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Las Tres Profetizadas (Una Taberna, Cien Historias - IV)
Relato final de Una Taberna, Cien Historias, una pequeña novela formada por cuatro relatos (2006)
Por Frandalf Publicado en Fantasía, Sin revisar, Una Taberna, Cien Historias en 2 de agosto de 2020 0 Comentarios 117 min lectura
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Es una locura, mi señora —le dijo Breides por enésima vez —. Deberíamos volver. De inmediato, a ser posible.

—Nadie pidió que vinierais, sir. Podéis volver cuando así lo deseéis.

—Bien sabéis que no tengo elección, mi señora; ¿no fue acaso vuestro señor hermano quién me encomendó la tarea de protegeros? ¿No fue acaso una orden del rey?

—Lo fue, lo fue —respondió Vaniandil, ahogando un suspiro. “Fiel hasta el hastió. Cabezota como pocos” pensó —. “Proteged a mi Señora hermana con vuestra propia vida, de ser necesario” —remedó —. Esas fueron sus palabras; las recuerdo bien.

—Es como decís, mi señora. Comprended entonces que en campo abierto mi labor se complica sobremanera. Sabéis tan bien como yo que el este es poco seguro en estos días, y que más allá de las murallas de Viento Fuerte, la fortaleza más oriental que aún conservamos, las hordas sureñas y orientales vagan por nuestras tierras, quemando, matando y… violando, mi señora. Y hace ya jornada y media que dejamos Viento Fuerte atrás, hacia el norte.

—¿Eso teméis? —dijo Vaniandil con una media sonrisa —. ¿Qué me violen? Es imposible que tal cosa ocurra, estando rodeada de caballeros tan afamados y aguerridos. Sin duda protegeríais a la perfección mi virtud…

—Sí, temo que os violen, entre otras cosas, y saben los dioses que no le veo gracia alguna —gruñó. Vaniandil volvió a sonreír, con ternura, esta vez. Pese a todo, pese a los años transcurridos, el buen Breides le seguía viendo como a una niña. Acercó un poco más su caballo al del capitán de la guardia y le acarició el brazo cubierto de metal con afecto.

—No es nada gracioso, sir Breides, lo sé bien —dijo, y el ceño del hombre se dulcificó, aunque sus poblados bigotes seguían erizados por la rabia como si de un gato se tratase —. Pero no debéis temer. Nada ha de pasarnos hasta que lleguemos a nuestro destino.

—Y si así fuere, si en verdad no pasara nada hasta llegar allí, ¿qué certeza tenemos de que volveremos tal como llegamos, sanos y salvos? Los peligros son demasiados, mi señora, majestad —dijo bajando la voz —. Hay más que Hombres devorando nuestras tierras. También hay…

—Lo sé. Sé lo que los magos y chamanes del enemigo han conseguido lanzar contra nosotros; gigantes y trolls, jnuks y minotauros, las razas místicas. Y Demonios Primigenios, contra los que nuestro acero es inútil. Lo sé. No vivo en una burbuja de seda y joyas como el resto de las damas, alejadas de los rumores y de la guerra. Sé qué peligros nos acechan, pero de nuevo os lo digo. No hay nada que temer. Lo vi en mi…

—En vuestro sueño, ¿no es así mi señora? —espetó Breides, interponiendo su montura obligando a la suya a detenerse.

—Así es. En mi sueño —respondió ella con paciencia.

—Mi señora, debéis entenderme. No sólo estoy permitiendo que pongáis en peligro vuestra vida, sino la de estos treinta hombres que nos acompañan. Hombres casados y con hijos, en gran parte. Siempre habéis sido una gran señora, amable y considerada. Si no queréis hacerlo por vos, ni por mí, hacedlo por las familias dejadas atrás. Abrid los ojos, majestad, os lo ruego. Estamos poniendo muchas vidas en juego por tan sólo un sueño que recordáis a trozos, al que vos alzáis al nivel de profecía. Es una locura a todas luces, y perdonad mi rudeza, pero os hablo con amor y no con desprecio. Bien lo sabéis…

—Bien lo sé, sir Breides. Bien sé lo que nos jugamos. Bien sé lo que hemos dejado atrás y bien sé de los rostros compungidos y desconfiados de los soldados que nos escoltan. Bien lo sé todo, pero no he de cambiar de opinión. No fue un sueño, sir, no me cansaré de repetíroslo. Soy totalmente capaz de diferencia un sueño de… eso, de lo que vi y sentí. Era real, amigo mío, real, aunque no recuerde como acababa. Tan sólo recuerdo algunos trozos, y como ya os dije hace días, los recuerdos me alcanzan justo antes de que ocurra lo soñado, como habéis podido comprobar cuando os alerté del ataque de aquella mantícora. He de ir a Silred, he de ir a esa taberna. La taberna donde mi hermano nació y creció. Estoy segura de que allí terminaré de recordar el sueño y sabré lo que he de hacer.

—Señora, si queréis una taberna, os aseguro que cuando vuestro señor hermano vuelva del frente de batalla, os hará construir una por cada color que luzcan los Dragones. ¡Pero Silred está bajo territorio enemigo! ¡Es una locura! Incluso Lord Silred abandonó sus tierras para refugiarse en la capital, y en Iradgrin continúa. Es demasiado arriesgado, y más por seguir los indicios de un sueño fragmentado.

—Querrás decir que abandonó a sus gentes a su suerte, no a sus tierras —respondió ella torciendo el gesto —. Os aseguro que cuando esta guerra acabe, si acaba algún día, Lord Silred visitará durante una buena temporada las mazmorras del castillo por tal villanía. Y aún está por ver que la guerra termine y que lo haga a nuestro favor. Habrá que ver si acaso el rey Rayne vuelve del frente con vida para contarlo; y ya me diréis, en tal caso, para qué quiero tabernas de colores…

—No habléis así, mi señora —susurró apenas Breides mientras una sombra nublaba su mirada —. Su majestad el rey volverá sano y salvo, ya veréis. Sin duda, encontrará la forma de derrotar a las huestes enemigas, ya sean hombres, gigantes, jnuks… o Demonios. Debe haber una forma, debe…

—Debe y la hay, ser. Y yo puedo encontrarla, si es que me dejáis seguir adelante. Estoy cansada de estar recluida en el castillo a la espera de noticias que nunca llegan o lo hacen tarde, de noticias nefastas de muerte y desesperanza. Soñé que podía ayudar a mi hermano y saben los dioses que voy a hacerlo. Silred está ya muy cerca, lo sabéis; apenas a jornada y media de distancia. Si saliésemos del bosque y fuésemos campo atraviesa hasta la Ruta del Sur, apenas tardaríamos media jornada en llegar. Si consintieseis…

—¡Emboscada! —gritó alguien, sobresaltándolos. Camino adelante, por el serpenteante sendero que recorrían, surgió a galope tendido uno de los tres soldados que Breides había mandado a explorar como avanzadilla. Aún a la distancia, la herida que le cruzaba el rostro y el brazo fláccido y retorcido eran fácilmente visibles. El sonido de las espadas a desenvainarse acalló por un momento el rugido de los cascos de la montura, que llegó a ellos en el momento en que sus compañeros cerraban un círculo alrededor de Vaniandil y el capitán.

—Habla, rápido —espetó Breides, ajeno a las heridas que el soldado sufría.

—Orientales, sir —dijo entrecortadamente, con la respiración agitada. Vaniandil le estudió mientras hablaba. No sólo tenía un sangrante corte en el rostro y el brazo roto. Aquí y allá pudo ver cortes y manchas oscuras en los ropajes negros. Le sorprendía que siguiera consciente, pues debía haber perdido mucha sangre. Le sorprendía incluso que siguiera con vida —Están por todas partes —continuó tras unos instantes, con la cara crispada por el dolor —, aunque no les vimos hasta que cayeron sobre nosotros. Deim y Brandon han muerto y yo escapé de milagro. Vienen hacia aquí a través de los bosques, como si nos estuvieran esperando —dijo, mirando de soslayo a la princesa, que se estremeció. Esos hombres, sabía, habían muerto por su culpa. ¿Tendría razón sir Breides? ¿Había sido una estúpida? Debería haber recordado algo del sueño antes de que esto ocurriese, como otras veces. Debería…

—Volvemos a Iradgrin —exclamó Breides, sin mirarla —. Iremos al galope hasta Viento Fuerte, aunque reventemos los caballos. De allí, una guarnición nos escoltará hasta la capital. Avanzaremos en rombo, con nuestra señora, nuestro valiente Emar y yo mismo en el centro. Vamos; volvemos a casa. ¡No! —exclamó cuando vio que la princesa iba replicar —No se hable más, mi señora. Os llevaré de vuelta, aunque sea a rastras. Prefiero la furia del rey por obligaros a volver por la fuerza a tener que faltar a mi palabra de caballero y veros morir ante mis ojos. ¡Volvemos!

—Una cosa más, capitán —dijo el tal Emar mientras se tambaleaba en la silla. No parecía que pudiese llegar hasta Viento Fuerte, se dijo Vaniandil con tristeza. Todo había sido en vano, todo para nada. Suspiró y contuvo las lágrimas. Si no podía llegar a Silred, si no podía… —No sólo hay Hombres. Demonios, sir. Muchos.

—Por todos los dioses —blasfemó el caballero, mientras sus bigotes temblaban —. Ya estamos tardando demasiado. ¡En formación! —exclamó mientras daba media vuelta a su montura —. Edward, a la izquierda. Alphonse, a la derecha. Elric…

No llegó a terminar la orden. A su espalda, un grito aterrador taladró sus tímpanos, seguido de un gorgojeo. Se volvieron raudos hacia Emar, que era quien había gritado. Sobre él, ante los ojos anonadados de los soldados y de Vaniandil, se erguía una Sombra, enorme y corrupta, una brecha en la creación, a horcajadas sobre el caballo, que pifiaba asustado. Su cuerpo era de oscuridad, sin forma definida pero vagamente parecida a la de un hombre; un pozo negro que parecía beberse al mundo. El cadáver de Emar estaba sobre el caballo, pero su cabeza estaba en manos de aquel ser de pesadilla, con los ojos mirando sin ver a sus compañeros. El Demonio saltó al suelo mientras el animal daba coces y echaba espuma por la boca, fuera de sí. Los demás caballos se alejaron aterrados, y más de uno se encabritó y dio con los huesos de quien lo montaba en el suelo.

—¡Corred! ¡Corred por vuestra vida! —exclamó entonces Breides, cogiendo las riendas del caballo de su princesa, obligándolo a correr tras él. Vaniandil estaba aterrada por lo que acababa de contemplar. Había sido tan estúpida, tan idiota… ya habían muerto tres hombres, y pronto morirían más. Incluso ella moriría, se dijo. Y todo, ¿por qué? ¿Por un sueño extraño? ¿Por un maldito sueño?

«El sueño» —susurró mientras se agarraba con fuerza a las crines del desbocado caballo. Había vuelto, lo había visto de nuevo en tan sólo un segundo. Volvía a recordar algo sobre él, algo sobre lo que estaba pasando.

Cerró los ojos y en su mente vio las sombras que se les perseguían por el bosque, a cada lado, cercándolos, encerrándolos. Sombras que eran Hombres y Sombras que no lo eran. Vio también un camino que se abría más adelante, hacia el éste, hacia un risco que se asomaba a un abismo y vio lo que allí tenía que ocurrir. Abrió los ojos y escrutó camino adelante, más allá de los hombres que galopaban tan aterrados como ella. Allí estaba, apenas sesenta metros más adelante. Miró de soslayo al otro lado y alcanzó a ver formas que avanzaban más allá de la primera línea de árboles. ¿Les estarían esperando, como había sugerido Emar? ¿Le estarían esperando a ella? ¿Sabrían los Demonios a lo que habría venido? Las preguntas se pisaban unas a otras en su mente mientras el desvió se acercaba a pasos agigantados. ¿Qué debía hacer? ¿Seguir el impulso? ¿Huir? No se lo pensó más. Agarró las riendas de su caballo y tiró con fuerza, logrando que Breides la soltase. Se hizo con el control del animal justo cuando llegaba a la desviación y se lanzó por el sendero que se internaba en el bosque. Oyó una exclamación de sorpresa a su espalda. «Lo siento, sir, de verdad que lo siento, pero si hay una sola posibilidad de salvar al reino, a mi hermano y al mundo de los Hombres, la perseguiré, aunque me cueste la vida; aunque nos la cueste a todos».

—¡A mí! ¡A mí, soldados de Valsereg! —escuchó gritar a su espalda, cada vez más lejos. ¿Iban a seguirla? Breides era más estúpido de lo que había pensado, pero sonrió para sus adentros.

El camino se ensanchó poco después, apartándose de los árboles, y siempre en cuesta arriba. Vaniandil no se atrevía a mirar hacia el bosque, pero sabía que seguían allí, persiguiéndola, acosándola. No debían atraparla. A su espalda, llegaba a oír la loca carrera del resto de los soldados, siguiendo sus pasos. Se preguntó, no por primera vez, cuantos de los veintisiete soldados restantes aún irían tras ella, cuantos de ellos aún la estimarían, aún les serían fieles, pues, ¿no les estaba arrastrando a un destino incierto? Comprendía que la odiasen, que la abandonasen o que intentasen traicionarla de algún modo. No podía reprocharles nada. Breides tenía razón: les había arrancado de la relativa seguridad de sus hogares, dentro de las murallas de Iradgrin, para arrastrarlos a un bosque repleto de Demonios, de muerte.

La carrera siguió durante varios minutos sin que tuviese que espolear a su yegua gris, tan asustada como estaba. Los árboles, pudo observar, cada vez raleaban más, y ya no le costó ver a los Hombres a caballo ni a las Sombras que avanzaban a cada lado del camino. Oía ahora con claridad las maldiciones y las amenazas, los insultos y las risas. Y también escuchaba un extraño siseo, cargado de maldad: las voces de los Demonios.

—¿Estáis loca? —exclamó Breides desde su espalda por encima del estruendo de sus caballos. Al parecer, casi la habían alcanzado —¡Nos lleváis a la muerte, niña! ¡A algo peor que la muerte!

—¡Os llevo a la esperanza, sir, no a la muerte! —gritó Vaniandil a su vez —¡Y ya no soy una niña, querido Breides!

—¡Una niña loca y estúpida, si me permitís la insolencia! ¿Es que no habéis mirado a los lados? ¡Nos tienen rodeados! ¡Juegan con nosotros! Y así lo hacen porque saben a donde vamos. ¡Lo que hay al final de este camino es un abismo, niña, no la salvación!

—¡Lo sé! —exclamó ella, riendo. Tuvo la certeza de que Breides pensaría que se había vuelto loca, y quizás llevase más razón de lo que se atrevía a creer —¡Y bien cerca que estamos! ¡Mirad adelante, mirad!

El bosque terminó bruscamente, abriéndose hacia los lados. Frente a ellos se elevaba un promontorio escarpado que se asomaba inclinado sobre un aterrador precipicio, como si vigilara las hermosas y amplias tierras del valle del río Silredlion. La inconstante línea del precipicio se dibujaba a cada lado del risco y, antes o después, el bosque se asomaba al acantilado a uno y otro lado, impidiendo la huída, porque, como pudo comprobar, había Hombres entre los árboles, armados y expectantes. Y también Sombras.

—Vamos, amiga, un último esfuerzo —le susurró a la yegua mientras le palmeaba el sudoroso flanco. El animal corrió hacia el risco y Vaniandil disminuyó la velocidad para impedir que la yegua se rompiese la pata con alguna roca. Poco a poco comenzó a subir, evitando las piedras y los arbustos, cada vez más lentamente. A su espalda escuchó una orden seca de Breides.

—¡Haced un círculo! —exclamó —. ¡Proteged a la princesa y que nadie suba hasta que… hasta que haga lo que tenga que hacer!

«Bendito seas, Breides, fiel pese a todo» pensó con cariño mientras unas lágrimas de felicidad, orgullo y miedo le besaban las mejillas. La yegua seguía subiendo sin descanso, pero tropezaba a menudo, hasta que llegó un momento en el que no pudo subir más y Vaniandil se vio obligada a descabalgar. Miró hacia arriba, hacia la cima, y comprobó que apenas faltaban veinte metros, y recorrió la mitad. Luego miró hacia atrás, noventa metros ladera abajo. Sus hombres habían formado en media luna al pie del risco, con las armas a punto y a pie, pues ante la presencia de los Demonios los caballos habían enloquecido y no eran pocos los que se habían despeñado. Más allá de sus hombres había un pequeño ejército, cortándoles cualquier ruta de huída posible, entre los árboles. Y entre unos y otros, estaban las Sombras, los Demonios. Una veintena o más, se dijo Vaniandil con un rápido vistazo. Cerró los ojos y suspiró. Había llegado el momento.

Hubo un tiempo, si tenía que hacer caso a los cuentos y a las palabras de su hermano, en el que ella misma había sido una espada. La Espada del Lamento, cuyo Embiste nada Resiste, Una de las Tres Profetizadas, la espada del Rey Krishnan… su padre. Hacía ya muchos años, si había de creer en tales historias, el rey se había enfrentado a un Dragón, perdiendo a su esposa en el combate y casi también a ella, herida de gravedad como estaba. En su locura, exigió a Muiso, Dios de la Guerra y la Muerte, un arma para matar al Dragón. El Dios le dijo que lo haría a cambio de la vida de su hija. Vaniandil nunca había logrado entender por qué su padre hizo lo que hizo, por qué dio su vida a cambio de una espada, aunque no le guardaba rencor, pese a todo. El rey consiguió Abathorn, la Espada del Lamento, que era ella misma transformada, y con ella mató al Dragón, aunque más tarde también conquistó reinos y destruyó a sus enemigos influenciado por el poder que de su arma emanaba. Pero la espada cantaba, lloraba con la voz de su hija y eso le volvió loco. Años después, su segundo hijo, Rayne, había conseguido devolverle su forma original a Abathorn, y Vaniandil volvió de entre los muertos, y de los tiempos de antaño tan sólo conservaba el poder de controlar la Voz a su antojo y algún sueño fugaz de muerte y sangre; fuerte como el vendaval o más débil que un susurro, podía usar su Voz para alegrar el corazón de los Hombres… o para horrorizarlo. Y cuando cantaba, decían los bardos, el mundo escuchaba… y lloraba o reía según sus designios. Y era su Voz, le había dicho el Sueño, lo que habría de salvarles ahora.

Vaniandil cantó, elevando su voz sobre el viento y los hombres, sobre el acero y los gritos. No conocía la letra, pero parecía surgir sola de su garganta con una serenidad que la colmaba. Ella cantaba y el mundo escuchaba, podía sentirlo. La piedra se estremecía bajo ella, el cielo vibraba de expectación. La canción avanzó, lenta y triste, sin que ningún sonido la perturbara. Sus hombres callaban, como también sus enemigos, y las Sombras habían detenido su avance y la miraban con sus ojos flamígeros. Ella cantaba y el mundo escuchaba en silencio.

La canción terminó al fin, pero el silencio perduró aún unos instantes más. Los hombres parecían petrificados, como también lo parecían las Sombras. Pero entonces, una de ellas se adelantó.

—Así que es cierto que eres Una de las Tres, la Voz y el Lamento —dijo con una voz profunda, cargada de maldad. Vaniandil la había escuchado pese a la distancia, pese a que parecía susurrada en su oído, y comprendió que le hablaba en su mente. Sabiéndolo, le respondió del mismo modo.

—Lo soy, engendro. Una de las Tres Profetizadas, las que han de despertar a la Espada Sacra, como bien sabes. Y no serás tú, por cierto, quien impida mi labor en este asunto.

—Puede que una vez fueras Una de las Tres Espadas, mujer, pero ahora no lo eres; tu filo ha desaparecido y sólo queda tu Voz, y si pensabas que con ella podrías afectarnos, estás equivocada, porque nuestro poder es muy superior al tuyo. Morirás ahora, y la profecía desaparecerá.

Ocurrió de nuevo. El Sueño le habló otra vez, grabando en su mente escenas por ocurrir. Sonrió. Alzó la voz y su sonido retumbó en los bosques y en el valle, poderosa y temible, fruto de una fuerza que no llegaba a comprender.

—Tres Espadas aparecerán antes del fin, Tres Espadas que salvarán el mundo o lo destruirán. Una de ellas surgirá de la Palabra y la Venganza, terror de Dragones. Otra vendrá de una criatura de negro corazón, y llamarán Suerte a lo que debieron llamar Destino cuando El Portador tome la Mano Invisible del cadáver de su enemigo. La otra, la última, será la Voz y el Lamento del Mundo, y todo lo que existe se abrirá bajo su filo. Y un día, antes del fin, cuando los Demonios Primigenios vuelvan a mancillar el Mundo, las Tres volverán a ser Una, si las Espadas tienen el valor de reunirse. Y allí donde el Dragón dejó su huella de Vida y Muerte a lo largo de los años, resurgirá la Espada Sacra, y los Demonios volverán a la Oscuridad para no volver mientras el Hijo de Uggdrassil permanezca en el destierro. Y cuando al fin vuelva, el Hijo de los Hombres empuñará al fin la Espada Virgen, la Espada Sacra, y se llevará acabo el combate final mientras el Fuego de los Dragones calcina a los Demonios.

—No temo tu Voz, mujer —exclamó el Demonio cuando los ecos hubieron muerto —. Ni tampoco tu profecía. No tienes poder sobre mí y los míos, por mucho que hables, por mucho que cantes. Somos inmunes a tus Cantos de Poder.

—Lo sé, engendro, pero tampoco lo pretendía —respondió Vaniandil con la voz de su mente mientras sonreía —¡Breides, subid aquí con los hombres, corred! —gritó con su voz real. El aludido se giró y durante un momento permaneció indeciso, pero luego le vio dar órdenes y los soldados retrocedieron a toda prisa hacia arriba.

—¿Qué intentáis, mujer? —preguntó el Demonio con una risa despectiva —Más allá de la piedra sólo encontraréis la caída. Debes morir, bien a nuestras manos, bien contra el suelo. Decidme, ¿cómo piensas morir?

—Has dicho que mi Voz no tiene poder sobre vosotros y, como te he dicho, no era lo que pretendía —dijo mientras un viento súbito barría el risco —. No era un Canto de Poder —le contestó sonriendo, triunfal; sabía lo que ese viento significaba —. Era un canto de llamada, un canto que, pese a todo, os llevará a la muerte.

Fue entonces cuando el Dragón surgió volando de detrás del risco.

El rugido hizo estremecer el promontorio y los hombres cayeron al suelo con las manos sobre la cabeza al grito de ¡Dragón, Dragón!, pero la hermosa y terrible bestia esmeralda les sobrevoló sin hacerles daño y se posó entre ellos y los Demonios con una gracilidad inconcebible en un ser tan grande. Extendió las enormes alas y volvió a rugir.  Vaniandil sintió el estruendo dentro de su pecho, llenándola, estremeciéndola. Descubrió que lloraba. Nunca imaginó que un Dragón fuera una criatura tan hermosa.

—¡Salud, Voz y Lamento! —rugió el Dragón mientras la miraba con sus ojos color ámbar —Feliz esta hora en la que al fin nos encontramos. ¡Y salud también a ti, Demonio! Porque yo soy Gweiderhên, la Palabra y la Venganza, terror de Hombres y Demonios. ¡Salud y muerte! —rugió justo antes de echar la cabeza hacia atrás como cogiendo aire. Un instante después, abrió las fauces y regó el pie del risco, el llano y parte del bosque cercano en furibundas llamas rojas, negras allí donde el fuego tocaba un Demonio, destruyéndolo.

Más allá de la mole del Dragón, Vaniandil pudo ver a los hombres retorcerse entre gritos mientras las llamas los devoraban, gritos que no tardaron en desaparecer. Los Demonios, en cambio, desaparecieron sin dejar rastro, en silencio.

—Salud, Voz y Lamento —repitió el Dragón, volviéndose hacia ella y sus hombres —. Parecer que he llegado justo a tiempo.

—Salud, Palabra y Venganza —dijo ella con una reverencia —. Debo daros las gracias por acudir a mi llamada. Sin vuestra presencia, no habríamos sobrevivido a éste encuentro —dijo mientras sujetaba las riendas de su aterrorizada yegua. Se volvió un instante hacia ella, le susurró en el oído y el animal se calmó visiblemente.

—Nada hay que agradecer, mi señora —dijo el Dragón —. Era nuestro destino encontrarnos aquí y en éste preciso momento. Hacía días que os esperábamos.

—¿Nos esperabais? —preguntó Vaniandil, confusa —. ¿Vos y quién?

—El Portador y su Espada, por supuesto. Ambos tuvimos un sueño profético, y apuesto mis alas a que vos también lo habéis tenido.

—Así ha sido —dijo ella sonriéndole con complicidad a un pálido sir Breides, que le había alcanzado en la cima. El hombre no pareció darse cuenta.

—Cuidado, mi señora —intervino sir Breides, interponiéndose entre ella y el Dragón, espada en ristre —. No debéis escuchar las palabras de una de estas bestias, pues hechizan y maldicen con tan sólo mover su lengua viperina. Ahora lo veo claro… vuestro sueño, el viaje… todo fue planeado por la malicia del Dragón, para secuestraros, para…

La risa profunda de Gweiderhên le interrumpió.

—Mi señor embutido en acero —dijo —, si hubiese querido secuestrar a vuestra señora, habría ido al castillo que usáis de madriguera y la hubiese sacado de allí antes de que atinaseis a colocar una sola flecha en vuestros arcos. Y, si quisiera hacerlo ahora, no veo como podríais impedirlo…

—No os burléis del buen Breides, mi señor —le dijo Vaniandil al Dragón —. Es un hombre de honor, fiel como pocos, y os aseguro que se lanzaría a mataros si me viese en peligro, aunque le cueste la vida, y mucho me temo que moriría antes de rozaros, siquiera. Respecto a vos —le dijo ahora a su capitán —, no debéis preocuparos. Nuestro salvador no tiene intención de hacerme daño, debéis creerme. Como dice, podría haberlo hecho ya, en el pasado o en éste instante. No debéis temerle, como tampoco yo lo temo. Ha de ser así; debo ir con él.

—¿Ir con él? —exclamó sir Breides lleno de asombro, aún más pálido bajo su bigote castaño —No, mi señora, ¡jamás! No os alejaréis de mí. ¡No puedo permitirlo!

—Sir Breides —intervino Gweiderhên —. Es el destino, sir, y ni el mejor de vuestro acero ni lo más ardiente de mi fuego pueden luchar contra él. No temáis. Os doy mi palabra de que nada habrá de pasarle mientras esté conmigo.

—¡La palabra de un Dragón…!

—La palabra de un Dragón es más firme que la de cualquier Hombre, sir —le interrumpió Vaniandil pasando junto a él —. Conocéis las tradiciones tan bien como yo. Coged mi caballo, amigo mío, y cuando el círculo de llamas se apague, buscad los que han huido, de quedar alguno, y marchad hacia Silred, hacia la taberna. Allí nos encontraremos.

—Mi señora —suplicó el capitán —, no podéis hacerlo. Si algo os ocurre, si algo os sucediese… no lo soportaría, Van, mi pequeña —susurró, llamándola tal y como lo hacía cuando era niña. Vaniandil sonrió con afecto y le acarició el rostro con suavidad. Luego le dio un tierno beso en la mejilla.

—He nacido para este momento, tío —le respondió ella con cariño —. La monstruosidad que mi padre realizó, el hecho de ofrecerme a los dioses para conseguir Abathorn, era tan sólo el prefacio de lo que ha de ocurrir. Si he de morir, moriré, si así lo dictasen los hados. Pero no voy a morir. No todavía. Aún me quedan muchas canciones por cantar, y a vos muchos años por delante para escucharlas. Dejadme marchar, sir, os lo ruego.

—Ay, mi dulce niña —suspiró —. Siempre has hecho lo que has querido con este pobre viejo. Ve, pero prométeme que tendrás cuidado, pequeña.

—Lo prometo, tío —dijo antes de volver a besarle.

—Y a vos, señor Dragón, una promesa os hago —le dijo a Gweiderhên —. Si algo le pasa a mi señora en vuestra presencia, no descansaré hasta daros muerte, aunque tenga que desenterrar la Lokendacil de la Tumba Perdida del MataDragones.

—Eso sería algo digno de ver —dijo el Dragón con más tristeza que sorna —. No temáis, no temáis; la defenderé con mi vida. Y si no, que los dioses me amparen. Que nos amparen a todos.

Vaniandil se acercó al Dragón con paso firme, maravillada por su belleza. Le parecía tallado en una enorme esmeralda, quizás, o tal vez en miles de ellas engarzadas unas con otras, luciendo bajo el sol en infinitos tonos de verde. Gweiderhên se agachó cuando llegó a su lado, y ella escaló por una de sus poderosas patas hasta el colosal lomo.

—He acomodado mis escamas para crearos una especie de silla de montar —le dijo cuando llegaba arriba. Vaniandil encontró el hueco y se acomodó en él como bien pudo.

—No sabía que pudieseis modificar la posición de vuestras escamas —dijo, divertida y agitada por lo que estaba apunto de suceder. Acarició la suave dureza de las escamas y el palpitante y cálido cuerpo al cual protegían. Había pensado que, como los lagartos y el resto de los reptiles, los Dragones serían fríos al tacto, pero se equivocaba. Tenía tanto que aprender de tales criaturas…

—Los Hombres se peinan los cabellos. Los Dragones se peinan las escamas —rió el Dragón —. Agárrese, mi señora. ¡Vamos allá! —exclamó mientras saltaba hacia el borde del risco, y de él, al vació. Cayó en picado a una velocidad vertiginosa que dejó a Vaniandil sin respiración, y temió la mujer salir despedida, por lo que se agarró a las escamas con toda la fuerza que le permitían sus esbeltas manos, pero un instante después las poderosas alas los elevaron y en apenas un segundo el risco apenas era una piedra al borde de un escalón.

—¡Es maravilloso! —exclamó Vaniandil, eufórica, mientras veía bajo ella el sinuoso avanzar del río a través del valle, sorteando lomas, acurrucado entre los árboles.

—Eso no lo puedo negar —rió el Dragón por encima del viento.

—Hay algo que quisiera preguntaros antes de llegar, mi buen Gweiderhên —gritó Vaniandil para hacerse escuchar.

—Pues preguntadlo ya, porque llegaremos enseguida. Y no gritéis, os escucho perfectamente.

—Es sobre vuestros nombres. Me han llamado la atención.

—¿Mis nombres?

—Sí. Gweiderhên y la Palabra y la Venganza. El primero me recuerda mucho al de Gweid el MataDragones y me pregunto si no tendrá algo que ver. El segundo… bueno, ¿cómo podéis ser a la vez Dragón y espada?

—¿Cómo podéis ser vos a la vez espada y mujer? —le respondió.

—Oh, no lo había pensado así —sonrió —. La fuerza de la costumbre, supongo.

—Deberíais haberlo hecho —rió el Dragón —. Aún así, sois observadora; más que vuestro sir Breides, sin duda. Sí, Gweid y Gweiderhên tienen mucho en común porque yo soy ambos.

—¿Ambos? Imposible… ¿Vos sois Gweid, el mayor Mata Dragones convertido en Dragón? Lo siento, soy incapaz de dar crédito.

—Pues así es, mi señora. Fui Gweid el Mata Dragones, hace tiempo. Cuando aún pertenecía por completo a la raza de los Hombres, en mi niñez, un gran Dragón rojo atacó mi aldea, matando a toda mi familia. Prometí vengarme de todos los Dragones a Este Lado del Mar, así que hice un pacto con Muiso, Dios de la Guerra y la Muerte, del cual me arrepentí el resto de mi vida; creo que bien conocéis la naturaleza de tal dios y la de sus pactos. Me dio el poder de la magia y del Dragard, el hechizo mata Dragones, aquel que consume hasta la muerte a quién lo utiliza. Pero yo podía usarlo tantas veces como quisiera, y saben los dioses que fueron muchas. Pero un día, en la taberna hacia la cual nos dirigimos, maté a una hembra de Dragón verde. Al morir, cantó una canción tan hermosa que me cautivó, y justo antes de expirar me entregó un huevo.

» Durante años cuidé de él, aún no sabría decir por qué. Y lo hice hasta que un día llegó a la taberna un norteño que decía llamarse Arión. Era, en realidad, un Dragón Antiguo, de Plata, un Multiforme. Un cazador de cazadores. Venía a destruirme, pero no me importaba; en cierto modo, lo esperaba. Aún así, antes de que lo intentase, le enseñe el huevo para que se lo llevase, para que lo cuidasen sus congéneres, pero el pequeño Dragón, me dijo, había muerto tiempo atrás. Me propuso introducir mi espíritu en el cuerpo de la cría para compensar las muertes que había llevado acabo y… bueno, aquí estoy. Vuestro buen Breides se podría pasar una eternidad buscando mi tumba y nunca la encontraría…

—Me parece una historia muy hermosa, casi increíble… y quizás no la creería de no haberme pasado algo parecido, en cierta forma. Pero decidme, Gweiderhên. ¿Qué os pidió el dios a cambio del Dragard?

—Mi alma, mi señora, y aún la busca —contestó con tristeza. Vaniandil entendió que había hurgado en una herida aún abierta, pero no encontraba palabras de consuelo —. Agarraos, mi señora, pues hemos llegado —dijo recuperando su curioso tono jovial.

El Dragón bajó en una suave espiral por encima de campos destruidos y pueblos reducidos a cenizas. “El precio de la guerra” se dijo Vaniandil con tristeza mientras descendían, consciente de la naturaleza de tanta destrucción. El humo de incendios recientes subía en retorcidas espirales a su encuentro, como queriendo atraparlos en una mano insustancial. “A Fuego y a Sangre, los hombres guerrean para ganar apenas un trozo de tierra donde ser prematuramente enterrados”. Suspiró, cerrando durante un momento los ojos para contener las lágrimas. Era una guerra tan absurda… tal y como la serían todas, caviló.

Aterrizaron en unas tierras que hasta no hacia mucho tiempo debieron ser fértiles y hermosas, tocadas por el verde de la primavera, pero que ahora eran negras, desoladas, baldías. Los ejércitos aliados de Vannatur y Gorbesh, junto con las huestes congregadas por magos y chamanes, gigantes, jnulls, grifos, mantícoras, y los temidos Demonios Antiguos invocados por éstos, habían derrotado no lejos de allí a las huestes de Valsereg, haciéndolos retroceder hasta Viento Fuerte y otras fortalezas orientales, como bien le había dicho sir Breides, y las tierras más allá de las líneas de defensa habían cedido al saqueo y la muerte. Y los enemigos del reino aún andaban cerca, tal y como parecían advertirles los aún inextinguidos incendios. Durante un instante echó de menos la relativa seguridad de las espadas de la guardia, pero el recordar la naturaleza de su acompañante supo que nada había de temer de Hombres o Demonios.

—¿Dónde está la taberna, Gweiderhên?

—Hacia el norte —respondió el Dragón —. Hemos parado aquí para no asustar a los refugiados ni a las pocas monturas que conservan. Así que, con vuestro permiso, adoptaré una forma menos llamativa —dijo. Cerró los ojos y, ante la mirada atónita de Vaniandil, su cuerpo se transformó. El morro le encogió sobre el rostro, las alas se encogieron sobre si mismas hasta desaparecer, al igual que la cola; la espina dorsal se esfumó junto con las escamas, y su tamaño se redujo considerablemente hasta que, al fin, tomó la forma de un Hombre. Vaniandil estudió durante un momento sus rasgos, sorprendida. Era joven, de complexión delgada bajo su túnica verde, con los cabellos largos del color de la paja, cayéndole en rizos sobre los hombros. Pero sus ojos, comprobó cuando al fin los abrió, eran del color del ámbar, imposible en los humanos —. ¿Sorprendida? —preguntó con una sonrisa.

—No sabéis cuanto —dijo en un hilo de voz —. ¿Es ésta la apariencia de Gweid?

—La de su juventud al menos. Lo sé, lo sé —dijo con tristeza —. “Alto y enhiesto, fuerte como un toro, con los brazos de tamaño de troncos y con la melena rojiza cayéndole sobre los hombros como una llamarada”. Esa era la descripción que sobre mí cantaban y aún cantan los bardos, pero ya veis que poco tengo de héroe o guerrero. Era un hombre vulgar, normal y corriente. Decían que era el Hombre más valiente sobre la faz del mundo, pero lo cierto es que me oriné encima una docena de veces antes de acostumbrarme al terror que un Dragón furioso inspira —dijo sin pudor —. Pero hablemos mientras andamos; no queda lejos —dijo señalando al norte.

—Tenía entendido que sólo los Dragones Antiguos, los Plateados, podían cambiar de forma a voluntad —preguntó Vaniandil mientras empezaba a caminar.

—Y así es, pero mi caso es especial —le respondió el otrora MataDragones —. Una secuela del poder mágico que controlé como Hombre.

El camino ascendía rodeado por los campos de cultivo calcinados. Gweiderhên, o más bien Gweid, se dijo Vaniandil, avanzaba a paso rápido, ignorando el penetrante olor a quemado que a ella le hacía lagrimear y arrugar la nariz, aún sin denso humo. Coronaron la pequeña elevación y, desde allí, el camino seguía llano hasta la oscura línea de un bosque, a penas a medio ciclo de camino.

—Allí está la taberna —dijo Gweid señalando hacia un punto del horizonte de árboles —. Allí, entre aquellos sauces quemados.

—La veo —respondió ella. Vio también varias edificaciones cercanas a la señalada. Algunas parecían semiderruidas, pero desde la distancia no podía asegurarlo —. Habéis dicho que hay supervivientes. ¿Con qué vamos a encontrarnos?

—Con los pocos habitantes de estas tierras que han sobrevivido, mi señora. Algunos granjeros y un puñado de pastores. Los saqueadores de los ejércitos aliados pasaron por la espada a todo el que pudieron, y muchas mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, sufrieron en sus manos. Y aún tienen que dar las gracias por no haber sufrido el ataque de Demonios. Los Hombres sólo quemaron los campos y derribaron las casas, matando y violando a su paso. Con los Demonios hubiese sido otro cantar… El único edificio que permanece en pie es, curiosamente, la taberna.

—Es horrible —dijo ella apasionadamente. ¿Cuánta crueldad podría albergar el corazón humano? ¿Por qué habrían de hacerles daño a estas gentes inocentes, tan alejadas del reino y del poder de Valsereg como se encuentran? La guerra sólo produce dolor, bien lo sabía, y había que terminar con ella cuanto antes. Y, si el sueño profético que Gweid, El Portador y ella misma tuvieron no se equivocaba, quizás podrían hacerlo.

—Lo es. Alguien me dijo una vez que los Hombres, sobre todo los poderosos, no son felices si no encuentran una excusa para matarse los unos a los otros. Tenía razón, sin duda.

—No sólo los poderosos. Todos los Hombres, todos, acaban dejándose arrastrar antes o después por sus instintos más básicos. Decís que sólo ha sobrevivido la taberna, y tengo la certeza que no fue por un acto de bondad inusitada, sino para poder emborracharse antes de violar a las pobres mujeres que hayan caído en sus manos. Antes, durante o después, les dará igual. Al final, todo se reduce al instinto animal. Qué digo animal… ¡monstruoso! Llamamos monstruos a Dragones y Trasgos, a mantícoras y gigantes, pero nosotros somos los verdaderos monstruos. Los dioses fueron sabios y nos crearon débiles ante las bestias y el mundo, pero nos insuflaron de una inteligencia peligrosa. Los Hombres nunca debieron conocer el secreto del acero ni el arte de la guerra —aseguró con tristeza.

—Aún así, incluso lo que los Hombres llaman instinto, aun el animal, es, muchas veces, la forma que toma un propósito sin que los Hombres sean conscientes de dicho propósito, pues está por encima de ellos. Aquellos que han hecho esto se piensan libres, se creen en el poder de decidir si pasar a todos los aldeanos por la espada o no, de violar a sus mujeres o dejarlas ir. Se creen libres y ceden a sus supuestos instintos, pero no hacen más que servir a los poderosos, aún con actos tan bajos. A los señores, a esos que no pisan los campos de batalla, les interesa dejar tras el paso de sus ejércitos muerte y desolación, llantos, gritos, angustia; miedo, al fin de cuentas. El miedo hiere más que las espadas. El Hombre no es malvado por naturaleza, mi señora. El Hombre es libre de elegir entre el bien y el mal, y es gracias a esa inteligencia peligrosa que decís. El problema reside, Vaniandil, en los Hombres que tienen el poder. ¿Creéis conocer un Hombre bueno? Dadle poder y esperad. Uno de cada diez será un gobernante justo. Los otros nueve emprenderán guerras como ésta, donde no sólo mueren soldados, donde el miedo y el dolor consumirán más vidas que el acero. Y bajo ese poder nefasto, surgen Hombres nefastos. Y estos Hombres no harían lo que han hecho si el poder que los rige se lo impide, si el poder es justo y fuerte. El Hombre, como los Dragones, son seres sociales, jerárquicos, basados en una escala de poder. No, no es una guerra entre Hombres, sino entre poderes de Hombres. Y para que no se abuse del poder, es preciso que el poder detenga al poder. Y ahí, mi señora, entramos en juego nosotros.

—¿Nosotros, Gweid? ¿De verdad somos el poder que decís? ¿De verdad podemos cambiar el rumbo de este sinsentido?

—Si no lo pensarais así, no hubieseis llegado hasta aquí, mi señora —respondió esbozando una sonrisa —. Pero dejemos ahora tan sombríos pensamientos; es el momento de la esperanza y el regocijo, mi señora. Mirad, ya se distingue la taberna.

Ambos miraron adelante, hacia el pueblo y por encima de los campos quemados. Entre las ruinas del poblado se levantaba, acogedora y a la vez amenazadora, la mole de dos pisos de la Taberna del Dragón Verde.

—Me sorprende que no haya sido tocada por la barbarie —dijo Vaniandil entonces, sorprendida, pues a su alrededor apenas si quedaban los huesos calcinados de los edificios que otrora rivalizaran con la taberna en el paisaje.

—Lo cierto es que los saqueadores y soldados del ejército enemigo no tuvieron oportunidad de ponerle las manos encima —aclaró Gweid —. Se dio la casualidad que hasta aquí huyeron algunos supervivientes del ejército de vuestro hermano, el rey de Valsereg. Un general, malherido, con apenas ocho hombres, aunque ahora sólo son cuatro. Se refugiaron en la taberna y se hicieron fuertes en ella; o al menos tan fuerte como se puede hacer uno en una taberna de pueblo. Los escasos campesinos y vecinos que aún pululaban por las tierras cercanas también eligieron la taberna como último bastión, como la última esperanza ante la muerte. Los atacantes no se decidieron a quemarla con todos dentro; los altos mandos dan grandes recompensas por apresar a un general enemigo.

—¿Expulsaron a los invasores aunando fuerzas? —preguntó ella con un deje de orgullo. No por nada eran sus súbditos, hermanos bajo una misma bandera…

—No, no, nada de eso. Los pueblerinos se limitaron a esconderse la mayor parte del tiempo, aunque, por lo que he oído, defendieron la puerta de la taberna con uñas y dientes más veces de las que puedan contar. Y siendo campesinos y pastores, alfareros y albañiles, o simples vagabundos como son, tienen más mérito que muchos de los soldados de vuestro ejército y también que los del enemigo, si me permitís el apunte.

—No lo entiendo, Gweid. ¿Por qué no huyeron esos hombres? ¿Por qué no se refugiaron en Viento Fuerte o aún más allá? ¿Por qué arriesgarse por salvar una simple taberna? ¡Nada hay aquí más importante que sus vidas!

Gweid se detuvo de repente, obligando a Vaniandil detenerse con él. Se giró despacio, levantando su brazo y abarcando de horizonte a horizonte con un gesto suave.

—Mirad, mi señora, observad con atención. Lo que ahora veis son tierras yermas y quemadas, un escenario de dolor, muerte y locura, pero no siempre fue así. Allí, por ejemplo, sobre aquella loma, donde ahora sólo veis tocones quemados, se levantaba un bosquecillo de abedules, que brillaban dorados bajo la luz del otoño, y el suave céfiro arrancaba extrañas canciones de sus hojas. Más allá, a orillas del Silredlion, se levantaba un viejo molino donde ahora apenas quedan sus huesos. Las hiedras trepadoras cubrían las paredes de la cara norte, a la sombra de unos álamos aún más viejos que el pueblo; era un paraje hermoso, y en verano era agradable tumbarse a la sombra de los árboles y dejarse llevar por el sonido del río. En aquel otro lado, vivía una anciana a la que llamaban “Cabeza Redonda”, un personajillo encantador que se hacía rodear de niños para cubrirles de cuentos y leyendas. ¡Cómo reían, Vaniandil! Si hubieseis visto cómo reían…

—¿Dónde queréis llegar, mi señor? —cortó la mujer con delicadeza, con el corazón en un puño.

—Yo… amaba estas tierras, mi señora —respondió él con la voz rota —. Era un extranjero, un hombre… no, un niño apenas, que no tenía esperanzas, ni amor, ni una casa a la que volver, concentrado tan sólo en su venganza, sin más compañero que su dolor, su espada… y el Dragard. Pero aquí, atrapado como estaba por los avatares del destino, encontré un hogar, Vaniandil. Amaba estas tierras y amaba a sus gentes, a los secretos del bosque, al cantar del río y la suave curva de las lomas. Y amaba la taberna, que se había convertido entonces en el centro de mi vida. Y aún les amo, a todos, a lo que fue y a lo que aún es contra todo pronóstico. Lo que quiero decir, al fin, es que si yo, un extranjero, podía amar de tal forma éste lugar… ¿qué no sentirían sus propios habitantes? Sé que muchos otros pueblos quedaron vacíos ante la amenaza del este, pero aquí es diferente. Y es que el lugar está cargado de una magia antigua y hermosa. No os hablo de hechizos ni de Centros de Poder, nada más lejos de mi intención; aquí vive la magia de la leyenda y de los sueños de los Hombres. ¿Cómo explicáis, mi señora, que en un mismo lugar ocurran cosas tan fantásticas? El edificio al cual nos dirigimos ha sobrevivido el ataque de un Dragón y ha sido testigo del último combate del mayor caza Dragones de todos los tiempos. Ha albergado en su interior un huevo de ésta misma raza y lo ha visto eclosionar tras la llegada de un Dragón Antiguo, que se creían perdidos para siempre. Ha visto resurgir a un Rey Perdido y también sobrevivió a los ataques de los piratas de Allende, asistiendo anonadada a la ayuda inesperada de los Trasgos en la lucha de los vecinos contra los orientales. También se han visto en ella a esos mismos Trasgos sentados a sus mesas. ¡Trasgos, ni más ni menos, compartiendo la cerveza con Hombres! Y ahora, en estos tiempos aciagos, ha resistido el ataque de una marea de maldad inconcebible, defendida por escudos justos y corazones leales. Y, por último, y si los hados que nos guían no son erróneos, será el escenario donde la Espada Sacra nazca en este mundo. No, mi señora, no veréis a ningún vecino del pueblo abandonar la magia de su tierra, porque son parte de esa misma magia y la han respirado desde el mismo día de su nacimiento, como una ambrosía.

—Me habéis dejado sin palabras —dijo tras unos segundos Vaniandil, la mirada perdida en los campos, como queriendo imaginar el aspecto que debían haber tenido no hacia demasiado tiempo —. Sólo os puedo decir que ansío que nuestra misión pueda terminar con esto, que estos campos vuelvan algún día a ser fértiles y que los árboles crezcan y vean nacer y morir a generaciones enteras de hombres justos. Sigamos, Gweid. El destino no va a esperarnos mucho tiempo más.

Caminaron en silencio, cada uno absorto en sus pensamientos. A medida que llegaban a la taberna, aquí y allí, entre las rocas, las ruinas y los árboles, Vaniandil vio formas ocultas y el brillo del acero. ¿Una emboscada, quizás? ¿O puede que vigilantes? Se acercó involuntariamente a Gweid, que pareció adivinar sus dudas.

—No temáis, mi señora, pues son Trasgos aquellos que se esconden en las sombras.

—¿Y me decís que no debo temer? No estoy tan segura… —preguntó ella con recelo. Había oído, incluso de boca de Gweid, cosas bastante inverosímiles de los Trasgos de la zona, pero aún así, sabía, un Trasgo es un Trasgo.

—¡Ay, Vaniandil! Para portar sobre vuestra espalda la historia que habéis vivido, os veo muy poco receptiva para cuentos similares —rió el Dragón —. No temáis, no temáis. Los Trasgos que ahora se esconden, y aún otros, vigilan la posible llegada, de nuevo, del enemigo. Nada habéis temer de ellos. No, al menos, mientras el Portador siga siendo su lider.

—Me sorprende que El Portador sea un Trasgo. Puede que sea sólo por prejuicio, pero no son la raza más noble de Kendrih…

—Es cierto, pero pienso que hay una especie de equilibrio: Hombres, Dragones y Trasgos. Cada uno representamos a tres familias de seres distintos. Aún así, reconoceréis en Quryak a un Trasgo poco común.

—¿A qué os referís?

—Oh, mi señora, no me gustaría estropearos la sorpresa. De él puedo deciros que consiguió su Profetizada de manera peculiar. Y es que, en una de las “Incurziones” de su pueblo, se encontraron con un mercenario que portaba una espada mágica, que le salvaba de todos los peligros. Al parecer, Quryak no debió parecerle a la espada muy peligroso, o quizás fuese el destino, pues pudo llegar hasta el mercenario y matarle, casi por casualidad, y recoger así el legado de la espada. Y, desde entonces, ha sido lider de los Trasgos del bosque.

—Una forma peculiar, al menos.

—Peculiar es la palabra que mejor define a Quryak —rió Gweiderhên —. Años después de lo que os he relatado, cuando los piratas de Allende hicieron su devastadora incursión tierra adentro, se encontraron con la cruel eficacia de los Trasgos en el arte del matar. Y es que a Quryak siempre le habéis fascinado los Hombres, y en algún sitio había oído hablar de la exquisitez de eso a lo que llamaban cerveza, que tan bien la han servido siempre en la Taberna del Dragón Verde. Nunca se había atrevido a acercarse, aún con su espada mágica, pero al ver en peligro la oportunidad que quizás algún día el destino le reportaría, salió en defensa del pueblo. Y, esto es divertido, los lugareños tuvieron a bien hacer un pacto de no agresión con los Trasgos a cambio de que le dejaran probar la cerveza del lugar. Y, bueno… digamos que Quryak es gran aficionado al buen caldo y que no es raro verle tambalearse en la taberna, según me han dicho.

—Hombre o Trasgo, los machos siempre caéis en el vicio de la guerra… y de la bebida —dijo Vaniandil con falsa sorna, a lo que Gweid rió con ganas —. No riáis, mi señor, lo digo bien en serio. Apuesto que a vosotros, los Dragones, os pasa lo mismo. Apuesto a que vos también sois amante del buen caldo.

—Ay, ay, un Hombre debe tener algún vicio; o un Trasgo, o un Dragón. Sí, sí, me habéis pillado. Durante años usé mis poderes para fabricar la mejor cerveza de Este Lado del Mar, y luego los usé para fabricar la mejor al Otro Lado. Tan amante como cualquier otro, pero sin caer en el exceso, debo decir en mi defensa.

Vaniandil bufó, divertida y agradecida por el cambio de tercio. Incluso logró esbozar una sonrisa sincera.

—Hemos llegado, al fin —dijo Gweiderhên, deteniéndose a escasos metros de la puerta —. Espero que estéis lista, mi señora. Dependerá de nosotros el que este momento quede grabado con letras de oro o de sangre en los anales de la historia.

—Como ya le dije al buen Breides, he nacido para esto. El que esté o no preparada, no tiene nada que ver. Vamos allá —respondió ella, pero no habían dado un paso cuando la puerta se abrió de golpe. De la taberna salieron entonces, en tropel y atropelladamente, un conjunto variado de Hombres y Trasgos.

—¡Mi señora! —exclamó alguien de entre la maraña de cuerpos y, a empujones, un Hombre de pelo cano y poblado bigote, se abrió paso hasta caer de rodillas ante ella, haciendo crujir su armadura toda —¡Mi señora! —repitió —Cuando me dijeron que habíais de venir aquí para cumplir misión sagrada, no quise creerlos —dijo mirando durante un instante al Hombre que era Dragón —, pero veo que estaba equivocado.

—Levantaos, sir —respondió ella, intentando sin éxito ponerle nombre al alargado y anguloso rostro —¿Quién sois, mi señor, que lucís en vuestra armadura el escudo de nuestra casa y tan bien parecéis conocerme?

—Soy sir Bruce —respondió el soldado con solemnidad, sin levantarse aún —, de la Ciudad de Antigua, General de los Ejércitos de Rayne, Rey de Valsereg y al servicio de su casa. Y a también a vuestro servicio, majestad.

—Levantaos, sir Bruce, os lo ruego —insistió Vaniandil, ruborizada al ser incapaz de recordar al anciano general, aunque tampoco era tan extraño; Antigua se encontraba al otro lado del reino, a un mundo de distancia. Sir Bruce se levantó con esfuerzo e hizo una reverencia —. ¿Qué hacéis tan lejos de casa y del frente, General? —preguntó, y vio congoja en los ojos del hombre.

—No me ha quedado otro remedio, mi señora —respondió, alicaído —. Nuestros hombres cayeron en una emboscada preparada con esmero y respaldada por los poderes oscuros de los chamanes y Demonios del enemigo. Fuimos totalmente aniquilados, o casi, porque pude escapar con un puñado de hombres y refugiarnos aquí, aislados del frente, de casa y del deber. Hemos intentado abrirnos paso hasta Viento Fuerte o algún otro lugar que aún pertenezca a los dominios del Rey, pero nos ha sido imposible y he perdido a algunos de los pocos hombres que aún permanecían a mi lado, y los que quedan están heridos y agotados, y me debo a ellos, además de al reino —dijo con un deje de orgullo bailando en su mirada —. Pero si habéis podido llegar hasta aquí, majestad, y sin escolta, al parecer, es porque, sin duda, no hemos sabido encontrar un camino seguro de vuelta. Por lo tanto, pongo en vuestras manos mi rango y mi vida por tal error, o quizás por tal cobardía —exclamó mientras empezaba a arrancarse la enseña de General del Reino.

—Deteneos, mi señor —respondió Vaniandil posando con suavidad sus manos sobre la del soldado —Habéis obrado con certeza y con razón, y no habléis de cobardía, sir, pues me cuentan que habéis defendido este lugar y a los pocos que en él sobreviven. No hay manera segura, por cierto, de llegar al Reino con tan pocos hombres, y he de deciros que he llegado aquí por caminos difícilmente transitables, por los cuales mi escolta no ha podido seguirme —dijo mirando de soslayo a Gweid —. No debéis avergonzaros de vuestros actos, porque os honran. Ahora, sir, estoy cansada del viaje y tenemos algo que hacer aquí antes de que nuestro tiempo se agote. Entremos pues, ya que hay alguien a quien debo conocer.

—A quien debéis conocer —interrumpió Gweid —, está ahí mismo —dijo, señalando con la cabeza. Vaniandil siguió con la mirada la dirección marcada por el antiguo mago hasta posarla en un compacto grupo de Trasgos, que los miraban con extrañeza. Comprendió entonces Vaniandil que, de entender algo del idioma de los Hombres, debía ser muy poco.

Los estudió durante un instante. Eran, en su mayoría, de baja estatura, si se los comparaba con un Hombre medio, aunque tampoco mucho más bajos que éstos. Había alguno más bajo que el resto y otros que le superaban por varios palmos. Uno, en particular, les superaba a todos en estatura, y bien podía rivalizar, tanto en alto como en el ancho de sus hombros, al mejor de los soldados de Rayne. Como el resto de sus congéneres, tenía la piel grisácea y sucia, como sucias eran sus ropas y sus oxidadas armas y armaduras. Lucía a cada lado de la cabeza dos enormes orejas terminadas en pico, como curvadas hojas de cuchillos exóticos, y unos ojos negros y pequeños le observaban con un deje de curiosidad y también, supuso Vaniandil, no sin reparos, de codicia o deseo. Aún así, y si no desconocía del todo las costumbres de tal raza, ese y no otro debía ser el lider del grupo, puesto al que había llegado, sin duda, por la fuerza. Y no podía olvidar tampoco la ayuda inestimable de su espada, la Profetizada, aunque a esta no la vio por ninguna parte. Sin dudarlo más, dio un paso al frente y saludó con la cabeza al enorme Trasgo.

—Es un placer conoceros al fin, Portador —dijo Vaniandil con estudiada cortesía. El Trasgo se limitó a mirarla con sus ojos porcinos y torció la cabeza como un perro al que su amo le habla y al cual no entiende. A su espalda, la risa de Gweid se levantó en sonaras carcajadas. Vaniandil se volvió, furiosa, olvidando todo protocolo, a enfrentarse con el Dragón.

—Ya os dije, mi señora —dijo éste entre risas —, que nuestro buen Quryak era un Trasgo peculiar.

—¿Qué queréis decir? —preguntó ella con rapidez, sonrojada. Dirigió la mirada a su General y a algunos de los hombres que le acompañaban. Sir Bruce y tres soldados que se habían colocado tras él, bajaron la cabeza con seriedad. El resto, campesinos, pastores y pueblerinos, todos ellos tiznados de hollín y con ropas manchadas y andrajosas, tal y como pudo comprobar Vaniandil con ese primer vistazo, reían sin miramientos, sin poder aguantar las carcajadas. “Hace tanto, tanto que no se ríen… puedo verlo en sus caras marchitas, marcadas por las cicatrices de la desesperación, de la locura. Deja que rían, mujer, aunque sea de ti. Démosle, al menos, esta alegría… aunque sea a mi costa y no sepa por qué” —se dijo, aunque la respuesta le llegó pronto y con voz chillona.

—Yo ser Quryak, mujer, no Gejor —dijo la voz, articulando con cierta soltura las palabras. Vaniandil se volvió con rapidez y tuvo que bajar la vista hasta encontrar el origen de la misma. Había allí, entre el resto de los Trasgos y ella misma, un pequeño Trasgo, enano a todas luces, que arrastraba por el suelo una pesada y, como pudo observar, hermosa espada. Junto a él, y un paso atrás, un chiquillo, un hijo de los Hombres, la estudiaba con el ceño fruncido, acariciando descuidadamente la cuerda de su arco, que colgaba a su espalda.

—¿Vos sois el Portador? —le preguntó tras el momento de estupor al pequeño Trasgo.

—Yo, yo —respondió el aludido con tono ofendido —No Gejor. No Tamar, ni otros. Ellos Trasgos grandes, sí, pero tontos como Trolls de culos enormes. Yo Quryak. Yo jefe. Ella Espada. Ella Profetizada —dijo, levantando sin esfuerzo aparente la reluciente hoja delante de sí.

—Yo soy Vaniandil, Quryak —consiguió responder la mujer, despacio, articulando las palabras, mientras las risas seguían a su espalda —Yo soy otra Profetizada —añadió, y el pequeño Trasgo asintió con fuerza, consiguiendo que el yelmo, que era en realidad añeja cacerola con una punta de lanza soldada en su base, le tapara los ojos, por lo que Quryak luchó con él hasta recuperar la vista, resoplando.

—Profetizada, Profetizada, sí. Los Tres aquí —dijo —. El sueño se cumple, sí. La Oscuridad avanza y nosotros cantamos y jugamos a los héroes, sí, donde el dar… drag… —se atoró —¡Daragón!, sí, donde el Daragón dejó su huella de Muerte y Vida.

—Al pequeño Quryak le encanta parlotear —dijo entonces Gweid, que se había colocado junto a Vaniandil y le sonreía con afecto al Trasgo. Éste, a su vez, le devolvió la sonrisa.

Los tres se miraron entonces, el Portador, La Palabra y la Venganza, la Voz y el Lamento del Mundo. Y entre ellos, sintieron, se cerró un lazo y supieron que el Destino les había alcanzado al fin, y el momento para el cual habían nacido, vivido y sufrido estaba a tan sólo un suspiro en el correr del tiempo. Los tres, a un tiempo, levantaron la vista y miraron al oeste, hacia el sol que se ponía más allá de las montañas y los bosques, de los abismos del cielo, vencido el día al fin por el avance imparable de la noche, dejándose matar por el letal brillo de la luna y las estrellas. Y allí y entonces, el Sueño les alcanzó de nuevo y tuvieron cada uno la misma visión, y fue Vaniandil la primera que habló, en quedo susurro.

—La Oscuridad trae Oscuridad. La Luz muere en el Oeste para nacer en nuestras manos —dijo, presa de un sentimiento de apremio que nacía en lo más profundo de su alma.

—La Oscuridad nos cerca, nos acecha; nos odia. La Oscuridad ha llegado y le acompaña la Muerte y el Olvido —dijo entonces Gweid, en el mismo tono.

—Esperanza, esperanza. La Oscuridad nos teme. Profecía, sí. Palabras de Luz, quebradora de Sombra. La Espada Sacra, nosotros somos. Es la hora —concluyó Quryak, y sin más, los tres se encaminaron hacia la posada, pero Gweid se detuvo un tanto y a los Hombres y Trasgos que había fuera, les dijo en el idioma de Hombres y de Trasgos.

—Entrad ahora todos vosotros, incluso los que montan guardia; que a ellos vaya alguien a avisarles. La Oscuridad vendrá pronto a detenernos, si le es posible. Que nadie quede más allá de las paredes de la taberna —dijo, y hasta que no entró el último de los Trasgos que montaban guardia aquí y allí, entre ruinas y árboles, no aceptó entrar en el edificio.

Mientras tanto, Vaniandil se había volcado en el estudio de la taberna y de las gentes que la abarrotaban. No había sólo hombres y Trasgos abarrotando la acogedora sala; había, además, ancianos y niños, mujeres jóvenes y no tan jóvenes y, sobre todo, de unos y otros, multitud de heridos. Se preguntó con tristeza qué habrían hecho con los muertos, si los habían enterrado o se habían visto obligados a dejarlos expuestos al fuego o a los cuervos.

Tardó la mujer en darse cuenta de que todos los ojos la miraban, la reconocían. Veía en sus ojos, a su pesar, una mezcla de miedo, desprecio e, incluso, temor. No podía reprocharles nada, pues, ¿qué había hecho ella mientras el enemigo mataba a sus familias y quemaba sus tierras? Nada. Había estado enclaustrada en el castillo, en Iradgrin, a salvo de todo mal, y ellos lo sabían. Pero estaba aquí para demostrarles lo contrario, para decirles que no se había limitado a esperar disfrutando de los supuestos goces de la corte mientras ellos sufrían y morían. No, nada de eso. Se sentía, en ese momento, parte de ellos, un vasallo más, un campesino, un pastor o simple vagabundo. Una persona, al fin, dispuesta a sacrificarse, de ser necesario, por el bien común de todos ellos. Y si no lo conseguía, estaba dispuesta a vender cara su vida y la de los allí presentes. Quiso decirles todo esto y muchas otras cosas, pero no encontró valor al fin, y no pudo menos que bajar la vista, abochornada y triste.

—Mi señora —dijo entonces una voz. Vaniandil levantó la vista y se encontró con un hombre de rostro arrugado y regordete, de ojos vivaces e inquietos. Buscó en ellos el mismo desprecio que en los del resto, pero no pareció encontrarlo.

—¿Quién sois, mi señor? —consiguió preguntar.

—No, no, ningún señor, majestad, señoría —respondió el hombre, nervioso —. Soy Beland, el tabernero por la gracia de su majestad padre. Eh, quiero decir… antes el tabernero era Iar, es decir, Krishnan, y tras su… eh… muerte, yo…

—Es un placer conoceros, señor Beland —le cortó ella esforzándose en sonreír —. Mi hermano me ha hablado de vos, como de muchos de los que la taberna frecuentaban —le dijo con sinceridad para sorpresa del aludido, que enrojeció visiblemente.

—Oh, dioses, ¿sí? ¿Su majestad? ¿De mí? ¡Dioses! ¿Habéis oído? —les exclamó a los refugiados —¡Hablan del bueno de Beland en la corte! ¡Ya no podréis decir que soy un pobre diablo afortunado! —les dijo, intentando a todas luces romper el gélido ambiente que casi podía cortarse. Algunos sonrieron, pero la mayoría permanecieron con su gesto hosco —Es un placer teneros en nuestra querida taberna, mi señora majestad —dijo mientras realizaba torpes reverencias.

—Grac… —comenzó a decir Vaniandil, sofocada, pues esa reacción era lo que menos deseaba, pero entonces una mujer rolliza y pelirroja se acercó a ellos a grandes pasos, o al menos tan grandes como le permitía tan precario espacio transitable, interrumpiéndola con voz atronadora.

—¿Bienvenida dices, Beland? ¡En buen momento visita a la plebe! ¿Vienes a compadecerte de nuestro dolor, mujer de sangre dorada? ¿A lanzarnos tu bendición y huir con el rabo entre las piernas a la seguridad de tu castillo con la certeza de haberte ganado nuestros corazones? ¡Ja! ¡Ya os imagino contándole a vuestras pulcras y puras damas lo desaseados y malolientes de los aquí hacinados, pobres diablos, arrastrándose a vuestros pies en busca de la luz de vuestra gloria! ¡Pues ahórrate el esfuerzo y la saliva, niña, y vete con tus buenas intenciones y tus sabias palabras por donde has venido! Mandad hombres de armas, cientos, miles, la mitad de valerosos que el puñado que se refugió aquí, los suficientes para recuperar lo que es nuestro, y quizás les digamos a los hijos de nuestros hijos, con cierto orgullo, que una vez vino una ramera de la corte a hacernos una visita de cortesía.

—¡Silencio, esposa! —exclamó Beland tras el estupor inicial, hecho una furia —¡Cómo te atreves hablar así de tan noble dama!

—¿Dama, Beland? Yo no veo ninguna dama. No, al menos, lo que debería ser una dama. Por mucho que ahora vista ropas de viaje y huela a camino, aún desprende el hedor de la seda y el perfume —respondió la mujer, desafiante. Beland tartamudeo mientras se ponía rojo, incapaz de articular palabra de tan enojado como estaba.

—Mi señora —interrumpió entonces sir Bruce con voz dura y serena —, sabéis que he luchado a vuestro lado todo este tiempo y que os he felicitado personalmente por vuestro valor y manejo de la sartén como arma, pero si volvéis a insultar a su majestad, os juro que os colgaré de un árbol y que luego me quitaré la vida por faltar a mi palabra de caballero, pero no será antes de asegurarme que os arrepentís de vuestras palabras —amenazó sin pestañear. A espaldas de la mujer, varios hombres, y también mujeres, se colocaron, protectores, tras ella. Unos y otros, detractores y defensores, se lanzaron a una algarabía de gritos y amenazas. Los puños se crisparon, los ojos relampaguearon e, incluso, la espada de Quryak se irguió amenazadoramente para estupor del que la empuñaba. ¿Para esto tanto sufrimiento? ¿Tan largo viaje para terminar en una trifulca entre los que consideraba como suyos? Vaniandil se armó de valor y dio un paso al frente, y no bien lo había dado cuando el silencio hizo presa de todas las gargantas, bajando los puños y enfundando las intenciones. Todos los ojos se clavaron en ella, aunque también en la esposa del tabernero, que se había puesto los brazos en jarras, con las piernas bien seguras en el barro cocido del suelo mientras la miraba con desprecio y altivez, desafiante. De su mano, pudo ver Vaniandil, colgaba una sartén abollada, cubierta de manchas oscuras.

—Señora… —dijeron sir Bruce y Beland al tiempo, pero Vaniandil levantó una mano y les hizo callar, sin dejar de mirar a los ojos a la mujer. Luego, bajó esa misma mano hasta su cinto, de donde colgaba un cuchillo, y lo desenfundó. Al instante, el muro humano que había tras la tabernera cerró un peligroso cerco sobre ella y, a su espalda, pudo oír el canto inconfundible del acero al rozar el cuero, mientras sus defensores cerraban el círculo en torno a las inesperadas contendientes. La tabernera frunció el ceño y empuñó con fuerza la sartén, esperando un posible ataque que no terminaba de llegar. Y entonces Vaniandil, para sorpresa de todos, se recogió en una cola su hermosa cabellera dorada y con un corte rápido y seco, se lo cortó muy cerca de la cabeza.

Un suspiro de sorpresa surgido de decenas de gargantas recorrió la sala, seguido de un sepulcral silencio. Vaniandil dio otro paso y tras él se arrodilló frente a la mujer. Dejó el cuchillo en el suelo, con el mango mirando a la tabernera, bajó la cabeza y levantando las manos, como rezando, como si realizase una ofrenda a los mismísimos dioses, le ofreció lo que quedaba de su antaño hermosa cabellera a su rolliza contrincante.

—Razón tenéis en mucho de lo que decís, mi señora —dijo al tanto, rompiendo el expectante silencio, pero sin levantar la vista del suelo, en actitud sumisa —. A salvo me encontraba de la guerra más allá de las defensas y murallas del reino, guarecida por miles de espadas valientes, dispuestas a dar su vida por tal de que yo no recibiera ni el más mínimo rasguño, porque no tuviera que ver ni una gota de sangre derramada, como si fuese una niña asustadiza y débil. Y, cierto es, no hacía nada por ayudar al pueblo, a la gente llana y sencilla, que son los que en verdad sufren en mayor medida la barbarie de la guerra. Pero os equivocáis, mi señora, si pensáis que soy dama remilgada que hace oídos sordos a las noticias del frente y al dolor de mi pueblo. Me sentía encerrada, como un pájaro sin alas, impotente ante la necesidad de las gentes a las que amo. Porque os amo, mi señora, os amo a todos y a cada uno de vosotros; si estoy aquí es por amor a vosotros, no a mi misma ni al estúpido orgullo que, efectivamente, lucen entre pavoneos los señores y damas nobles de la corte.

—Mentís… —dijo la tabernera con voz queda, pero la fuerza y seguridad de las que antes hiciera gala, empezaban a desmoronarse —Mentís, mujer. Nada sabéis del pueblo llano, ni de la sangre derramada. Sois niña asustadiza y débil, ignorante de las verdades del mundo…

—No os miento, os juro —cortó Vaniandil, levantando la mirada, y pudieron ver los allí presentes que lloraba a lágrima viva —. Y os equivocáis. Conozco el olor de la sangre demasiado bien, pues he bebido y derramado mucha más que vos con vuestra sartén. ¡Y era sólo una niña, mi señora! Seguro que conocéis las historias que sobre mí abundan, aunque no me equivocaré si afirmo que no las creéis —exclamó con voz rota —. Era una niña, mi señora, asustadiza y débil, obligada a mirar sin ver las monstruosidades de mi padre. ¡No os imagináis a cuantos maté, a cuantos robé la vida con mi propio ser! ¡Mi alma está manchada de sangre! ¡De la sangre de Hombres y Dragones! ¡De Trasgos! —exclamó, señalando a Quryak, que parecía no estar enterándose de gran cosa —. Así que no digáis que desconozco el sonido mal sano de la sangre al caer, porque lo conozco demasiado bien. Cada noche, mi señora, desde que tengo memoria, desde que volví a ser yo y no mortal espada, sueño con esas vidas sesgadas, rememoro el momento justo de la muerte, y en esos momentos vuelvo a ser acero y mi corazón late con violencia, ebrio del placer y muerte que la mano que me esgrimía me transmitía. Y la guerra, mi señora, no ha mejorado mis sueños. Desde que esta maldita invasión comenzó, mis sueños se han transformado en visiones de muerte. Cada noche, cada vez que cierro los ojos y me sumerjo en las profundidades del mundo de los sueños, mi alma vaga de un sitio a otro, y una noche soy mujer de campesino, y ante mi matan a mi marido y a mis hijos para después ser violada por los asesinos de mi familia. Otra noche soy anciano comerciante que ve como mi casa, tras años de esfuerzo para levantarla, se me venía encima envuelta en las llamas de la guerra. Y sabed, mi señora, que esos sueños y muchos otros, cientos, miles, eran visiones de gente real, no ensoñación; eran vuestras vidas las que vivía. ¿Os podéis hacer a la idea, justa mujer, de las veces que he visto morir a mis padres y a mis madres? —gritó, fuera de sí, usando sin apenas darse cuenta el poder oculto en su Voz, llenando el corazón de los allí presentes de profunda congoja —¿A mis esposos y esposas? ¿A mis hijos e hijas? ¡A mi misma, maldita sea! ¡A cientos! ¡Y he llorado a todos y a cada uno de ellos al despertar, aún no habiéndoles visto en mi vida, como si fueran carne de mi carne y sangre de mi sangre! ¿Y aún osáis decirme que sólo vengo a ganarme el amor incondicional de aquellos que pienso deben servirme como poco menos que esclavos? ¡Os equivocáis, maldita sea, os equivocáis en todo término! —estalló, y tras esto, se encorvó sobre si misma, protegiéndose con los brazos mientras dejaba caer los cabellos, y se dio a un llanto profundo y desconsolado.

—Mentís… —dijo la tabernera, sin convicción alguna, mientras unas lágrimas de congojo asomaban a sus ojos.

—Dice la verdad —interrumpió entonces una voz, y todos, excepto Vaniandil, se volvieron a mirar a Gweid, que les observaba a todos desde la puerta con sus ojos ambarinos, desaparecida ahora su perenne triste sonrisa. Comenzó a andar hacia las mujeres, y los que entre ellos se interponían se apartaban sumisos y respetuosos —. Cada palabra que ha surgido de su boca es verdadera, Talendra —le dijo a la tabernera al llegar junto a ellas. Una vez allí, se agachó junto a Vaniandil y la acunó entre sus brazos sin que ésta dejara de llorar —No os imagináis, ninguno de vosotros, lo que esta criatura ha sufrido a lo largo de su vida. Pesa sobre sus hombros un destino poderoso, y ése destino le ha estado arrastrando por rincones oscuros del alma de los Hombres. Dejadla en paz, os lo ruego; ya ha sufrido suficiente.

—Ay, dulce niña —dijo entones Talendra, desviando la mirada. Suspiró y se arrodilló junto a Vaniandil —. Debéis perdonarme, mi señora —le susurró, acariciándole el rostro con una mano regordeta y sucia. Hemos sufrido tanto, tanto… pero eso no me excusa. Debo pediros perdón una y mil veces, porque os he juzgado mal y he sido cruel. Y si veis a bien que deba morir por mis palabras, mi señora —dijo mirando a sir Bruce con la cabeza alta —, que así sea, pues me lo tengo merecido.

—Bien que es cierto, maldita seas —refunfuñó Beland entre dientes.

—No más muertes, por favor. Soy yo quien tiene que pedir perdón —susurró Vaniandil entre gemidos, acunada entre los brazos de Gweid —He venido a… yo sólo quiero…

—Ayudar —concluyó entonces Quryak, que se había plantado a su lado y daba tímidos golpecitos en la cabeza de la mujer, dándole su apoyo. Ella ayudar. Daragón ayudar. Quryak ayudar. No más muertes. Profecía. Hora de la profecía, sí. La Oscuridad viene. Lo siento en huesos, viejos y sabios, sí.

Se levantó entonces Talendra, con lágrimas besándole las mejillas, y recogió los mechones de cabello que Vaniandil había dejado caer. Los ató con un trozo de cuero que sacó de un bolsillo, y cerró la manaza sobre la ofrenda.

—Guardaré estos cabellos con todo el honor que sea capaz de reunir hasta el fin de mis días; y después de mí lo harán mis hijos y los hijos de mis hijos, noble señora —dijo con firmeza —. Ahora levantaos, Vaniandil. Sed fuerte. Debéis serlo, tal y como lo habéis sido hasta ahora. Por vos, por mí, por todos nosotros, si es cierto lo que dicen que tenéis que hacer en este lugar. Ya habrá tiempo de reír, de llorar y de perdonar cuando ésta pesadilla acabe. Vamos, pequeña, levantaos —dijo tendiéndole la mano. Vaniandil le sonrió tímidamente desde la protección de los brazos de Gweid. Alzó una mano nívea hacia la enorme y curtida de la tabernera y se dejó levantar —. Perdonadme, mi señora.

—No hay nada que perdonar, Talendra —respondió ella, secándose las lágrimas —. Perdonadme a mí, en todo caso. He sido muy desconsiderada con todos vosotros durante estos años, lo admito, como toda la corte. Os pido perdón por todos ellos y…

—Silencio, silencio, mi niña —espetó la tabernera —. No os debéis disculpar por las cucarachas, vos, que habéis demostrado ser digna de las buenas gentes de Silred y de todo Valsereg. ¡Majestad, majestad! —exclamó mientras se arrodillaba ante ella.

—¡Majestad, majestad! —exclamaron docenas de gargantas, y todos los Hombres que allí se reunían, incluso algún Trasgo, incluso el Dragón, clavaron una rodilla en tierra y bajaron la cabeza con respeto —. ¡Salve, Majestad! ¡Vida y honor para nuestra señora!

Y, entonces, Vaniandil, que había conseguido cortar el afluente de lágrimas, se arrodilló frente a Talendra y, abrazándola con ternura, volvió a echarse a llorar.

—Vamos, vamos, ya basta —dijo entonces Gweid, levantándose —. Ya sé que es muy emotivo, mis señoras, pero hay mucho que hacer y poco tiempo para ello —dijo, tras lo cual, Vaniandil y Talendra se levantaron apoyándose la una en la otra, mientras que el resto los imitaba —. Decíais antes de llegar, Vaniandil, que los machos, sea de una raza u otra, caemos antes o después en el vicio de la guerra y la bebida. ¡Ay! ¿Y acaso es vuestro vicio de dramatizarlo todo mejor que el nuestro? —sonrió, consiguiendo que una sonrisa sincera luciese en el pálido rostro de Vaniandil.

—Os haré pagar por esas palabras cuando esto acabe —le amenazó, sonriendo.

—Que así sea. Pero ahora es momento de actuar. Ya vienen —dijo, esfumándose la sonrisa de sus labios. Vaniandil asintió y se volvió hacia su general.

—Sir, que todas los que no sean capaces de empuñar un arma, suban a los pisos superiores y se escondan bien. El que pueda empuñar arma alguna, sea hombre o mujer, niño o anciano, que se quede; nos harán falta sus brazos en el momento cumbre, pues nosotros no podremos defendernos mientras realizamos el ritual.

—Se hará como decís —respondió el general, volviéndose a dar las órdenes.

—Escuchad, oídme todos —exclamó entonces Gweid, y todos se detuvieron y callaron para escuchar las palabras del Dragón, al que, pudo comprobar Vaniandil, miraban con sumo respeto —. Se aproximan horas de gran peligro para todos nosotros, para todos los que estén dentro de estas paredes, pero puedo aseguraros que, durante un tiempo, no habrá lugar más seguro en el mundo que éste lugar. Habrá peligro, sí, pero también esperanza. La Oscuridad, los Demonios y los Hombres a los que sirven, o a los que éstos se creen servidos, llegarán muy pronto. Los mantendré fuera por medio de mi magia, pero poned atención a lo que os digo. No abráis las puertas, ni las ventanas, oigáis lo que oigáis, pues sólo así se mantendrá entero el hechizo. Oiréis las voces de los vuestros, de los muertos o de los vivos, pero no debéis oírlas, porque no serán quienes dicen ser, así que no debéis oírlas. Es lo que tengo que deciros. Buena suerte a todos, y que los dioses os protejan —les dijo, pero después añadió con voz queda —; que nos protejan a todos.

Mientras Hombres y Trasgos cumplían las órdenes dadas, Talendra se acercó a Vaniandil.

—Ay, mi señora, cuando todo esto acabe, debéis dejarme hacer algo con ese pelo —dijo mientras tironeaba de uno de los informes mechones —Eso que hicisteis fue una tontería, o al menos así nos parece a la gente de por aquí, pero me halaga en algún sentido que se me escapa. Ahora permitidme, mi señora, que os presente debidamente a mi familia. No he empezado con muy bien pie mi trabajo como anfitriona, pero estoy dispuesta a terminarlo como mandan los dioses. Ya conocéis a mi marido, Beland, pobre diablo. Aún no sé qué vi en él —dijo, mientras el aludido le atravesaba con una mirada afilada —. Esta jovencita de aquí, la de mirada boba —dijo señalando a una chica no mucho más joven que Vaniandil, de sonrisa tonta y mirada bobina —tiene el gusto de ser mi nuera, Arukas. Por desgracia, perdimos a mi hijo no hace muchos días —dijo con tristeza.

—Lo siento mucho.

—Nada, nada. Ya tendremos tiempo de llorarle. Suerte tuvimos con recuperarla a ella, aunque me temo que su mente se rompió en algún momento del mal trago que tuvo, y es que, cuando la encontraron… bueno, estaba en malas manos, y muy posiblemente ahora crezca en su vientre algún bastardo, y no precisamente de mi hijo. Y aún tenemos que agradecerle a ese muchacho el que volviese con vida —dijo señalando al chico que no se despegaba de la espalda de Quryak.

—¿Y quién eres tú? —le preguntó Vaniandil.

—Soy el Ocaso —dijo irguiéndose como un pavo —, escudero del muy loable, muy respetable y muy noble sir Quryak.

—¿Ocaso? ¿Sir? —preguntó ella llena de estupor.

—Oh, le encanta su nombre y se vanagloria de él —explicó Talendra —La vieja matrona, la vieja Cabeza Redonda, los dioses la guarden, se encontró al muchacho cuando era un bebe de teta en la puerta de su casa, en el más hermoso ocaso que decía haber visto, así que le llamó Ocaso, a secas. Y a él tenemos que agradecerle muchas cosas, porque una noche, en pleno asedio a la taberna, se escapó con dos soldados y un vagabundo de los caminos, en busca de provisiones para que pudiésemos sobrevivir, pero el maldito desgraciado que los acompañaba dio cuenta de los soldados con la intención de vendernos por buen precio. El chico escapó y volvió, pero no solo; con él venían los Trasgos, y bien que nos salvaron el trasero, los dioses les guarden también a ellos. En un momento de lucidez inusitada, Quryak lo nombró escudero y desde entonces no hay quien le aguante —rió —. Pero si lo que dicen Quryak, Arukas y el mismo no es mentira, debo agradecerle, además, que de camino aquí salvase a la pobre imbécil de las manos de esos mal nacidos.

—Ensarté con una de mis flechas al que estaba entre sus piernas cuando caímos por sorpresa sobre ellos —dijo sin ningún pudor, haciendo sonrojar un poco a Talendra y mucho a Vaniandil —. Esos hideputas seguro que la habrían matado ante el menor indicio de lucha, así que la buena tabernera me debe la mejor de sus liebres asadas.

—Eso está por ver, piojoso, y guarda esa lengua podrida en presencia de las damas. En fin, mi señora, por último, éste mocoso de aquí es mi nieto y mi ojito derecho, Eless —dijo mientras arrastraba hasta delante suya a un muchachito que no debía haber llegado aún a la decena de años. Le miró éste con unos profundos ojos negros, avispados y ávidos, desde una carita sucia cubierta por una enmarañada red de rizos oscuros —Es, sin duda, más listo que su padre, que su madre y que su abuelo aún a tan tierna edad, tenedlo presente —rió su abuela —Es lo único que me queda —añadió, en un tono más triste.

—Gracias por lo que a mi respecta —gruñó su marido.

—Oh, cállate, Beland; sabes bien que aún te quiero, no debes preocuparte. Pero… —añadió, mirando a los ojos a Vaniandil —. Mi señora, no soy la más indicada para pediros lo que os quiero pedir… pero si es cierto que habéis venido para poner punto y final a esta locura… por favor, Majestad, haced todo lo que podáis, por mi nieto, por todos los niños, que no son menos que nuestro futuro. Hacedlo por ellos, os lo ruego, si aún podéis perdonar a esta vieja tonta.

Vaniandil bajó la vista hasta el chico, que le miraba con la curiosidad típica de su edad. Le revolvió el áspero cabello con fuerza hasta crearle un mohín al chico.

—Lo haré por todos, Talendra, tienes mi palabra. Ahora será mejor que os vayáis todos arriba y sigáis las indicaciones del señor Gweid.

—No, no, yo y mi sartén nos quedamos. Arukas, niña, llévate a Eless y mételo en el pequeño cobertizo de debajo de mi cama, ya sabes cual. Si alguno de éstos zarrapastrosos lo merece más que él, aún no lo ha demostrado. Tú quédate encima de la trampilla y muere por defenderla si es necesario, ¿comprendes niña? —le ordenó. La aludida asintió, pálida, y tiró de Eless escaleras arriba junto con los demás refugiados.

Abajo quedaron, al fin, una quincena de Trasgos, entre los que se contaba Quryak, Sir Bruce y los tres de sus hombres que aún podían mantenerse en pie, cuatro pueblerinos, dos mujeres armadas con garrotes, Beland, Talendra, Ocaso, Gweid y la propia Vaniandil. El corazón le latía con fuerza, consciente de que el momento se acercaba a pasos agigantados.

—Separad las mesas y pegadlas contra la pared del fondo —ordenó Gweid en dos idiomas y Trasgos y Hombres se apresuraron a cumplir su mandato. En el suelo, frente a ellos, había grabada una huella de proporciones colosales; una huella de Dragón, grabada allí hacía décadas, cuando la hembra de Dragón que atacó la taberna a la que dio nombre atravesó con sus poderosas garras la pared; el mismo Dragón al que Gweid mató, el último de su larga lista, el Dragón que, de alguna forma, se convirtió tras su muerte en su propia madre.

Empujados por una fuerza más vieja y poderosa que el propio mundo, Quryak, Gweid y Vaniandil rodearon la huella, haciendo un círculo. Durante unos instantes permanecieron en silencio, pero al tanto, Gweid entonó:

—Tres Espadas aparecerán antes del fin, Tres Espadas que salvarán el mundo o lo destruirán. Una de ellas surgirá de la Palabra y la Venganza, terror de Dragones. Otra vendrá de una criatura de negro corazón, y llamarán Suerte a lo que debieron llamar Destino cuando El Portador tome la Mano Invisible del cadáver de su enemigo. La otra, la última, será la Voz y el Lamento del Mundo, y todo lo que existe se abrirá bajo su filo. Y un día, antes del fin, cuando los Demonios Primigenios vuelvan a mancillar el Mundo, las Tres volverán a ser Una, si las Espadas tienen el valor de reunirse. Y allí donde el Dragón dejó su huella de Vida y Muerte a lo largo de los años, resurgirá la Espada Sacra, y los Demonios volverán a la Oscuridad para no volver mientras el Hijo de Uggdrassil permanezca en el destierro. Y cuando al fin vuelva, el Hijo de los Hombres empuñará al fin la Espada Virgen, la Espada Sacra, y se llevará acabo el combate final mientras el Fuego de los Dragones calcina a los Demonios.

—Allí donde el Dragón dejó su huella de Vida y Muerte a lo largo de los años —repitió Vaniandil —. ¿Cómo podemos saber que es éste el lugar indicado?

—Ya os lo expliqué, mi señora. Ya os dije que es éste un lugar de poder singular. Debe ser aquí; no hay otro lugar en el mundo para poder hacerlo. El tiempo apremia, empecemos cuanto antes. La Oscuridad pronto nos rodeará, atraída como la atrae la inminencia del cumplimiento de la Profecía que nos mueve, y he de crear un hechizo defensivo que los mantenga alejados mientras el ritual dure. Silencio, ahora —exigió, y nadie osó molestarle mientras cerraba los ojos y murmuraba palabras ininteligibles. Y, mientras lo hacía, las paredes temblaron y oscilaron como si estuvieran sumergidas en un aceite transparente. Era un movimiento armónico, tranquilizante, y Vaniandil, como muchos otros, se regocijó en su contemplación.

Una sacudida; dos. Un estruendo. Un chillido de dolor y furia más allá de las paredes de la taberna. Una voz que maldecía en una lengua que ningún humano era capaz de articular. La Oscuridad había llegado y se quejaba, resentida, de la resistencia del invisible hechizo.

—Ya están aquí —apuntó Beland, nerviosa e innecesariamente.

—Empecemos —urgió Gweid —. La Pared no los detendrá durante demasiado tiempo. A vosotros, valientes hijos de Hombres y Trasgos, deciros que no os arriesguéis innecesariamente, pero haced lo posible porque ninguna Sombra nos toque siquiera. Empecemos ya; el tiempo corre en nuestra contra —dijo mirando a los otros Profetizados.

—¿Qué hemos de hacer? —preguntó entonces Vaniandil, aunque la pregunta bailaba también en los ojos del pequeño Trasgo. Había esperado durante mucho tiempo este momento, deseándolo, imaginándolo… pero no tenía idea de qué tenía que hacer. Pero entonces, como otras veces, el Sueño volvió, llenándola, susurrándole en el oído palabras no dichas, mostrándole a sus ojos escenas no vistas, creando en su mente futuros ya extintos. Sabía lo que tenía que hacer. ¿Acaso no lo había sabido siempre?

Quryak, que había ordenado a su escudero que le acercase un taburete, levantó entonces y sin esfuerzo su montante, casi el doble de alto que él. La espada, de buen acero y hermoso talle, brillaba a la luz de las llamas que crepitaban en el hogar, virginal y pura, aunque bien sabían que mucha sangre había derramado. ¿De verdad podía convertirse un arma de carnicero en la salvación y esperanza de un mundo entero? No, no era momento de dudar. Vaniandil puso su mano sobre la hoja desnuda y Gweid hizo lo propio, apenas rozando su dedo meñique. Y Quryak mantenía la espada en línea con el suelo.

Desde el exterior llegaron entonces las voces. Eran voces humanas, suplicantes, que a grandes gritos pedían entrar para salvaguardarse del horror que fuera se desarrollaba. A sus oídos llegaban el sonido de las uñas arañando la madera unido en una orgía de sonidos con el inconsolable llanto de un niño. Aquí y allí, ahora una voz de hombre, ahora de mujer, pedían piedad a los que dentro había, llegando incluso a insultarles y a llamarles demonios. Las caras de los defensores, en círculo alrededor de los Profetizados, estaban pálidas y tensas, temblorosas las manos alrededor de sus armas.

—Dioses —exclamó entonces Talendra —. ¿No es acaso esa, Beland, la voz de nuestro Bor? ¡Ay! ¿Es que sigue vivo? ¡Dejémosle entrar, Beland, sólo a él, a ningún otro! ¿Qué haces ahí parado? ¿No ves que está sufriendo? ¿No ves que llama a su padre y a su madre?

—¡No! —exclamó entonces Gweid —. ¡No te dejes engañar, hija de los Hombres! ¡No es tu hijo el que espera fuera, sino la muerte misma! ¡No caigáis en la trampa que la Oscuridad tiene a vuestros corazones! ¡Sed fuertes! —les dijo, y Beland corrió a consolar a su mujer —. Espero que arriba aguanten con entereza —les dijo en confianza —. Si alguien abre una puerta, o una ventana, el hechizo se romperá. Vaniandil, Quryak, ha llegado el momento, estéis listos o no —dijo. Y entonces comenzó.

No sabía que es lo que cantaba, pero tenía la impresión de que conocía bien la canción, como si siempre hubiese sido parte de su mismo ser. Enarboló su Canción de Poder por encima del rugido que envolvía a la taberna mientras mantenía la palma de su mano en la cada vez más ardiente espada. Frente a ella, Gweid recitaba con voz atronadora un hechizo cuyos vocablos eran un insulto mismo al mundo, y dañaba los oídos. El Dragard, supo Vaniandil al instante. Quryak, por su parte, les miraba a ambos, impaciente y con el gesto arrugado contraído, y Vaniandil se sorprendió preguntándose cuantos años tendría el pequeño Trasgo, pues parecía viejo, en verdad. Descubrió, sin dejar de cantar ni un momento, que las manos del Trasgo humeaban, y comprendió que, si bien ella y Gweid usaban la Voz y su propio poder para otorgar fuerza al arma, la ofrenda del pequeño Quryak era su propio dolor, su piel, su carne y su sangre.

Y los gritos continuaban fuera.

No sabría decir cuando había empezado, pero en algún momento el acero de la espada había empezado a emitir un resplandor suave, dorado y cálido, y poco a poco, se dio cuenta, empezó a producir un silbido creciente que amenazaba con acallar cualquier otro sonido, sus voces incluidas. Las palmas le quemaban, pero era incapaz de separarlas, aunque no se atrevía a intentarlo siquiera, y ese silbido endemoniado le empezaba a taladrar la cabeza. Seguía cantando, sin pausa, la misma canción, con el mismo tono y el mismo timbre, o quizás cada vez más fuerte para hacerse oír por encima del ensordecedor sonido, no podía asegurarlo. Frente a ella, la frente de Gweid aparecía cubierta de sudor, concentrado en su mantra, repitiéndolo una vez tras otra. Quryak también sudaba copiosamente, y temía la mujer por su gesto de dolor que soltase el arma de un momento a otra. ¿Es que no iba a terminar nunca?

Y, entonces, oyeron los gritos desde la planta de arriba. Vaniandil clavó los ojos en Gweid, que a su vez miró hacia arriba con ojos desencajados, pero sin dejar de recitar el Dragard. No hacían falta palabras: habían entrado. A su alrededor las paredes volvieron a temblar para después permanecer rígidas, y entonces, aquí y allí, aparecieron las Sombras, voraces, imparables, a través de la madera y la piedra, y sus voces estridentes, heréticas, hendieron sus oídos.

Los Hombres y los Trasgos que abajo quedaban, se lanzaron sobre los Demonios con gritos que nadie escuchó, y fueron apartados a un lado con dejadez, como el que aparta a un insecto, y las Sombras les rodearon, al fin. Vaniandil les miraba, aterrada, y la Voz comenzó a temblarle por el miedo, una Voz que hacía mucho que había dejado de oír, porque el único sonido que ahora existía en el mundo era el silbido de la espada, cada vez más alto, más poderoso, más hiriente. La mano de Gweid, la otra, se posó con suavidad sobre la suya, que temblaba, y le regaló desde el otro lado de la espada una mirada reconfortante. Vaniandil asintió y levantó, supuso, su Voz, tanto como le fue posible. No podía oírla, pero sentía su poder surgir de su garganta, y a él se agarraba como un naufrago se aferraría a una tabla en un mar tormentoso. Las Sombras los cercaron lentamente, repelidos como eran por el silbido de la espada, tendiendo hacia ellos dedos espectrales, retorcidos en formas imposibles, ávidos de vida, sedientos de su ser.

Y, entonces, tal y como había empezado, el silbido desapareció, ensordeciéndoles. Vaniandil sintió como la hoja rechazaba su mano, empujándola hacia atrás con fuerza, y comprobó que a Gweid le había pasado lo mismo. El único que ahora tocaba la espada, que seguía rodeada por el halo dorado, era Quryak, tembloroso y, al parecer, aturdido. Las Sombras habían sido expulsadas hacia atrás, aún con más fuerza que a ellos mismos, pero libres ahora del empuje del extraño silbido, se abalanzaron hacia ellos con renovada violencia mientras Gweid gritaba sin voz —o quizás es que había quedado, al fin, sorda —órdenes ininteligibles al Trasgo, que le miraba sin ver, encogido; un cuerpo amorfo y tambaleante pegado a la belleza deslumbrante del arma.

Las Sombras la rodearon al instante, tanteándola con manos heladas, arrastrándola hacia la Oscuridad, hacia un lugar donde la luz y el calor eran apenas un rumor lejano, y en ese momento tuvo una visión del mundo, de cómo sería si ahora no se cumplía la profecía. Vio las tierras yermas y grises, rodeadas de mares de sangre, cubierta por montañas de los cadáveres de aquellos afortunados alcanzados por la muerte, pues aún más horrible era el destino de los que, como a ella le estaba apunto de suceder, caían en la Oscuridad Más Allá del Mundo, donde los Demonios desgarraban y devoraban las almas. Fue sólo un segundo, apenas un instante, pero el terror fue tal, tan profundo su helado mordisco, que gritó hasta que la garganta pareció estallarle, aunque no le llego sonido alguno. Pero entonces, perdida ya toda esperanza, Quryak reaccionó al fin; levantó el arma por encima de su cabeza y la clavó en la huella que, antaño, el Dragón había dejado marcada en el suelo y que, por muchos años, había sido monumento para los habitantes de Silred.

La espada entró limpiamente en el suelo, clavándose hasta la mitad de su altura. Y, como después habría jurado y vuelto a jurar Vaniandil, el tiempo se detuvo en ese instante. Ante ella pudo ver al maltrecho Trasgo a medio caer de su taburete, a Gweid arrastrado, como lo estaba siendo ella misma, a una negrura que era más que la falta de luz. Vio también a las Sombras alzadas sobre ellos, amenazantes, letales, congeladas sobre ellos en grotescas posturas. Y, comprobó en ese momento de estupor, que no había colores en el mundo que les rodeaba. Todo era gris, o negro o blanco, a excepción de la espada que, aunque también era esta de un gris monocromo, seguía rodeada del extraño halo dorado, único color en el mundo que les rodeaba. No supo decir nunca cuanto tiempo pasó de tal guisa, si es que en verdad pasó alguno, pero, al fin, el brillo que de la espada emanaba se replegó sobre sí con un zumbido de succión que ahora sí logró oír, volviendo dorado el antes plateado color del acero. Y tras esto, el tiempo se atropelló así mismo por volver a su cauce. Pero ahora otro nuevo fenómeno se desarrollaba frente a ellos, porque el espacio mismo, gris e incoloro todavía, parecía plegarse ahora sobre la espada, arrastrándolos a todos hacia una luz que no quemaba y que no cegaba, pero que era a la vez la más potente y radiante de la creación. Y en el punto último de inflexión, cuando el mundo parecía converger en su totalidad en el filo de la hoja, la luz explotó, empujándoles a todos contra la pared más cercana. Una onda dorada surgió del punto donde la espada había sido clavada, a una velocidad vertiginosa, convirtiendo a su paso en vivos colores los grises que hasta un instante antes dominaran el mundo. Y allí donde la onda expansiva tocaba a un Demonio, allí que éste desaparecía sin dejar rastro, y la onda seguía su curso, más allá de las paredes de la taberna, creciendo, siempre creciendo y aumentando su velocidad, por encima de montañas y mares, de bosques y de ríos, bañando de luz las sombras de la creación, recorriendo el mundo desde su principio hasta el fin, allí donde el Sol y la Luna nacen y mueren.

Abrió los ojos al fin, aturdida aún por lo que acababa de ocurrir, aunque no podía asegurar no haber caído inconsciente en algún momento. Durante un instante pensó que el sobrenatural silencio había vuelto, pero pronto empezó a oír sonidos de respiraciones, jadeos, suspiros, maldiciones, y vio al fin, a su alrededor, una devastación de, ahora, difícil explicación. Los Hombres y Trasgos que habían permanecido en defensa de los Tres, esas meras figuras a las que la historia borraría nombre y rostro, como después se demostró, se levantaban ahora, pesarosas, como si la carga de la vida que milagrosamente habían conservado fuera un peso demasiado grande sobre sus hombros. Ella misma se levantó, tambaleante, y comprobó que, como a los otros, las fuerzas parecían haberla abandonado. Dirigió entonces la mirada hacia el centro de la habitación, donde reinaba la soberana presencia de la Espada Sacra, dorada y hermosa, inalcanzable como lo son las estrellas, y le pareció que toda la creación surgía de su filo, expandiéndose en todas las direcciones. No fue hasta unos segundos de contemplación que descubrió que un halo de luz cálida entraba por la ventana, tiznando de amanecer la escena. Contrariada, intentó acercarse a la ventana, pero las fuerzas le fallaron y apunto estuvo de derrumbarse de nuevo, aunque consiguió mantenerse erguida apoyada en la pared.

—¿Estáis bien, Vaniandil? —preguntó entonces el Dragón mientras se le acercaba, tendiéndole una mano solicita.

—Ay, aturdida, me temo. ¿Ha terminado todo, Gweid? —preguntó con vehemencia —¿Lo hemos logrado? ¿Hemos vencido?

—Todo ha terminado, y justo a tiempo —respondió el Dragón, sonriéndole con alegría —. Los Demonios han vuelto a la Oscuridad de la que surgieron, y no han de volver a pisar nuestro mundo, si los dioses así lo quieren, hasta pasados muchos años, cuando el hijo de Uurgdrassil vuelva a reclamar lo que un día éstos le quitaron. La victoria es nuestras, sí, pero sólo sobre éstas criaturas. A los ejércitos de Hombres, me temo, ejércitos de Hombres han de derrotarlos. Todo está ahora en manos de vuestro hermano. Pero decidme, Vaniandil, ¿os duele algo? ¿De verdad estáis bien? Lo cierto es que estáis pálida…

—Loados los dioses, Gweid —respondió ella, sollozando, sonriendo —, porque hemos vencido sobre tales anatemas. ¿Ejércitos de Hombres, dices? Al Hombre con acero puede matársele, pero fuego de Dragón no nos sobraba para los Demonios —rió —. Y estoy bien, amigo, no temáis. Temí haberme roto las costillas al golpearme contra la pared, incluso juraría haberlas sentido ceder, pero todo está en su lugar, incluidas las manos, que bien vi como se ampollaban al contacto de la Espada. Miradlas ahora; ni una cicatriz queda. Pero explicadme una cosa Gweid, pues estoy confundida. ¿No es el sol del amanecer, acaso, lo que brilla más allá de las ventanas?

—Lo es, Vaniandil.

—¿Y cómo es posible? ¿Acaso no entramos en la taberna al caer la tarde? ¿No empezó toda esta aventura ya entrada la noche? No ha debido pasar tanto tiempo, Gweid, a no ser que, como pienso, cayese inconsciente, o peor aún, el tiempo se detuviese en extraño fenómeno.

—Es como decís, pero habéis de saber que grandes portentos se han desarrollado entre estas paredes. Aquí, Vaniandil, dónde ahora tan tranquilamente hablamos, poderes ajenos al mundo se han enfrentado entre sí, convirtiendo tan apacible habitación en un microcosmos dentro del mundo. Un amanecer, sí, pero no puedo aseguraros que sea el del día siguiente, y bien podía ser el alba de un día cien años después de nuestra entrada en la taberna, aunque lo dudo, pues si mi instinto y mi magia no me fallan, sólo hemos faltado del cómputo de los días tan sólo algunas horas.

—¿Tan poderosa es la magia que aquí se ha batido como para modificar el tiempo o sanar heridas en un instante?

—Eso ha sido cosa de la Espada —dijo una tercera voz con contundencia. Vaniandil y Gweid se volvieron para enfrentarse con Sir Bruce, que se acercaba a ellos seguidos de Beland y Talendra, la cual, a voces, llamaba a los que arriba aún se escondían —, no puede haber otra explicación.

—¿Cómo estáis tan seguro?

—Porque uno de esas… criaturas —dijo tras sufrir un escalofrío —, en el momento en el que irrumpieron en la sala, me quebró el cuerpo como si fuese una rama. Desde el suelo, incapaz de sentir nada de cuello para abajo, vi todo lo que ha acontecido. Con muda desesperación contemplé como una Sombra arrastraba a la Oscuridad más abominable a mi señora Vaniandil, y no encuentro palabras para describir la impotencia que sentí entonces. Pero luego la Luz vino a nosotros, una vez el pequeño Trasgo clavó la Espada en tierra. Volví a sentir mi cuerpo entonces, y pude dominarlo justo antes de que tan extraña energía nos lanzase por los aires, aunque poco me arrastró a mí, pues en el suelo seguía. La Espada ha traído más que esperanza; también vida —afirmó, rotundo.

—Así ha sido —corroboró Vaniandil, y entonces buscó con la vista al Trasgo, porque desde que la Espada Virgen fue gestada no había vuelto a verlo. Lo encontró, al fin, sentado junto a la chimenea, allí donde la explosión de luz lo había arrojado. Mirábase las manos el Trasgo, entre confuso y abatido. Junto a él, como protegiéndole, Ocaso vigilaba la estancia, como temiendo que las Sombras volviesen en cualquier momento. A ellos se acercó Vaniandil, apoyada aún en la gentil mano de Gweid —. Quryak —susurró.

—Manos —le respondió él, incrédulo —. Quemadas, ¿sí? Negras y marchitas, arder sin llama. No piel. No carne. Sólo humo y hueso negro, ¿sí? Y dolía, sí, dolía —dijo, ahogando un puchero —Pero mirad ahora. Hueso, carne, piel. No hay dolor, sólo cicatriz, pero no duele. ¿Veis? Quryak contento, Quryak lo hizo, ¿sí? ¡El viejo Quryak ser gran héroe!

—El más valeroso a Éste Lado del Mar —respondió Vaniandil regalándole la más sincera de las sonrisas, y tras decir esto, besó las cicatrices de las manos del Trasgo —. Oidme bien, Quryak, porque mi voz es la del Rey. Oídme bien, amigo, porque, por todo, ú y los tuyos seréis recompensados cuando la locura de la guerra acabe, si los dioses nos son propicios. Os prometo aquí y ahora que el bosque os será dado en propiedad y del rey obtendréis lo que deseéis, así aseguro.

—Sólo el bosque, sí, el bosque, reina dorada. Reino de árboles y sendas para los Trasgos astutos. Y también cerveza, ¿sí? ¿Cerveza para el buen Quryak?

—Toda la que queráis —interrumpió entonces Beland, riendo a carcajadas —Sí antes bien erais recibidos en mi taberna, mi buen Quryak, no menos lo sois ahora —añadió, y Quryak sonrió con alegría.

—Y a vos, pequeño caballero —le dijo entonces la dama a Ocaso —, si algún día queréis dejar de servir al gran Quryak y hacerlo en su lugar a mi hermano el Rey, tendrás un hueco especial por tu valentía.

—Gracias, mi señora —dijo, tan serio que era cómico —, pero me debo a mi señor hasta su muerte o la mía.

—Sea como queráis, y que estéis a su lado muchos años. Aún así, la invitación seguirá en pie.

Se incorporó Vaniandil entonces, y al volverse vio cómo descendían, al fin, aquellos que se habían escondido en las habitaciones superiores, y vio asombro, respeto y veneración en los ojos de aquellos que, al bajar, se encontraban con la abrumadora presencia de la Espada Sacra. Y una vez que todos, al fin, estuvieron en la planta baja, rodeando a la Espada y a los Tres, que habían vuelto al lado de ésta, Vaniandil tomó de las manos a Gweid y a Quryak y, usando el poder de la Voz, moldeándola a su voluntad, embutiéndole un tono cálido, firme, exaltador, habló así.

—Oídme ahora, hijos de Hombres, Dragones y Trasgos, porque ésta que veis es la Espada Sacra, la Espada Virgen que ha de marcar el destino del mundo que nos ha visto nacer y nos verá morir. Su sola presencia en el mundo augura tiempos mejores, y los Demonios no volverán a hollar la realidad con su inmunda presencia mientras la Espada siga clavada donde está, porque habéis de saber que nadie podrá sacarla jamás de su pedestal de piedra, de la huella que otrora el Dragón dejase en su agonía. Sólo uno, elegido por el destino, podrá sacarla. Nacerá un día, aún por llegar si los dioses lo quieren, y bien que lo quieran tarde, un niño que podrá desclavarla, y cuando sea hombre y sea diestro en el manejo de las armas, vendrá a por la Espada, porque el Hijo de Uurgdrassil habrá escapado vuelto de su exilio con afán de destruirnos a todos, y será el Hijo de los Hombres quién habrá de enfrentarse a él en batalla final, y la Espada Sacra cantará su canción de Vida y Muerte por el futuro de las razas mortales e inmortales. Así está escrito y así debéis cantarlo a los cuatro vientos, a las esquinas todas del mundo, para que la leyenda viva en el corazón de los que esperan tan aciago día. Así dice la profecía que aquí nos ha reunido y que ha de cumplirse, espero, dentro de muchos siglos.

—Los dioses así lo quieran —dijo entonces Beland, entre la multitud —, porque de seguir así acabaré arruinado y sin taberna ¡Casi no habéis dejado piedra sobre piedra! —dijo, y un coro de carcajadas siguió a sus palabras. Y una vez que las risas murieron, Gweid se acercó a él.

—No será ruina lo que habréis de sufrir, mi buen amigo —le dijo sonriendo —, porque ahora, ésta tu taberna es el centro del mundo mismo, y ha de sobrevivirte por muchos años, y te aseguro que no faltará el oro en tu bolsillo, cliente en una silla, ni cerveza en las bodegas. Será testigo del nacimiento de un nuevo reino de Hombres, y se convertirá a no mucho tardar en centro de peregrinaje. Y vos, Beland, junto a vuestra familia, seréis el primero de los Guardianes, cuya misión es esperar a aquel que debe desclavar la espada, al Hijo de los Hombres. Esa será vuestra misión, y por ello os entrego esto —dijo entonces, tras lo cual realizó un círculo en el aire con uno de sus dedos, dejando una estela plateada en su recorrido. Atrapó el aro luminoso con la otra mano y, al abrirla, vio Beland que había en ella un hermoso anillo de buenaplata, de mithril. Tenía el anillo forma de Dragón, primorosamente tallado, con las alas plegadas y el cuello girado, siguiendo la línea del dedo con la diminuta cabeza, y su cola cerraba el aro de la sortija, que bien se ajustaba al dedo del posadero —. Cuidad de él, Guardián, y él cuidará de vos, pues os protegerá del mal del corazón de los que os rodeen y alargarán vuestros días.

—Gra… gracias —dijo Beland, emocionado, mientras acariciaba con veneración el presente.

—Recordad algo, Beland —dijo entonces Vaniandil, con una voz que no parecía ser suya —. Recordad que el Anillo no pertenece a vuestra casa, tan sólo a vuestra misión. Pasará de vuestra mano a aquel que herede la taberna, sea o no sangre de tu sangre, y que nadie, en los años por venir, atreva a romper tal ley, porque grande será la desgracia que le siga. Y esta ley se seguirá hasta el día de la Creación, llegue cuando llegue, y entonces el Anillo dejará de existir en éste plano del mundo, pues debe cumplir un destino Más Allá del mismo —sentenció, tras lo cual sonrió, tímida, y añadió —. Perdonad la rudeza, buen Beland. Eran los últimos coletazos del Sueño que hasta aquí nos trajo.

—Será como decís, lo prometo —respondió Beland, un poco pálido.

—Descuidad, descuidad —añadió Tolondra —, que ya me encargo yo de que no lo empeñe a la primera de cambio —bromeo, haciendo enrojecer a su marido y reír al resto de los presentes.

El eco de las risas tardó en morir, porque los allí reunidos estaban colmados de felicidad, exultantes de la vida que habían estado a punto de perder. Pero antes de que las risas muriesen, de que las voces volvieran a su tono habitual, un rugido sacudió los cimientos de la taberna, haciendo enmudecer de asombro y miedo a los que allí había.

—¿Qué nueva calamidad es ésta? ¿Es que no hemos tenido aún bastante? —consiguió preguntar Vaniandil tras unos instantes. Una sombra enorme cubrió la luz que entraba por las ventanas, aunque fue sólo un instante, haciendo que se preguntasen si de verdad la había visto, pero entonces volvió a surcar el rayo de luz, oscureciéndolo por un momento, y así se repitió varias veces.

—Ninguna calamidad, Vaniandil —dijo Gweid entonces, la mirada clavada en el techo. Vio la mujer que el antiguo Mata Dragones sonreía y a la vez lloraba, espectador de algo que sólo a él le era revelado.

—¿Qué ocurre, mi señor?

—¡Me han hecho caso! ¡Al final han hecho caso de mis consejos y han roto el Velo y la Promesa! ¡Están aquí, Vaniandil! ¡Todos ellos, en perfecta armonía con el mundo y sus razas!

—¿De qué habláis? No logro entenderos

—¡Salid! —exclamó entonces Gweid, exultante, dirigiéndose hacia la puerta —. Seguidme, Hijos del Mundo, y contemplad lo que muy pocos de vuestras razas han conseguido ver jamás. ¡Observad el hermoso vuelo de los Dragones en guerra!

Gweid salió con rapidez, seguido de cerca por Vaniandil y Quryak, que precedían al resto. Una vez fuera, miraron arriba, donde Gweid les indicaba, aunque era imposible, acaso, reparar en otra cosa, porque sobre la taberna, sobre el lugar donde ahora reposaba la Espada Sacra, volaban cientos, miles de dragones en un baile majestuoso, mágico y sublime, tan hermoso que los hizo llorar de emoción. Dragones Verdes, Dorados, Rojos, Plateados, Negros, Blancos, Azules, daban vueltas en círculos concéntricos, a distinta altura, de distinto tamaño, alrededor de un eje imaginario que sabían surgía de la Espada Virgen. Y rugían, y cantaban, aunque también lloraban, una mezcla de sonidos tan irreal, tan fantástica, tan hermosa, que llenó sus corazones de júbilo y ardor. Los Dragones volaban de nuevo, libres, en los cielos de Este Lado del Mar, tal y como no hacían desde miles de años atrás.

—¡Observad, observad, Vaniandil, porque es un ritual de guerra! Les pedí, mi señora, que si acaso lográbamos cumplir la profecía, viniesen en auxilio de aquellos de corazón justo, y que se enfrentasen con muerte y fuego a aquellos que habían desatado la Oscuridad sobre la creación. Se negaron todas las veces, pero al final han venido. ¡No temáis ya por vuestro hermano, pues la superioridad de sus enemigos acaba de ser barrida! ¡Salve, salve, Señores del Cielo! ¡Volad con alas de fuego y elevad vuestro canto sublime! ¡Trompetas de Plata clamarán a vuestra llegada, vaticinando lo que ha de cumplirse! ¡Y todo lo que no es justo morirá y marchitará, y ya nada podrá detenernos! —gritó a sus congéneres, fuera de sí. Los Hombres y Trasgos miraban al cielo, sobrecogidos, extasiados, sabiendo que, en los años por venir, no pocos envidiarían la suerte de contemplar lo que ahora ellos contemplaban.

—¿No es maravilloso, esposa? ¿Has visto alguna vez espectáculo tan increíble? —le preguntó Beland a su mujer.

—Son tan bellos… tan majestuosos. Parecen frágiles, como sierpes de cristal, pero terribles en su grandeza. Me apena, ahora que los veo tan hermosos, que Gweid matase a aquella hembra el día en el que nuestra taberna recibió su nombre. ¡Fue una pérdida tan horrible! Pero, quizás, de no haber ocurrido tal desgracia, no habría pasado todo lo que ha pasado, ni estaríamos ahora contemplando tan hermosa escena, y poca esperanza tendríamos ahora sobre la guerra que nos martirizaba. Es llamativo, mi buen Beland, cómo del dolor y la muerte nace, a veces, la esperanza.

—No sabía que me había casado con filosofa —sonrió su marido.

—Oh, calla, por los dioses. Hablar sé de cervezas, partos y curas, no de palabras ni ideas. Es sólo algo evidente; triste, sí, pero bien que nos ha venido. Me gustaría dar homenaje a aquella hembra. Si te parece bien, y también a la pobre Arukas, si es que la criatura que crece en su seno es hembra, podemos llamar… ¿cómo decías que se llamaba? Zenimrathil, ¿no era aquella hembra Dragón? Zenim, mejor. Pues eso, llamar Zenim a la criatura, si nace, como he dicho, hembra.

—Como gustes, mujer. Y hablando de Arukas… ¿dónde está? ¿Dónde está Eless? Me gustaría que viese a los Dragones en su ritual, pues, aunque pequeño, con suerte lo recordará en el futuro.

—Creo que se quedaron dentro. Voy a buscarles —dijo Talendra, dejando a su esposo embobado con los Dragones.

—Tranquilo, tranquilo, mi niño, que ya no hay Sombras —canturreaba Arukas en la soledad de la taberna, sujetando con fuerza entre sus brazos al revoltoso Eless, meciéndolo, mientras el niño luchaba por correr a su libre albedrío; estar varias horas en una trampilla oscura y pequeña había sido demasiado para sus nervios—. Ya no habrá más hombres malos, ¿verdad? Ya no nos harán más daño, mi pequeño. Bor volverá, hijito, papi vendrá de arar los campos cuando el trigo se curve con el peso de su fruto. Y seremos de nuevo una familia, ¿verdad? Todo será igual, y no habrá hombres malos, ni dolor, ni gritos. Sólo nosotros, ¿eh? Nosotros.

—Arukas, mujer, ¿por dónde andas con mi nieto? —preguntó Talendra desde fuera, a voces.

—¡Aquí, suegra! —dijo, levantándose. Soltó al fin al niño y corrió hacia la puerta para encontrarse cara a cara con Talendra —¿Ha vuelto ya Bor? —preguntó risueña. Pudo ver la sombra que cruzó la cara de la tabernera, pero, en su locura, fue incapaz de entenderla.

—Ay, pobre niña. No, aún no ha vuelvo Bor. Quizás vuelva un día de éstos. Le esperaremos juntas, ¿vale, niña? —le dijo, a lo que le respondió con un enérgico cabeceo —. Saca ahora al pequeño; que vea a los Dragones, Arukas, que guarde en su recuerdo el vuelo de los Señores del Cielo.

—Sí, Talendra, jugaremos a los Dragones. Ahora mismo salimos —le dijo mientras entraba, de nuevo, en la taberna.

Eless le esperaba en medio de la habitación, estudiando con detenimiento la Espada Sacra, que hacía alarde de su grandeza, aunque sólo fuera a los ojos de un niño.  Acarició con cuidado su empuñadura de cuero negro y, sin más, cerró su manita sobre ella y tiró hacia arriba.

La Espada Sacra, sin ofrecer resistencia alguna, salió de su prisión de roca.

—¡Niño malo, niño malo! —exclamó su madre al llegar junto a él, dándole un cachete en la mano que sujetaba, a duras penas, la longitud del montante—. ¡Las espadas no son juguetes, niño tonto! ¡Ponla donde estaba! —ordenó. Eless, ahogando un puchero, colocó la Espada en su lugar y se acarició la mano magullada —. No llores, no llores, mi niño. Vamos a jugar fuera a los Dragones, ¿vale? Serás un Dragón verde. ¡O rojo! ¡O dorado! Cómo tú quieras, mi niño, un Dragón como el de las historias, con alas, con cuernos y con fuego. Un Dragón como el de nuestra Taberna, ¿sí? Porque ya lo dice el dicho que el abuelo repite siempre, ¿verdad?: Una Taberna, Cien Historias, mi niño. Nuestra historia.

Una Taberna Cien Historias


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