Para leer este relato es necesario leer «Relatos de Pharodie» desde el principio, pues los relatos están encadenados y se autoreferencian unos a otros
Era noche cerrada cuando Aidan entró en su pequeño despacho. Se dirigió hacia la pila de papeles desordenados sobre una vieja mesa, donde se amontonaban junto a un puñado de plumas, nuevas o desechadas, y una pequeña colección de tinteros vacíos o a medio vaciar. Nada de valor, por mucho que uno buscase. Nada en lo que reparar.
A no ser que alguien buscase un tintero en particular, un tintero que, por vulgar que fuese, era el motivo de la bonanza de su familia.
Hacía quince años que su padre le había hablado del tintero. Se lo había enseñado, ordinario, vacío e inofensivo. Para su asombro, su padre se hizo un corte en la mano con un abrecartas y había dejado caer unas cuantas gotas de sangre en el frasco. Este se había llenado rápidamente, mucho más rápido de lo que le correspondería con tan sólo unas gotas. Tampoco parecía ser sangre lo que lo llenaba. Ni tinta. Era como una mezcla, un líquido espeso y oscuro, con brillos carmesíes, que parecía siempre en movimiento. Como si estuviera vivo.
Su padre le enseñó qué hacer,y lo había hecho un año tras otro, durante catorce años. Un pacto con aquello que se encontraba en la tinta para asegurar otro año de buenos tiempos para su familia. Un pacto con demonios.
Nunca le había gustado, por mucho que su padre pareciese disfrutarlo. Dejó al lado un pequeño saco de sal, abierto. Eligió una pluma y buscó con la mirada el tintero.
Estaba a punto de cogerlo cuando un roce en la pierna casi le hizo escupir el corazón por la boca.
— ¡Bán! —El gato, blanco desde el hocico hasta la cola, le miró ofendido y se alejó de él, saltando hacia el alféizar de la ventana. Aidan permitía gustoso la presencia de gatos en sus almacenes; nadie mejor que ellos para librarse de las alimañas que pudiesen colarse. De todos, Bán era su preferido. Un viejo gato meloso y orondo que había sabido ganarse a todo el mundo. Pero en momentos como ese le entraban ganas de matarlo. Respiró hondo hasta que su pulso se tranquilizó. Si hubiese pasado mientras usaba el tintero… Su padre le había advertido de que la tinta nunca debía tocar su piel. Nunca, o el demonio le poseería.
No podía retrasarlo más. Se hizo un pequeño corte en un dedo y dejó caer la sangre en el recipiente como su padre le había enseñado. El tintero se llenó en segundos. Se puso los guantes de cuero fino, cogió una pluma nueva y se dispuso a comenzar a escribir.
Dibujó lentamente las primeras runas, ininteligibles, que su padre le había obligado a escribir cientos de veces hasta que se las supo de memoria. Respiraba lentamente, atento a cualquier mancha, cualquier salpicadura. Si tocaba una sola gota fuera del alcance de su vista… prefería no pensarlo. Prefería no pensar en nada, sólo concentrarse en el trabajo, sin que nada pudiese alterarlo, sin que nada…
Algo de cristal se rompió en mil pedazos cerca de la ventana, contra la muralla en la que el almacén se apoyaba. Bán, que estaba acicalándose junto a la misma, se erizó, bufó y saltó, todo a la vez, tras lo cual salió corriendo hacia la puerta. Unos borrachos se gritaban algo sobre la milicia en la calle.
Se sobresaltó más por el gato que por el ruido. El movimiento brusco hizo que la mesa se moviera, el tintero se volcara y la tinta comenzara a derramarse lentamente. Movido por el instinto, Aidan lo agarró y lo puso de pie casi en el mismo instante en que se cayó, pero una mancha avanzaba como una imparable ola por una esquina del pergamino, a punto de llegar a las runas.
—Oh, no.
No sabía qué podía pasar a continuación. Su padre le había dicho que la sal anulaba el poder de la tinta, así que, a falta de arena, cogió un buen puñado del pequeño saco y lo soltó sobre la creciente mancha, inundándola. Durante unos segundos siguió avanzando, pero, justo antes de llegar a las primeras runas, se detuvo.
—Gracias a los dioses —suspiró. Pero aún no había terminado y no sabía si el pacto funcionaría.
Siguió escribiendo cuando se hubo calmado lo suficiente. Y, tras un tiempo que se le hizo insoportablemente largo, se encontró firmando por fin el pergamino con su recargada rúbrica.
Soltó la pluma y se alejó. Otras veces, el pergamino había empezado a arder con una llama negra que no quemaba, que no humeaba y que parecía ocultar unas formas horrendas si se la miraba fijamente. Pero los segundos transcurrían y no pasaba nada. Justo cuando estaba a punto de perder los nervios, el papel empezó a arder.
Estaba hecho.
Suspiró aliviado cuando el pergamino se consumió. Vertió sal en la mancha que la tinta había dejado en la mesa, metió la pluma manchada directamente en el saco y acarició a Bán, que volvía a lavarse junto a la ventana como si nada hubiese pasado. El tintero se había vaciado tan rápidamente como se había llenado en cuanto el pergamino ardió.
Otro año más de bonanza, de buenos vientos en sus barcos, de grandes ganancias en sus negocios. Otro año más antes de tener que repetir el proceso en una noche como esta. Volvió a suspirar. Era hora de hablarle del tintero a su hijo. Quizás el próximo año. Quizás.
Lo primero que olió el ratón al entrar por un hueco de la pared desde la muralla fue al gato. Era un olor viejo, supo al instante. Quizás de hacía un par de horas. Pero luego estaba el otro olor. Uno dulzón que embriagaba sus sentidos, que no conocía, al cual no podía resistirse.
Bajó de la ventana correteando por la pared y se lanzó tan rápido como le permitían sus patitas hasta la oscura seguridad bajo un mueble. Localizó el seductor aroma que parecía haber aplastado a sus otros instintos. Allí, bajo aquella mesa. Esperó unos instantes más, olisqueando desde la nueva posición por si le llegaba el olor del gato. Una vez estuvo lo suficientemente seguro de que no estaba cerca, se acercó a aquel extraño perfume, que resultaba provenir de una pequeña mancha oscura en el suelo. No tenía claro qué era, pero debía saber mejor que cualquier queso que hubiese podido roer jamás. Así que, sin más, lo lamió.
Algo explotó en su pequeño cerebro. Su cuerpo comenzó a convulsionar y a crecer. El pelaje gris se volvió negro y los ojillos cobraron un brillo de una inteligencia despiadada. El aire crepitó a su alrededor mientras algo se agitaba más allá del velo del mundo, algo poderoso se acercaba, algo…
—Libre al fin… —susurró algo desde su interior —. ¡Libre para…!
La sombra cayó sobre el ratón con una sutileza impensable para un cuerpo tan orondo. El gato cerró sus mandíbulas sobre el ratón y lo sacudió hasta que escuchó el cuello quebrarse. Luego intentó jugar un rato con el cadáver, pero, como vio que no se movía, simplemente se lo comió.
Ningún ratón había sobrevivido en el almacén desde que llegó. No iba a ser ese el primero. Por raro que fuese.
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