L a sensación de ahogo es constante. El aire llega a mis pulmones con dolorosa escasez. No se debe al sobreesfuerzo al que he sometido a mi cuerpo en la última hora, ni al humo de los incendios, ni al peso extra de mi armadura. Es el dolor de lo que hemos perdido lo que me ahoga. De lo que he perdido.
Giro tras giro por las laberínticas calles de Talerion, la huida no cesa. Mi mundo se ha reducido a seguir al cuerpo bamboleante y malherido de Barin, arrastrado sin miramientos por soldados sin nombre. Solo quedamos nueve de un batallón de quinientos.
—Por aquí —dice alguien, haciéndonos entrar en una casa de dos plantas.
Nada más entrar me derrumbo contra una pared. Las manos me tiemblan y tengo la mente embotada. Mis desconocidos compañeros se despliegan por la casa con envidiable eficacia tras depositar con cuidado a Barin sobre un sofá. Apenas reparan en mí.
—¿Vivirá? —pregunta el capitán Samwel al soldado que revisa las heridas de un inconsciente Barin. Niega con la cabeza.
Otra pérdida más. Mi mente se llena de escenas vividas junto a mi amigo desde que le conocí en la academia, pero ni por esas consigo reaccionar. Me siento vacío; la voz de mi consciencia me es ajena, no encuentra eco en los sentimientos que sé que debería sentir.
—La casa está vacía —dice uno de los soldados que ha revisado el piso superior. No me pasa por alto que no informa a Samwel, sino al teniente, que vigila la calle desde la puerta.
—Debemos irnos. Tenemos que reunirnos con el resto de tropas —propone el capitán, mesándose el cabello, nervioso, ajeno a lo que acaba de ocurrir.
—Sugiero esperar y recuperarnos, capitán —sugiere el teniente—. Ojodegato se ha adelantado para ver qué tenemos entre nosotros y la ciudadela. Deberíamos esperar su informe.
—No he dado esa orden, teniente —responde Samwel entre dientes, consciente de que está perdiendo el mando. O de que nunca lo ha tenido.
—Nadie lo ha hecho; ella sabe perfectamente qué hacer.
—¿Cuál es su nombre, teniente? ¿Cuál es su batallón? —pregunta Samwel.
—Teniente Caernach, del tercer batallón. Antes de este desastre formábamos parte de la Guardia del Oeste.
Eso explica muchas cosas. Cuando uno lucha a diario contra los Zirvaym y sus sombras asesinas, o contra el veneno de los hombres lagarto de las Colinas Danzantes, o muere o se convierte en una máquina de matar. Y bien que lo demostraron cuando los Crisoles enemigos destruyeron la muralla y sus huestes rompieron nuestra formación. Les debemos la vida, y aun así… Aun así, noto el peligro emanar de ellos. Samwel también debe haberlo notado, pues, por primera vez desde que entramos, sus ojos se encuentran con los míos, dándome una orden muda. Con esfuerzo empiezo a incorporarme.
—Me acompañan el cabo Fogones, Picodeoro, Mechacorta, Tocapelotas y, Menosjoven. Y la que falta es Ojodegato. Es nuestra mejor exploradora.
—¿Qué clases de nombres son esos?
—En la frontera uno se gana su sobrenombre, señor. —El tono de Caernach ha sido tan formal como ácido. Un tenso silencio sigue a sus palabras.
—¿Y cómo le llaman a usted, teniente? —pregunto, intentando amainar la tormenta incipiente.
—Me llaman Capitán Ábaco —me responde con una sonrisa, desviando un instante la mirada de la calle, para luego dirigirla a Samwel—. Lo de capitán no es decisión mía, señor. Lo de ábaco es por llevar la cuenta de las muertes. Ya vuelve Ojodegato —añade, cortando la airada respuesta del capitán. La muchacha entra, sudorosa y agitada.
—¿Y bien? —le pregunta el capitán, tenso. La muchacha mira de reojo al teniente un instante. Veo como Samwel aprieta la mandíbula.
—La muralla de la ciudadela ha caído, capitán. El palacio está en llamas. El ejército enemigo nos ha barrido por completo y ya han comenzado los saqueos.
El capitán palidece. No creo estar entendiendo la gravedad de lo que está pasando, porque sino debería sentir algo que no fuera este… vacío.
—¿El Alto Mando?
—Si estaban en el palacio, ha caído. De nuestro ejército solo he podido ver grupos aislados, luchando en desventaja. La ciudad está perdida.
—Debemos salir y agruparnos en un solo frente. Tomar el palacio y…
—La ciudad ha caído, capitán —interviene Caernach—. Debemos marcharnos. Debemos esperar al anochecer.
—¿Cómo te atreves? —exclama Samwel— ¡Aquí mando yo, teniente! Nos reagrupemos con los supervivientes. ¡Soldados, desarmadle! Queda relegado de su cargo, a la espera de ser juzgado por…
Los soldados no se movieron hasta que Caernach hizo un gesto. Lo hicieron con velocidad, rodeando al capitán y desarmándole en un instante. Un golpe en una de las corvas le hizo caer de rodillas. Dos de ellos se acercan y me apuntan con sus espadas, aunque ni siquiera he hecho amago de moverme por la orden del capitán.
—¿Juzgados, capitán? La ciudad ha caído. Talerion está condenada y no pensamos morir con ella. No tenemos tiempo para esto.
Caernach estudia la habitación. Sus habitantes habían salido con prisas, dejando todo relativamente intacto, esperando, quizás, poder volver cuando todo hubiera pasado.
—Nos ocultaremos arriba hasta la noche. Saquearemos nosotros mismos la casa para que crean que ya han pasado por aquí. Si ven el cadáver de un soldado posiblemente se convenzan —sugiere, mirando el cuerpo de Barin. No podría decirlo desde aquí, pero parece que ya no respira.
—¿Y qué hacemos con este? —pregunta uno de los soldados que me vigila, manteniendo su filo cerca de mi cuello.
El teniente me mira a los ojos, serio. Mi vida depende de las siguientes palabras que pronuncie.
—Su único pecado es luchar por su país. No le mataré por eso. Tienes dos posibilidades, muchacho. Vete y enfréntate solo a la muerte. O quédate y quizás sobrevivas.
Es una trampa. Si intento salir recibiré el frío beso del acero en mi espalda; no pueden arriesgarse a que delate su posición. La decisión se me antoja absurda.
—Me quedo.
Caernach asiente.
—Tendrás que demostrar que podamos contar contigo. Mátale —ordena sin más, señalando con la barbilla al capitán.
Apenas si consigo reunir fuerzas para acercarme a Samwel, mi capitán, al que debo lealtad. Desenfundo mi espada sin rehuir su mirada. Vuelve a darme órdenes con ella, hace un gesto con la mano. Dos contra seis. No parece que tengamos muchas oportunidades de sobrevivir. Y, ahora, lo único que ocupa mi mente es una urgencia abrumadora por sobrevivir.
El acero entra limpiamente por su cuello, hacia abajo, hasta tocar hueso. Escupe sangre en silencio, sin dejar de mirarme. Todo pasa muy rápido.
—Has hecho bien, hijo —dice Caernach con suavidad, poniendo su mano sobre mi hombro. Me pregunto si también contará esta muerte como suya. Un frío atroz me consume, endurece mis músculos, ciega mi visión. Noto la espada como una extensión de mi mismo, como si mi propia mano hubiese penetrado en la cálida carne de mi capitán—. ¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es acero —digo sin pensar. Caernach asiente de nuevo en la periferia de mi visión.
—Bien, moveos. Revolvedlo todo, coged todo lo de valor y dejad los cadáveres por ahí. Luego a la segunda planta a esperar que pase el temporal. ¡Moveos!
Y, simplemente, obedezco.
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