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Un plan sin fisuras
Relatos de Pharodie - 16. Ejercicio de Narrativa I. El tema era "Relato de acción". (2020)
Por Frandalf Publicado en Curso Narrativa I, Fantasía, Relatos de Pharodie, Revisado en 4 de agosto de 2020 0 Comentarios 7 min lectura
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Para leer este relato es necesario leer «Relatos de Pharodie» desde el principio, pues los relatos están encadenados y se autoreferencian unos a otros

No había terminado de guardar el tintero en un bolsillo cuando alguien se puso a dar voces desde la planta inferior.

Bien, hasta aquí mi meticuloso plan de robo.

Supuso que habían encontrado el cuerpo inconsciente del jardín, así que salir de la mansión por donde había entrado era imposible.

Solo le quedaba huir por la ventana y reptar por un saliente hasta una tubería que le llevaría hasta la calle. Y debía hacerlo antes de que las voces despertasen al matrimonio que dormía en la habitación. Sólo necesitaba…

—¿Qué es todo ese alboroto de ahí abajo? ¿Eh? ¿Quién eres tú?

Oh.

—¡Un ladrón! ¡Guardias! ¡Que alguien llame a la guardia!

Gweid se lanzó hacia la ventana sin más dilación. Ni siquiera intentó forcejear con el cierre del marco; cogió la manecilla y tiró con todas sus fuerzas, haciendo saltar el cerrojo. Se encaramó al alféizar y se descolgó en un fluido movimiento, tanteando con los pies hasta encontrar el reborde, donde apenas podía estar de puntillas.

—¡A mí la guardia! ¡Al ladrón! —gritó Ruber Maggert desde la ventana que acababa de abandonar.

¡Ja! Seguro que esos patanes están…

¡Eh! ¿Qué está pasando ahí? —exclamó alguien. Dos guardias bajaban por la calle portando un candil.

¡Maldita sea!

Había cinco metros hasta el suelo, pero el tiempo de los planes se había acabado; era tiempo de improvisar. Así que, simplemente, se dejó caer.

El suelo le recibió tan impertérrito y duro como se podía esperar. Rodó sobre sí mismo con pericia para amortiguar la caída y no esperó a la reacción de los guardias. Echó a correr calzada abajo, en busca del laberinto de callejuelas que le esperaba una vez pasada la plaza del mercado. Ignoró los gritos advertencia de los guardias y el dolor de sus magullados tobillos. Ahora lo importante era correr.

Así que Gweid corrió.

Sentía el aire silbar en sus oídos y el corazón latir con fuerza en su pecho.  Apenas podía contenerse para no estallar en carcajadas. El robo no había sido ni la mitad de limpio de lo que esperaba y, posiblemente, Irmed le echaría una buena bronca por todos sus fallos. Pero era absurdamente feliz. ¿Un héroe? ¡Ja! Si su padre le viese ahora…

Atravesó el desierto mercado a la carrera, dejando atrás los jadeos de los guardias. Casi sintió pena por ellos cuando se introdujo en los protectores callejones que rodeaban la plaza. Se había aprendido de memoria el camino a seguir, por lo que, sin apenas frenar y en plena oscuridad, iba tomando cada giro en el punto exacto. Pronto estaría a salvo, pronto…

Apenas le dio tiempo a esquivar el cuchillo que surgió de las sombras. Saltó a un lado, chocando con la pared, al tiempo que una figura surgía de un callejón y se lanzaba hacia él.

No había momento para dudar. Esquivó una puñalada con agilidad, pero el atacante, que demostraba ser hábil, intentó rebanarle con un corte lateral. Gweid saltó hacia atrás y, con un movimiento mil veces entrando, consiguió atrapar la muñeca de su contrincante, tras lo cual estampó su puño derecho en la cara cubierta del hombre. Una, dos, tres veces, hasta que se desplomó como un muñeco de trapo.

Se acercó y le arrancó el pañuelo con el que se cubría las facciones. El hombre refunfuño, aturdido. No le reconoció; no tenía idea de quién era ni por qué le había atacado.

¿Un simple ladrón? ¡Maldita mi suerte!

Pero no era mala suerte. Ocurría algo más. Lo sentía, de nuevo, en lo más profundo de su ser. Su destino volvía a agitarse. La Llamada volvía a producirse.

Joder.

Un ruido de pasos llegó desde la calle por la que pensaba huir. También había alguien viniendo por la que había recorrido. Cuatro, en total.

—Eh, chico —susurró uno de los dos hombres que le cortaba la huida—. Danos el tintero y te dejamos en paz.

¿El tintero? ¿Cinco hombres tras él por un simple tintero?

Pero no es un simple tintero, ¿verdad? No, claro que no lo es.

Suspiró.

El único camino libre era la callejuela por la que había salido el primer atacante, así que Gweid se lanzó por ella con rapidez. Sus asaltantes corrieron tras él y le seguían a corta distancia.

No conocía este camino, por lo que avanzaba tropezando y girando en cada esquina sin saber hacia dónde se dirigía.  Apenas si conseguía sacarles ventaja y un mal paso en la oscuridad, un tropiezo con cualquier objeto invisible, podría costarle la vida. Pero no podía parar. Así que siguió corriendo mientras sus fatigados músculos empezaban a mandar señales de alarma. Tan ocupado estaba intentando no tropezar, que no se dio cuenta de que había abandonado las callejuelas hasta que se vio, de repente, en el mercado que antes había atravesado.  Sus perseguidores pararon tras salir de la calle y avanzaron hacia él con lentitud. No tenían por qué correr, comprendió el muchacho mientras recuperaba el aliento en medio de la plaza. Había, al menos, otros treinta hombres armados diseminados por los aledaños de la misma.

¿Qué cojones está pasando?

Y entonces lo sintió. Un mal profundo y antiguo desde la retaguardia de aquellos hombres. Se giró hacia esa sombra con forma humana que le miraba desde la distancia. Y, por primera vez en mucho tiempo, tuvo miedo. Un miedo primigenio que atenazó su corazón y le impedía moverse, aunque viera que algunos hombres se le acercaban.

Fue el sonido de un laúd lo que le hizo reaccionar. Sus atacantes se detuvieron y miraron a su espalda. Gweid ignoró cualquier cosa a su alrededor. Toda su atención la recibía el pequeño grupo que se estaba abriendo paso, acero en mano, hacia él. Reconoció, con sorpresa, a Irmed, armado con un par de dagas. Vio también a un hombre rata acompañado por una bestia terrible y a un grupo de hombres con atuendos del Gremio de Hojas. Y a Kar.

Kar. Allí. Imposible.

El juglar avanzaba hacia él tocando una alegre melodía, ajeno a todo. Los hombres luchaban y morían a su alrededor, sin llegar a tocarle.

Kar, al que su padre había subyugado.

El mal que había sentido tembló. También había visto al bardo. También entendía qué era.

Kar. No. Drekarion.

Hurgó en uno de sus bolsillos, desesperado, la mirada fija en los ojos del bardo. Casi había llegado hasta él. Necesitaba ponerse el anillo, pero parecía bailar entre sus nerviosos dedos. Si no se lo ponía… si no lo usaba…

—Tú y yo tenemos que hablar —dijo al alcanzarle. Le dejó atrás y su canción terminó de golpe.

—¡Gweid! —gritó Irmed—. ¿Qué coño haces ahí plantado? ¡Tenemos que salir de aquí!

Avanzó hacia él de forma mecánica. Apenas si le llamó la atención la sangre que cubría las armas y los brazos del bueno de Irmed, del inofensivo Irmed, el ladrón de guante blanco.

—Vamos, ese tipo asegura que se puede encargar de esto. ¡Vamos! —exclamó tirando del muchacho. A su alrededor se agruparon sus inesperados y desconocidos defensores, alejándolo del peligro — ¿Sabes quién es? ¿Le conoces?

Gweid asintió mientras le miraba con unos ojos aterrados. Irmed se encogió ante su mirada.

—Es un dragón. Ha venido a matarme.

Pharodie


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