus preguntas eran de lo más variadas: desde enamoramientos hasta chismorreos de su club de lectura. Cuestiones banales que buscaban respuestas banales. Gran parte de su trabajo consistía en conocer a las personas, sus circunstancias y su entorno, por lo que muchos en su profesión ni siquiera tenían el don de la adivinación, supliéndolo con misticismo, una gran inteligencia y capacidad de observación. Pero Siobhan sí lo tenía. Quizás porque aquel día se había levantado de buen humor, decidió utilizarlo, en lugar de recurrir a una respuesta vacua envuelta en una nube de acertijos y misterios.
Al evocar el momento, ni siquiera era capaz de recordar la petición. Solo el instante en que colocó los primeros arcanos y la muerte de la mujer se desplegó ante sus ojos. Para Siobhan, usar cartas era mera decoración, un teatrillo que el cliente esperaba que representase. Pero su don le mostraba sensaciones, certezas o imágenes apenas aprehendidas, que se volvían voluntad y verdad en su mente. Y, aquella mañana, fue muerte. Cercana pero no inminente.
Siobhan ya había lidiado con situaciones similares. Y, aunque su maestra le había recomendado no intentar nunca enderezar ningún futuro, y mucho menos los de deceso, en estos casos ella siempre intentaba aplacar a la parca. Una sugerencia aquí, una pista allí… A veces funcionaba, pero no siempre. Aquel día, la muerte se había presentado en su mente de modo oscuro y silencioso, sin pista alguna de cómo iba a llevarse a la pobre mujer. Así que hizo de tripas corazón, lo obvió y respondió a su banal pregunta con una respuesta igual de banal. Aún no había tenido tiempo para reponerse cuando su segundo cliente de la mañana dio un resultado similar. Muerte. Lo mismo con el tercero, y el cuarto, y todos los de los días siguientes.
No había sido, pues, una pesadilla. El miedo la invadió, y, siendo incapaz de leer su propio futuro, pues tal era la tara de su don, se lanzó a las calles en una desesperada búsqueda de respuestas. ¿Un incendio? Podría ser, pero de enormes proporciones; sus clientes vivían en diversos puntos del sur de Pharodie. ¿Y magia? Eso quizás explicase por qué el motivo se mostraba velado en su mente, pero la mayoría de magos vivían dentro de las murallas, bajo la sombra del Faro. ¿Y si era el propio Faro, que caía sobre la ciudad?
Su camino era errático. Leía a los transeúntes al pasar, y para todos era el mismo destino. Pobres o ricos, humanos o gnomos, magos o panaderos, fuesen de la parte de la ciudad que fuesen. No sabía por qué se esforzaba en seguir buscando, pero no podía dejar de hacerlo. No fue hasta el séptimo día que encontró a alguien cuyo futuro, por fin, destellaba frente a ella.
Estaba a punto de dejarle atrás en el mercado, leyéndolo mecánicamente, cuando la certeza la sobresaltó. Volverá pronto a casa, decía su destino. Había detenido al hombre agarrándolo del brazo. Le preguntó sin preámbulos de dónde venía, y este, sorprendido, había respondido sin rechistar: de Nomerhem.
Una isla más allá de las costas donde desembocaba el río Mernat, que atravesaba Pharodie de sur a norte. Nomerhem, que albergaba una ciudad pequeña pero próspera, lejos de Pharodie y la calidez del Faro. Nomerhem, a donde, hace unos años, su maestra se había marchado sin dar más explicaciones. Sí, debía haberlo pensado antes.
Así que se lanzó a interrogar al comerciante, pues tal era su profesión. Le contó aquel que volvería a casa al día siguiente y que sí, que tenía un camarote vacante que podría alquilar. Así pues, con la promesa de verse al medio día en el puerto y tras acordar un precio más que justo, Siobhan volvió a su casa a preparar su viaje y su despedida final, sabía sin necesidad de su don, de Pharodie.
Lo había dispuesto todo antes de acostarse. Había metido en un petate la ropa justa y necesaria para el viaje y poco más, sacado su dinero oculto bajo los tablones sueltos del sótano y atado el último cabo suelto que le quedaba en la ciudad: Chirrido. El encontrador había sido un inquilino sin tacha de su segundo piso. Supuso que su futuro era el mismo que el del resto de la ciudad, pero no podía hacer nada por evitarlo. Así que, por no dejarlo en la estacada el tiempo que le quedase, redactó un burdo documento con el que le cedía la propiedad de todo el edificio. Y, tras hacerlo, se acostó a dormir, disfrutando de una tranquilidad que no había sentido en ningún momento de la última semana. Hasta que llegó la pesadilla, claro.
El té se le había enfriado entre las manos mientras rememoraba todo lo ocurrido. Se sintió culpable por la felicidad que había sentido al encontrar una salida. Pharodie nunca le había gustado del todo, era cierto, por mucho que el Faro flotase sobre la ciudad como una promesa de protección (que ahora sabía insuficiente), por mucho que fuese la Luz del Mundo, La Más Grande de las Ciudades. Aun así, lamentaba en el fondo tener que abandonarla.
Un ruido de pasos le sacó de su ensimismamiento. Chirrido bajaba las escaleras hablando animadamente con alguien. Estaba a punto de levantarse para detenerle y darle el contrato que le cedía el edificio cuando una premonición le taladró la mente. Una visión referente a Chirrido. Y, con ella, el contenido de las pesadillas que había tenido se desplegó con dolorosa claridad.
Boqueó unos segundos, en busca de un aire que parecía no querer entrar en sus pulmones. Cuando por fin pudo respirar, pensó qué hacer con lo que sabía. Podría llamar a Chirrido y contárselo, decirle que sobre sus manos recaía la frágil esperanza de una ciudad condenada. No podría entrar en detalles, no debía. Pero tampoco no hacer nada.
Cogió el contrato y le garabateó una sola frase. Una vez terminó, recogió sus cosas y se marchó al puerto. Sí, echaría de menos Pharodie, pero tampoco volvería a mirar atrás.
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