La taberna no tenía nada de particular. Tenía el mismo ambiente, iluminación y olor que tantas otras. Lo que sí había en esta, como era de esperar, era silencio. Había quince personas, incluyendo a Vinar, sentadas en mesas y sillas, todos rodeando al extranjero mientras escuchaban con suma atención.
—Como imaginaréis, en Calamir pasó lo mismo que aquí —comentó mientras masticaba un trozo de pan que la sopa apenas podía reblandecer—. Anocheció el último día de primavera, tres meses atrás, y no ha amanecido desde entonces. El primer día la nube era de un color gris sucio, pero al día siguiente era negra y apenas si dejaba ver la forma del sol.
—Calamir está a casi tres semanas de aquí —susurró alguien. Vinar supuso que ninguno de ellos se había alejado más allá de un puñado de kilómetros. Se lanzaron miradas alarmadas, y aquí y allá hubo conversaciones en susurros que Vinar no pudo descifrar—. Pensábamos que solo afectaba a esta región.
—Es difícil saberlo, pues el comercio se ha detenido y las noticias llegan con lentitud, pero es posible que todo el país esté a oscuras. Qué demonios, por lo que parece, los reinos vecinos pueden estar igual. Y ni siquiera sabemos por qué.
—Brujería —exclamó Jarad, que se había presentado como el cabecilla del poblado, escupiendo a un lado.
—Hay quien piensa así en la capital. Como sea, viajo hacia el norte para descubrirlo. Soy una especie de… erudito. El rey ha mandado a algunos como yo a dar con la fuente de esta oscuridad.
Los presentes se lanzaron miradas cómplices. De nuevo hubo cuchicheos a sus espaldas, pero siguió sin entender lo que decían.
—¿Ocurre algo?
Los susurros se detuvieron. Todas las miradas pasaron de Vinar a Jarad, que observó al viajero con el ceño fruncido.
—Nosotros sabemos de dónde viene.
La casetilla olía a orín, sudor y heces. El interior estaba oscuro, por lo que alguien le pasó un candil.
—No te fíes de su apariencia de niña —dijo Jarad junto a la puerta—. Es una bruja poderosa, al igual que su madre y que su abuela antes que ella. Ellas son las culpables.
Vinar arrugó la nariz, y no fue por el olor que desprendía aquella casetilla, sino por la ira que le iba dominando por segundos. Ya había vivido esto antes; había visto multitud de restos quemados, de cuerpos mutilados y destrozados por los propios vecinos de la víctima, arrastrados por una locura supersticiosa. El miedo podía convertir a la gente en verdaderos monstruos.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Ella mismo lo confesó —respondió Jarad encogiéndose de hombros—. Nos amenazó con no retirarla si no dejábamos en paz a su madre.
—¿Y qué se supone que le hacíais a su madre? —preguntó Vinar sin mirarle
—Lo que había que hacer. No me importa una mierda el resto del país, pero si ellas fueron el comienzo de esto, haremos lo que sea para sobrevivir. Las lluvias de ceniza envenenan los ríos, y las plantas no crecerán sin sol. Dices que eres un erudito. Pues entra y haz lo que puedas para convencerla.
Había un deje de amenaza en sus palabras. Vinar tuvo que respirar profundamente para no responder. Quiso convencerse de que eran buenas personas arrastradas por el miedo ante una situación desesperada. Suspiró finalmente, y entró en la oscuridad.
La chica estaba acurrucada contra la pared opuesta, cubierta de sangre seca, barro y suciedad. Estaba desnuda bajo la roñosa manta con la que intentaba cubrirse pudorosamente. Se esforzaba por alejarse de él, rehuyendo su mirada. No debía tener más de trece primaveras.
—Tranquila, no voy a hacerte daño —le susurró mientras se acercaba a ella en cuclillas, pues no podía ponerse de pie en una casetilla, cuyo uso original era guardar herramientas de labranza.
La chica lo miró con unos ojos que reflejaban un miedo que le hizo estremecer. Un rápido vistazo le bastó para observar cardenales, nuevos y viejos, por todo el cuerpo. Sus manos estaban retorcidas, con los dedos en posturas antinaturales, sin uñas en algunos de ellos. Vinar tuvo que esforzarse, de nuevo, en contener su ira.
—Voy a sacarte de aquí. Voy a llevarte lejos de estas bestias. ¿Puedes andar?
La chica le miró, desconfiada, pero con un brillo de esperanza en la mirada. Asintió lentamente. Vinar la tapó con su propia capa y la ayudó a arrastrase hasta fuera.
—¿Qué te crees que haces? —exclamó Jarad al verlo salir con la chica. El resto se había alejado unos pasos, acobardados, pero empuñando hoces, horcas y palos.
—Estáis torturando a inocentes, maldito imbécil —exclamó Vinar, incapaz de contener su furia durante mucho más tiempo—. ¿Que lo confesó? ¡Solo intentaba salvar a su madre! Apenas tiene una chispa de magia en su interior. No podrían haber hecho algo así, incluso con poder. ¿Me oís? —gritó al resto de los lugareños—. ¡Habéis torturado y matado a gente inocente!
—¿Crees que vamos a dejar que te la lleves? —escupió Jarad, entrecerrando los ojos—. Ya veo. Eres uno de ellos, ¿verdad? Eres un mago, un hechicero. Un brujo —continuó, esbozando una sonrisa cruel, dirigiéndoles una mirada lobuna.
«No —se corrigió Vinar—. Los lobos no tienen esa crueldad; matan para comer, para sobrevivir. El brillo de su mirada es pura maldad».
—Apártate.
—Te mataremos a ti y luego a ella. Mataremos a todo tu maldito aquelarre. Mis ojos no verán cómo esa zorra se marcha.
—Tienes razón en dos cosas. Sí, soy uno de ellos. Soy un mago, un hechicero, un brujo. Y uno poderoso. Y no, no verás cómo me la llevo.
Vinar levantó la mano que tenía libre, la que no sujetaba el peso de aquella muchacha, y chasqueó los dedos. Al instante, los ojos de Jarad estallaron en llamas.
El hombre chilló, llevándose las manos a la cara. Sus vecinos se quedaron petrificados unos instantes, pero pronto algunos reaccionaron y, con rapidez, le llevaron a un abrevadero cercano para apagar las llamas.
—Ahora voy a acompañarla hasta mi caballo. Dad un paso, dad un solo paso, y haré arder este maldito lugar —exclamó, canalizando poder para que le rodease un halo de un amenazador color rubí. Era un hechizo totalmente ineficaz, que quemaba sus reservas de magia solo para poder mostrar esa aura; apenas necesitaría un tercio de ese poder para cumplir su amenaza, pero seguía repitiéndose mentalmente, una y otra vez, que hacía no mucho todos ellos serían gente normal, con buen corazón, miembros de una familia de familias. Prefería quemar todo ese poder antes de dar rienda suelta a la furia que le embargaba.
No tuvo problemas para llegar a la parte trasera de la taberna. La chica apenas podía caminar, desfallecida y herida como estaba. Pero había determinación en su mirada, un ansia por vivir que, hasta hacía bien poco, no creía poder albergar. El caballo pastaba con tranquilidad de una pila de heno, con las alforjas llenas. Ayudó a subirse a la muchacha y luego subió tras ella.
Nadie les salió al paso, así que desbarató el hechizo mientras ponía su caballo al galope, acompañados solo por el sol oscuro de media tarde y los gritos desesperados de Jarad.
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